Thursday, October 5, 2017

La vitalidad plástica de “La conspiración de los viejos”

ADOLFO CÁCERES ROMERO

Homero Carvalho, con técnica policial, nos ambienta en dos ciudades del oriente boliviano: Trinidad y Santa Cruz de la Sierra. Dos ciudades que él ama entrañablemente. Nacido en Santa Ana de Yacuma, es un narrador de cepa, con sabor tropical y colla. También vivió en La Paz. Nada digno de fabular queda al margen de su inspiración. Podemos decir que lo cotidiano, lo que está en sí mismo, en lo que contempla y se extiende por su horizonte, a partir del medio en que nació, no sólo urbano, sino el alma misma del animado paisaje que se abrió a sus pasos; todo lo que vivió y observó creció en su imaginación, adquiriendo un perfil de personajes y sucesos; amistades y lecturas, con sabor a café; en fin, esperanzas y anhelos; sueños y pesadillas forman parte del numen carismático de sus obras, especialmente en “La conspiración de los viejos”, en su segunda edición, que originalmente apareció en 2011.

En esta novela, dividida en cuatro partes: “La conspiración”, “La investigación”, “El matón” y “La ejecución”, se destacan momentos singulares que se resuelven merced a la fuerza colectiva, a la voluntad popular, que se hace causa con una, no diríamos venganza —porque hay más que eso—, sino convicción de justicia. De ahí que Homero atrapa la atención del lector desde el momento en que aparecen sus personajes. El escritor Claudio Ferrufino-Coqueugniot afirma de esta novela: “Lo válido está —dice este narrador— en la pericia matemática y la vitalidad plástica con que el autor nos regala las páginas de una pequeña obra maestra”. Esa pericia está en el orden de los hechos de esta novela, en las secuencias marcadas para que cada lector sepa dónde se ubica cada uno de sus pasos; aunque, desde luego, nos lleva de la mano por una descomunal ironía. Sólo un creador nato puede cuestionar la realidad que plantea, con visos de novela negra. Homero nos conduce —poco a poco— de los pormenores de un crimen por demás cruel y horroroso, a un acto de justicia comunitaria. Benito Rodríguez, la víctima, es un niño de 30 años. Sencillo e inocente, como todos los niños. ¿Quién osaría matarlo, con saña y alevosía? Tendría que ser un ser desalmado. Maligno como ninguno, en el seno de un pueblo tranquilo, que hace honor a la Santísima Trinidad. Sin embargo, Homero nos dice: “La aparente calma del pueblo se rompió abriendo la puerta del resentimiento colectivo que buscaba estallar para disiparse”. Los viejos tienen un poderoso aliado para ejecutar su venganza; cuentan, además, con uno de los sicarios más experimentados, que en sus buenos tiempos había estado al servicio de Roberto Suárez Gómez, el rey de la cocaína.

Ahora veamos cómo Homero nos muestra al asesino: “El pescador, Francisco Noé Maturana, un hombre de 50 años, descendiente de los indígenas mojeños de la zona, confesó que ese sábado él llegó a su canoa para navegar río abajo y pescar algo para comer esa noche, pues era su cumpleaños, y se encontró con ese joven que parecía no hacer caso a su pedido de que desocupara la embarcación. Fue subiendo el tono de voz, ordenándole que se vaya y nada, el muchacho tenía la mirada extraviada, parecía borracho o drogado y no le hacía caso, así que lo zamarreó con tan mala suerte que el muchacho cayó al agua y se agarró de la canoa”. Le golpea los dedos para que suelte su barca. El muchacho cae… En fin, ése es el comienzo del desenlace que, por tratarse de una obra de trama policial, no puedo revelárselos; le quitaría el sabor de algo que no siempre es insólito, aunque sí paradójico. Sólo nos cabe presenciar la reacción del hombre masa. Pero… aquí cabe un pero. ¿Qué quiere decirnos Homero con esta su novela, que más parece ser una parábola?

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De LOS TIEMPOS, 02/10/2017

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