Tuesday, January 31, 2017

Echeverría, de Martín Caparrós

PABLO POTENZA

Aunque no nos proponga elegir entre la lectura lineal o la salteada, Echeverría, el libro más reciente de Martín Caparrós, trae aquel lejano eco cortazariano en las dos tramas que lo componen. Una cuenta la vida del poeta romántico en siete capítulos que remiten a algunos episodios clave de su biografía (el regreso del viaje iniciático a Europa, la gloria con la publicación de La cautiva) y dan lugar a la construcción de un personaje de ficción. La otra cierra cada uno de esos episodios por medio de dos apartados: “Entonces” y “Problemas”. El primero de estos apartados repone ciertas fuentes documentales (cartas, fragmentos literarios o políticos); en el segundo, el narrador ensaya hipótesis sobre cuestiones historiográficas y sobre el escritor devenido intelectual, al mismo tiempo que construye su propia figura de autor y teje las relaciones entre aquel pasado de mediados del siglo XIX y este presente.

Aquella época, la de la fundación del país, de la política y de la literatura, se piensa como un tiempo similar al actual porque la Argentina nunca parece cambiar: es la promesa, lo que podría haber sido y no fue. El fracaso, entonces, guía el punto de vista (“nuestro fracaso sin fisuras”), tanto para el héroe romántico que viene de la nada y termina en la nada —silencio, exilio y muerte— como para el autor, que no gratuitamente incluye como cierre del libro su marca de escritura desplazada: “Barcelona, Madrid, 2015”. Por lo tanto, aunque Caparrós parece seguir una poderosa tradición literaria que dice que la literatura argentina es política (“Escribir en argentino, sea eso lo que sea, es pura política”), al mismo tiempo se corre de ella y, contemporáneo, adscribe a las llamadas literaturas del yo: esas en las que ningún autor puede dejar de hablar de sí mismo (“Después, durante todos estos meses, traté de rechazar las semejanzas: escribís, me decía varias veces cada tarde, sobre Echeverría”).

Buscando a Echeverría, Caparrós parte de los pocos datos biográficos conocidos y los condensa en episodios. A la vez, recurre a la expansión para desplegar el relato como si el esqueleto de la anécdota se pudiera rellenar ilimitadamente y así comprender qué y cómo pensaba y sentía Echeverría, cuáles eran sus certezas y sus dudas, sus valentías y sus miserias. En ese punto es fundamental el lenguaje, la reescritura, la repetición y la contradicción: “agarra su pistola y se la apoya contra la sien derecha, tembloroso: que agarra su pistola y se la aplica al cerebro, dirá: tomé mi pistola, apliquémela al cerebro, dirá”; “Piensa que debería disfrutarlo, piensa que no debería disfrutarlo”. La frase, manipulada hasta la saturación, al principio sorprende, pero por momentos el excesivo lujo técnico se convierte en puro juego verbal.

¿Por qué Echeverría en este momento? Dice el narrador del poeta: “se ha convencido de que un escritor —él como escritor— puede hacer algo importante por su patria”. ¿Será que Caparrós, en tanto escritor, también quiere hacer algo por su patria? ¿Será que la literatura tiene todavía ese espacio y que la vida de Echeverría permite aprovecharlo? Dos tramas en anverso y reverso que se muestran a la par: el libro Echeverría también podría haberse llamado Caparrós.

Martín Caparrós, Echeverría, Anagrama, 2016, 376 págs.

__
De OTRA PARTE, 26/01/2017


Imagen: Esteban Echeverría

Monday, January 30, 2017

Juan de Recacoechea

CHRISTIAN JIMÉNEZ KANAHUATY

Hay una palabra que lo describiría: libertad. Y otra más: independiente. Juan de Recacoechea, quien falleció la noche de este jueves a sus 81 años en La Paz, era sin duda un hombre que buscaba más que la perfección, la sensibilidad y la descripción gráfica de emociones y paisajes.

Era capaz de armar diálogos intensos y creíbles a través de sus personajes que siempre estaban anclados a la tierra y eran además, fervientes activistas de vivir la vida hasta el límite. Buscadores de la felicidad. Y él mismo así lo era. Un hombre que podía reírse de todos mientras se reía también de sí mismo. Un escritor de verdad. Uno de los infaltables en cualquiera de los diccionarios sobre literatura boliviana que se hayan escrito o se escriban en el futuro.

Él fue uno de los tres que mejor narró La Paz, el otro es Saenz, y el otro, por más que se lo olvide es Bascopé Aspiazu. Recacoechea merece todos los honores. Merece ser leído.

Dos novelas
“Fin de semana” (1977) y “Altiplano express” (primera edición Alfaguara, 2000) son novelas que han sido opacadas por “American Visa” y sin embargo, en ellas están conjugadas unas formas únicas de retratar el poder, la religión, el viaje iniciático y el placer sensual del amor y el sexo. En ellas el autor ha tratado de jugar con los mitos más importantes que tenemos como humanidad: el viaje como descubrimiento de otros territorios, pero también, el viaje como recorrido interior.

Ambas novelas forman parte de una búsqueda por saber quién mueve los hilos del destino. Y al hacerlo, plantea interrogantes que como pesquisas policiales hablan y sugieren zonas oscuras de nuestra historia, de nuestras ganas de pertenecer a otro lugar y de cómo el sexo se revela más ambiguo de lo esperado y es un fuego que convierte el mismo cuerpo en una nueva experiencia. Así, esta narrativa nos ha mostrado que Bolivia no es un páramo solitario, sino que vive en el éxtasis y en la revolución. En la vida y en su celebración. En la risa y en la frase inteligente. La Bolivia de Recacoechea es una Bolivia festiva y a punto, siempre de ser descubierta aunque se la esté mirando desde la distancia europea o desde un tren en mitad del altiplano.

__
De LOS TIEMPOS, 30/01/2017


Sobre la eliminación del español en la web de la Casa Blanca

EMILIO LOSADA

"¿Lo de eliminar el español de la web de la Casa Blanca…? Un 'made in' más de nuestro flamante Comandante en Jefe, punto. ¿De verdad procede el nuevo alboroto mediático? Insidiosamente mancillada la dignidad de toda esa panda de parásitos 'beaners' o de las mujeres (éstas de toda procedencia y estrato social, ecuánime el tipo en este aspecto, a la primera de cambio te ponen el coño en la mano y ya la tienes liada y tal, al Comandante en Jefe lo que es del Comandante en Jefe), el nuevo oprobio contra aquellos detestables cuarenta millones de incómodos conciudadanos forma parte del paquete. Un clásico lo de putear la lengua vernácula, se lo digan a muchos de los oriundos, demasiados a su pesar, del país que hace quinientos años del ala la impuso allende los mares no hace falta recordar cómo. Por cierto que este idiomilla a proscribir en los 'Iusei' cuenta en su haber con un palabro cuya brusquedad sonora no sé a ustedes, pero a la hora de calificar al nuevo inquilino a un servidor se le antoja muchísimo más lacerante que el equivalente gringo: empieza por hijo y acaba por puta." 


2017

Sunday, January 29, 2017

Rarezas filatélicas

PABLO CINGOLANI

Heredé de mi padre una colección de estampillas. No sólo la cuidé, sino que la alimenté, la agrandé, la honré como se debía. Gracias, Pa, por el legado.

De muy niño, asistía al mítico ombú del Parque Rivadavia –centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires y donde se yergue una estatua ecuestre a Simón Bolívar-  donde viejos filatelistas, al amparo de la centenaria sombra vegetal y meta pucho y mate, intercambian estampillas de todo el planeta. Luego adolescente, ya conocía algún que otro escaparate –en el centro histórico de la ciudad- especializado en el tema, digamos la “filatelia científica” (y de mercado) y allí, además de sellos, adquiría lupas, álbumes, libros, conocimiento y sofisticación en el asunto.

Entre mis amigos y compañeros, era conocida mi afición, tanto que conservo una edición especial de estampillas, impresas en ocasión de la realización del último Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes realizado en la ex URSS, en 1985.

Son un recuerdo de un mundo desaparecido: el socialismo real, la mayor potencia no capitalista de la historia y los encuentros de solidaridad en medio de la guerra fría. Los sellos son alegres y ecuménicos: dibujos naif de rostros asiáticos, africanos, negros y blancos, saludando a la paz y la amistad por un mundo unido frente al imperialismo. Juan F. me los trajo desde Moscú, como consuelo, ya que los rusos sólo pagaron un pasaje a nuestra fuerza política, y quien suscribe, no pudo concurrir, aunque estaba previamente invitado.

Bolivia fue un grato renacer de mi pasión filatélica: en La Paz, en el antiguo edificio del correo, ubicado en la calle Ayacucho (donde ahora funciona el ministerio de culturas), podías negociar, amablemente con sus funcionarios, las estampillas que querías comprar para franquear tu correspondencia. Muchas de ellas, a través de las cartas que enviaba a mi madre, me las enviaba, en definitiva, a mí mismo, ya que ella luego me entregaba los sobres y yo recuperaba las estampillas selladas –que son siempre más valiosas, que las no utilizadas.

En un mundo dominado, forzado, al uso del correo electrónico, el franqueo de cartas manuscritas (o escritas a máquina, no seré escueto) con estampillas coladas en los sobres, ha muerto.


Ahora que lo escribo, siento el olor acre del pegamento que invadía placenteramente tu boca cuando colabas los sellos. Siempre los pegué así: usando mi lengua, no sólo mis dedos. La correspondencia era, como anotaba Piglia en su Respiración Artificial -anoto de memoria-, una especia de intrépida apuesta al futuro. Pero era también un acto personal, personalísimo, hasta donde tu saliva entraba en juego. Vos no solamente enviabas palabras escritas en un papel (¡el papel carta, tan delicado, tan exquisito!) dentro de un sobre, sino que las sellabas con tu propio cuerpo, con tus propios fluidos corporales.

Ante tanta eclosión tecnológica, hace años o décadas que abandoné el “filatelismo” activo. Me quedan un par de álbumes perdidos en la biblioteca, que atesoro con cariño. Son recuerdos de más mundos desaparecidos: ese donde te sentabas a escribir, de verdad, un texto con forma de carta. Ese donde, si tenías demasiadas tachaduras en la misiva, volvías a pasar en limpio ese texto. De ahí, el género epistolar, cuyo cultivo era, en general, un atributo de millones y millones de personas que jamás pensaron en la literatura como tal pero que, en sus cartas, la estaban ejerciendo. De ahí que, con el mismo fervor, conservo muchas cartas que me enviaron –mis padres, amigos, hasta compañeros de la escuela y desconocidos- y sentirlas cerca, durmiendo en alguna caja (dentro de algún baño de la casa: uso también los baños como biblioteca), me hacen sentir bien, protegido, frente a la avalancha cibernética que está arrasando con todo: con el lenguaje, con la belleza, con nuestra alma colectiva, en suma.

No importa: si las cartas ya están echadas, cada cual sabrá cual debe jugar, y ni nostalgia ni modernidad ni nada. Simplemente, diré: había una rara felicidad que se conjugaba en el hecho de escribir y enviar una carta, lo mismo que recibirla y leerla. Parte de esa felicidad, está condensada en los sellos postales, en las estampillas, reliquias de mundos que pretenden ser olvidados. Ya que estamos embarcados, anotaré algunas raras, mías o que el tiempo ya legó a los arqueólogos urbanos.

Hablé de estampillas soviéticas, socialistas. Una contraparte. Tengo dos colecciones de estampillas paraguayas. Una de cuando gobernaba el eterno Stroessner y otra, del Paraguay democrático. No recuerdo –y lo lamento, en verdad- quién me obsequió los sellos democráticos que son, aclaro, genuinamente de colección, ya que llevan el sello del primer día de emisión.

Apunto, disgrego con levedad: la filatelia, como todo en este mundo, son también un negocio, diríamos: un negocio suave. ¿No recuerdan esa magistral película argentina titulada Nueve Reinas donde actúan Darín –el mejor Darín- y Gastón Pauls? Su trama discurre sobre la venta (clandestina e hilarantemente hamposa) de unas estampillas muy valiosas –un pliego de nueve ejemplares estampado con la figura de alguna monarca, de ahí el nombre. No fueron ni son hasta hoy un negocio millonario –como son los mapas, por asociarlas con algo que es tan artístico y connotado como son los sellos postales- pero que mueven dinero, lo mueven. De ahí que hay muchos países (o colonias) como Malta o Gibraltar que emiten sellos postales como parte de los nutrientes de ese mercado filatélico que atrae y atrapa a coleccionistas, ladrones (como en la peli) y gente que ama la historia y la belleza. Paraguay es otro de esos países.

La colección democrática del Correo Paraguayo, emitida el año 2003, se presenta así: “Los primeros sellos paraguayos aquí ilustrados aparecen en agosto de 1870 y ostentan los valores de uno, dos y tres reales, signo monetario vigente en la época. [NdelR: los sellos, efectivamente, están impresos en el dossier de presentación de la colección aludida]. Continúa, y esto es importante: “A más de 130 años de la aparición de aquel primer sello –el león heráldico- la filatelia paraguaya no descuida la divulgación de los altos valores nacionales así como las expresiones de las más importantes manifestaciones culturales y de la riqueza de su tierra”. Toda una declaración de principios.

Pero más aún es este párrafo, que ennoblece al coleccionismo filatélico, y al Paraguay entero. Dice el catálogo: “Bajo el gobierno de Carlos Antonio López, primer presidente constitucional paraguayo (1844), creador y organizador de los servicios públicos, se hicieron los esbozos de los primeros sellos que no llegaron a emitirse”. Estos, los leoninos, vieron la luz después de la llamada Guerra de la Triple Alianza, donde se inmoló el hijo de Carlos, Francisco Solano López, y la mitad de un pueblo heroico, singular, inspirador como pocos.

No pudo imprimir los primeros sellos pero, hay que decirlo, Carlos Antonio López, mientras el resto de nuestros “paisitos”, al decir de Artigas, se desangraba en guerras intestinas, fue el pionero y forjador en Latinoamérica del primer país con ferrocarriles, flota mercante, arsenales y la famosa fundición de hierro de Ybycuí. Por eso los poderes imperiales y sus aliados cipayos le hicieron la guerra a ese Paraguay, a su Paraguay, desangrando a un pueblo entero. Luego, los vencedores emitieron en sintonía con su desarraigo, el primer sello con la imagen alienada –en el país de los jaguares- de un león.

Al grano. Mi colección democrática de sellos paraguayos –fecha de emisión: 9 de junio de 2003, ¿quién me los trajo desde allí? Sigo sin recordarlo y me abruma bastante haberlo olvidado, soy un ingrato- incluye una serie de sellos “estrella” valorando la avifuana tropical de la nación guaraní, específicamente sus loros, todos delicadamente verdes y dibujados como los hubiera dibujado un Pedro de Angelis o un Martín de Moussy (no figura el nombre del dibujante en los sellos, error queridos hermanos paraguayos). Anoto algunos de ellos: el loro hablador, el maracaná de ala roja, la cotorrita. En cada caso, se incluye su nombre en idioma guaraní y su denominación científica.

A la vez, hay un pliego con sellos diversos: una triada de ellos conmemoran el cuadragésimo quinto aniversario de las relaciones diplomáticas entre Paraguay y la República de China. Traducido: Taiwán. Flanqueando una imagen del Centro Cultural Chiang Kai-shek de la capital Taipei, hay dos sellos con fotos de árboles emblemáticos de cada país: a la izquierda, las flores del lapacho (rojo y amarillo, en guaraní: Taji Poty) y, a la derecha, flores de ciruelo (morado y blanco) de la isla china.

Recuerdo una conversación que tuve con Rogelio García Lupo (Q.E.P.D.), uno de los más brillantes periodistas de investigación de la historia mundial, en un café de la Avenida de Mayo, en el Buenos Aires neoliberal y “convertivilizado” a dólar de los noventa: quería explorar una de sus graves denuncias. La existencia de un grupo empresarial supra territorial denunciado por él y denominado GEICOS –Grupo Empresarial de Integración del Centro Oeste Sudamericano.

Recuerdo que, a raíz de las denuncias de “Pajarito” García Lupo, estando yo en Bolivia –una de las cuatro patas del grupo económico que incluía también al NOA argentino, el Norte Grande chileno y el Paraguay, aún en manos de Alfredo Stroessner. En Bolivia, el epicentro no era otro que Santa Cruz de la Sierra- , quise publicar un artículo sobre el tema en una revista local y, amablemente (dentro de un ascensor, me acuerdo como si fuera hoy), el director de la publicación me pidió, me clamó, que ni siquiera lo presentara al jefe de redacción para su consideración (el jefe de redacción, en sus juventudes, había sido trotskista, en la Universidad de La Plata, en los setenta, donde había acudido a estudiar economía política). Hablo del año 88. Año duro. Justo aparecieron por aquí los llamados “narco videos” y el propietario del medio donde publicaba –es más: estaba formalmente a cargo de la sección de internacionales de la revista y me pagaban 250 dólares al mes, lo cual, para mí, era un reverenda fortuna-, era, a la vez, el concesionario boliviano de algo fundamental para muchos menesteres: los holandeses aviones Fokker.

Dije: me acuerdo como si fuera hoy. Digo: la escena del ascensor. La anoto: en ese espacio estrecho que son los ascensores, todos los ascensores, mientras bajábamos, le comenté a X. que estaba preparando una nota sobre el dichoso grupo GEICOS. Él se puso blanco. Como si hubiera escuchado la voz del oráculo o una maldición. Me disparó: ¿y vos de dónde conoces eso? Le respondí, mientras seguíamos descendiendo, Illimani abajo: las denuncias de un periodista argentino, el maestro Rogelio García Lupo. Nervioso estaba: Te pido, por favor, que no lo publiques, ni siquiera se la presentes a Javier (el jefe de redacción). Yo, 24 años, quería saber (ahora, a veces, quiero saber; otras veces, me importa un carajo). Le pregunté el porqué. Me explicó, y la verdad: se lo sigo agradeciendo. Dijo: yo les vendo Fokkers a todos esos tipos. Insistí, en mi arrogancia: che, ¿pero son o no son narcos todos esos señores? X, en la puerta del ascensor, allá afuera se divisaban los coches que transitaban por la Avenida Arce, me respondió: yo sólo les vendo Fokkers, ¿te quedó claro? Alguien dirá: ¿y la ética periodística? No sé: yo siempre fui un militante.

Cuando le contaba a Pajarito esta historia, se cagaba de risa, mientras tomábamos el noveno café de la tarde, fumando el décimo octavo cigarrillo. ¡Son todos narcotraficantes!, me decía mientras se reía, calmado. Y hablamos de la (por llamarla así) “conexión taiwanesa”. Eso era lo que yo quería hablar con él. ¿Por qué me recuerdo de todo esto hablando de filatelia paraguaya? Porque había leído en un libro de García Lupo que esa amistad –que conmemora el sello postal que tengo conmigo, y que no recuerdo, pucha, quién me lo entregó-  paraguayo-taiwanesa, forjada por la CIA y su agente supremo en la nación del Guayrá, el excelentísimo y generalísimo Alfredo Stroessner Matiauda, era la que había erguido el único monumento a Chiang Kai-Shek fuera de la isla –en Asunción, ¿seguirá ahí?- y, además, había introducido en Sudamérica el cultivo de amapola –materia prima de la heroína-, mucho antes de cualquier otra denuncia de su existencia, en Colombia, ya en el marco de la política imperialista de asociar narco con guerrillas, en el llamado “narco-terrorismo”.

Todo es verdad, Pablo, me afirmó el sentencioso setentoso (por la edad) Rogelio García Lupo. Los taiwaneses, prosiguió, son tan anti comunistas y tan odiadores de Mao y sus seguidores, que están ensayando una nueva Guerra del Opio, como la que les hicieron a los chinos, a ellos mismos, los ingleses en el siglo XIX. Pregunté: pero, hermano, ¿por qué en el continente de la cocaína, la CIA, la DEA, todos esos hijos de puta que vos has denunciado siempre, meten amapola en el corazón de América? ¿No es contradictorio?

No –me respondió tajante RGL mientras sorbíamos el onceavo café y el treintavo cigarrillo (rubios, los dos). Eran los días cuando Pablo Escobar Gaviria no sólo era el rey absoluto de la fabricación de cocaína, sino que estaba invadiendo los mismísimos EE.UU. para ser el rey del mercado de la droga. Anoto, disgrego también con levedad. La tercera invasión a USA. La primera: las huestes navales de Bolívar a las islas y playas de La Florida. La segunda: el inmortal y decidido de Pancho Villa, mejicano de huevos, no como este señor encubridor de 43 asesinatos de jóvenes estudiantes de magisterio de Ayotzinapa, ¿cómo se llama? Ah, sí, Peña Nieto…Ah, ¿y un tal Trump? ¿Les suena? Y un muro o algo de eso. Fin de la digresión.

No –me respondió tajante RGL mientras sorbíamos el doceavo café y el treinta y un primer cigarrillo (rubios, los dos). La CIA es la CIA y, como Dios, está en todas partes pero atiende en Washington –se rió, de su propio chiste- y a la CIA, que es la CIA, le da lo mismo la merca que la heroína, le da lo mismo Stroessner que un gobierno democrático. El asunto es el control del mundo. Ahora que se acabó la URSS –remember mis estampillas del Festival Mundial de la Juventud, Moscú forever, Moscú no cree en lágrimas, 1985-, van por los chinos, sentenció Pajarito, profético, lucidísimo. Esos años, la China roja, ya tenía un sello (ya que hablamos de estampillas), un nombre, una marca: Deng Xio Ping. El artífice de volver al monstruo argoniano comunista de la China maoísta en una bestia unidireccional: la China capitalista, bajo el férreo control político del mismo PCCh. Todo un milagro (cristiano) y ningún cuento (chino). Ah, ¿y un tal Trump? ¿Les suena? Y una guerra comercial o algo de eso. Fin del fin de la digresión.

El resto de la colección paraguaya de estampillas “democráticas” la completan una con una foto de la flor de mburucuyá, la fruta de la pasión,  y dos en homenaje al centenario del nacimiento de Josefina Plá, la musa del Paraguay. Esta poeta, Ella, la Diosa Blanca a lo Graves,  Josefina del alma de nuestros pueblos, que escribió: “Caminito escondido/ Caminito escondido/ que te embozas en sombra/ y con grama te alfombras,/y al silencio haces nido:/ Caminito escondido:/ eres humilde y breve,/y tu surco es muy leve/ entre el bosque tupido”.

Dirán huevadas de Plá (y de mí) los “poetas” de la vanguardia: yo me quedo con ella, y con Martí, con María Elena Walsh, con la Gabriela Mistral: con los que sintieron que a nuestro corazón había que suturarlo y engrandecerlo desde esa infancia artística que nos negó el colonialismo que nos condenó a la mina y a la hacienda, al sufrimiento y a la locura, para volvernos adultos, a la fuerza y a palos, desde pequeños. Los pueblos que abandonan su edad primera, su virtud, su frescura, su inocencia y su gracia, están condenados a desaparecer porque han descreído de lo mejor de nuestra especie: esa magia, indomable, llamada niñez.

¡Humildes y breves! ¡Bravo Josefina! Así vamos a triunfar: cuando seamos todos, humildes y breves, como el camino escondido en la selva. Ese es el valor que nos negamos a rescatar, que nos atemoriza asumir, que nos olvidamos de recuperar. Nosotros, como vos, los sudamericanos, los latinoamericanos, los últimos niños del mundo, al único muro que debiésemos enfrentar es al que nos separa a nosotros de nosotros mismos, de nuestros ríos, de nuestras montañas, de nuestras sangres, de nuestras pieles, de nuestros mártires, de nuestra esencia.

El día que dejemos de mirar al norte, a la decrepitud asfixiante, de mirar más allá de nuestras llanuras y nuestras cordilleras, el día que decidamos de corazón vernos sólo en nuestro espejo –nuestro rostro niño, indio, moreno, negro, antillano, cimarrón, criollo, andino, gaucho, cerriles, aislados, nuestro-, ese día, ese señalado día, dejaremos de temer y nos dejaremos de joder con tanta hipocresía y tanta vergüenza que nos procuramos, lacerados, heridas que se perpetuán en el tiempo, por nosotros mismos.

Este es un texto sobre filatelia, así que vuelvo al cauce inicial.

Sobre mis estampillas soviéticas, diré algo más: otro asistente al Festival Mundial de la Juventud, además del compañero que me trajo los sellos, en otra de sus versiones, fue el mismísimo Javier Heraud, el poeta y guerrillero peruano, que humilde y breve, como ninguno y como quería Josefina Plá, hizo su caminito, su camino, nuestro camino en el bosque, en la selva.

De la dictadura del general Stroessner, para completar lo anotado sobre la filatelia paraguaya, tengo una colección magnífica de estampillas con dibujos de naves y barcos que participaron de un hecho fundacional y que también hay que reivindicar, porque no somos mezquinos ni menos ignorantes, aunque muchos nos crean así: conmemoran el segundo centenario de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, hecho sucedido en 1776. En medio del horror del Plan Cóndor, Paraguay lanzaba esas estampillas al mundo: puro negocio y puro aparataje de la CIA (y sus socios taiwaneses)

Sin embargo, filatélica, política, selvícola, infantil y armoniosamente, queda algo más que decir: esas estampillas, más allá de toda circunstancia deleznable, afirman un hecho fundamental: cuando, por primera vez, constitucionalmente, se instauró el derecho a la felicidad que tenían, tenemos, todos los seres humanos. Jefferson, Franklin, George Washington.

Los ecos de ese deseo infinito, perpetuo y omnipresente, llegaron, en ese momento clave de la historia humana, desde el norte hacia el sur, hasta los oídos de un tal José Gabriel Condorcanqui –un tal Túpac Amaru- y allí empezó una nueva historia, la nuestra, la historia de nuestra rebeldía, la historia por ser –como los americanos del norte-, una vez más, nosotros mismos.

¡Gracias Pa, por tus estampillas! Dijo el poeta: hay otros mundos pero todos, todos, están en este mundo. (Paul Eluard)

Río Abajo, 29 de enero de 2017


Post scriptum: salgo afuera a tomar aire, tanto aire como pueda para terminar de corregir y cerrar y despedir este texto. Mientras subo hacia la carretera, el sol cayendo a pico, hachazos a tu cerebelo en medio de las montañas, empiezo a escuchar, a lo lejos, los acordes de algo así como la marcha triunfal de Aida en ritmo de huayno. Cuando termino de trepar, los veo. Son doscientos indios viniendo hacía a mí. Las trompetas siguen sonando, Veo a la distancia, los veo venir: es un entierro. Los espero: la curiosidad me pica como un tábano, quiero saber quién es el muerto, despedido por la mitad de la población de Jupapina, el lugar donde vivo. Las mujeres, con sus polleras, de cholas rebeldes. Los hombres, con sus trajes negros: a uno de ellos, le pregunto por el occiso. Me responde: es uno de los hermanos del templo. Agrega: estamos yendo a enterrarlo al cementerio. Debo anotar: el cementerio de Jupapina –del cual la Carolina sacó unas fotos bellísimas- es como quería Josefina: es humilde y es breve. No hay muchos muertos en la comarca, aún –la mayoría- queremos vivir. Y debo agregar: el cementerio, por lo visto, es mixto. Es para los evangélicos y también para los católicos. Y acaso también para algún borracho que perdió la fe. Y pienso: en este entierro que veo pasar, tan alegre –nadie lloraba, decía Cazuza, y él sabía de qué se trataba muriéndose de SIDA, ¿para qué llorar con las despedidas?-, tan autóctonamente nuestro: he ahí el espejo. Y me vuelvo a subir a la casa con las trompetas de fondo que despiden de la tierra al cielo a aquel que ha partido a esos destinos, y lo pienso a Facundo traca traca traca aproximándose en bus al Cusco –atravesando los territorios de la rebelión tupacarista- y miro el cielo celeste, celeste puro, celeste invicto, desde la ventana donde escribo, y sé, y siento, lo siento de corazón, que en buena hora, y gracias a todos los Apus, los dioses, a Dios, puedo dar por concluido este texto. Que sea en buena hora, cósmica, infantil y filatélicamente hablando. P.C.

_____
Imagen: Serie postal chilena sobre los pueblos originarios de Tierra del Fuego

Aviso de caminante...

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

...o vanitas vanitatis, o lo que gusten. Esa escena de las pulgas de Quintaou esta mañana, es la misma que se puede ver  en cientos de mercados de pulgas a donde van a parar los derribos de los últimos domicilios y por tanto algo banal, habitual... "Los libros ya no valen nada", es una de las frases que más se oyen, y la suele decir quien quiere comprarlos a pedo burra y venderlos (hipotéticamente) a doblón. Hay quien añade: "Ya nadie los quiere" "Hay que pagar para que se los lleven". Los precios de esos mercadillos suelen ser irrisorios. Libros de derribo, muchos nuevos, sin señal alguna de haber sido leídos, otros hechos trizas por las sucesivas cargas y descargas. Hay libros valiosos y libros que nada valían incluso el día que fueron puestos en la mesa de novedades. Por pura manía he rescatado una novela de Binet, que no es santo de mi devoción, nuevo; bueno, nuevo no del todo, se nota y mucho que la lectora –¿Por qué digo lectora? ¿Tal vez por el gesto medio desdeñoso de la vendedora?– se ha aburrido en la página 46, la enésima historia de las hermanas Mitfod, el Istanbul de Pamuk nuevo, poemas en Saint-John Perse en espléndida edición... Puro vicio o manía inexplicable (como todas). "Hoy no hay nada... como anunciaban lluvia", me ha dicho un habitual de los mercadillos de la zona. He asistido al derribo y desbarate de varias bibliotecas espléndidas, y creo que con ellas se ha ido la historia y la memoria de quienes las formaron... y supongo que ese es el destino que le espera a la mía. ¿Me inquieta? A ratos, porque lo veo como algo inevitable.  Mientras tanto seguiré disfrutando, al paso, de los que tengo y haciendo lo que en un catálogo he visto que llaman "ejemplar de trabajo", y que cuestan mucho menos que los gastos de envío... es decir, subrayando donde me parece conveniente, porque total para qué, y aun así no renuncio al rebusco... Perucho me decía que él aspiraba a encontrar en alguno de aquellos libros al paso, la explicación al secreto de su propia vida, por mi parte con tomarlos como salvavidas o respiraderos o ventanas o por el placer de leer, sin más, me conformo... además, ahora la memoria me juega malas pasadas. Sé también que no podré leer todos los libros que tengo, algo que le oí decir con dolor, hace más de 4o años, a un señor mayor (que vete a saber si no sería más joven de lo que yo soy ahora, en una librería de viejo de la rue Saint-Sulpice... Y hasta la próxima, claro.

__

De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 29/01/2017

Saturday, January 28, 2017

Zilong Wang and the Cosmic Tale of the White Dragon

JOHN BRANT

THE COSMIC TALE of the White Dragon Horse neither begins nor really ends when, after arriving in San Francisco at the conclusion of a 3,400-mile bike ride across America that was part bildungsroman, part research project, and part spiritual journey, Zilong Wang parks the bicycle he calls the White Dragon Horse—a Surly Long Haul Trucker—outside a Mexican grocery in the Mission District and goes inside to buy an orange. But this is, perhaps, the pivotal moment of the Cosmic Tale, or at least the most outrageous, so we'll start there.

"It was a warm day," Zilong says, "and an orange seemed like just the thing." It would be only a three-minute errand, so he didn't worry about the White Dragon Horse. He hadn't worried about it in Chicago or Salt Lake City or Omaha or in any of the scores of small towns and farm hamlets where he'd stopped during his cross-country trek, so why fret now? He draped a soft cable lock around a parking meter, went into the store, and bought his orange.

When he came out to the sidewalk, the White Dragon Horse was gone.

At that point, you or I would have barked an expletive. Indeed, Zilong admits that, "My first reaction—I wanted to punch the guy in the face."

Alone and powerless in an unfamiliar city, as he was, we next probably would have made a sputtering call to the police, relying on official, faceless channels to deliver justice. When those channels failed to deliver, we would've turned resigned and ultimately cynical, putting on a fresh layer of anger, mistrust, and fear to shield us—and separate us—from the world.

However, says Ken Rosenthal, founder of Hampshire College in Amherst, Massachusetts, Zilong's alma mater, "Zilong is. . .well, I've never met anyone quite like him."

STRICTLY SPEAKING, the Cosmic Tale of the White Dragon Horse begins without the White Dragon Horse. In the spring of 2005, in Shanghai, a high-school classmate offered for purchase a bicycle that Zilong knew, but didn't want to believe, was stolen. But the bike was such a beauty, a Giant hybrid, sleek and gleaming, unlike the mass-produced clunkers Zilong and most other citizens used to get around the thronged streets of Shanghai.

In the first years of the new century, China was maturing into the economic miracle that had begun in the last years of the old one. Zilong's mother was a physician, a radiologist who mostly stayed home after Zilong, the family's only child, was born in 1991. His father served as a manager of an enterprise that manufactured shipping containers.

"We had a comfortable apartment and I attended some of the best schools in Shanghai," Zilong says. "Education was paramount; everything was based on my getting ahead in life. During vacations we would take road trips around the country, which aroused my appetite for travel."

Zilong's parents sent him off to boarding school at the age of seven, "because they wanted me to learn to be independent and to think for myself," and brought him home at age 13, in order to more closely supervise his adolescence. It was at about this time that the classmate approached Zilong, tempting him with the suspect bicycle.

"The bike had all the signs of being stolen," Zilong says. "It was basically brand-new, and my friend was offering it at a bargain price. But I really wanted that bicycle, so I tried to pretend I didn't know where it came from. I made my friend sign a contract saying it wasn't stolen."

Zilong bought the bicycle. One summer afternoon he rode it to a public swimming pool. He locked the bike in a rack and went for a swim. When he came back out, the bike was gone. "Karma," Zilong says.

TO AVOID THE NOTORIOUS cramming and rote memorization of college-prep studies in China, Zilong's parents encouraged him to go abroad for his senior year of high school. The boy located a foreign-study program in Germany. "Every student in China is crawling over the next one to get to the US," Zilong says. "There isn't much competition for Germany."

Moreover, the teenaged Zilong was already following an alternative, individualistic path. He began each morning by hand-copying a page of a classic Chinese literary or philosophical text (a practice he continues today; when the books are completed he gives them away to friends) and finished each evening by recording his thoughts in a diary. Still, for even the most adventurous, independent-minded kid from Shanghai, spending a year in a small city in eastern Germany was tantamount to a moonwalk.

In Germany, Zilong started the personal blog he still maintains. The earliest entries are in Mandarin, but quickly shift to German. ("Not so hard a language to learn," Zilong insists.) Finished with his year in Europe, Zilong entered Hampshire College, a private liberal arts college that eschews grades in favor of interdisciplinary, experience-based learning. He wanted to study the great books, explore the big ideas, and become a well-rounded individual. On one of his first days on campus he met Earl Alderson, an instructor in the college's outdoor-education program.

"Zilong showed up at the pool to try kayaking," Alderson recalls. "He ended up going on many whitewater, rock-climbing, and backpacking trips with us. At first glance, Zilong may not come across as a physically gifted athlete, but he's open to challenges and approaches them analytically. Rolling a kayak, for instance. Most students get freaked out and freeze up while they're learning, but not Zilong. He was patient and stayed relaxed. I don't think he ever ended up in the water."

Says Jonathan Lash, the president of Hampshire College who also supervised Zilong's senior research project, "Every class he took, Zilong stood out. It might sound hackneyed, but he's one of those rare individuals with an honest, innate, unquenchable hunger to learn."

He used a bike to get around campus, but wasn't a dedicated cyclist. "I never got into cycling for its own sake," Zilong says. "I think the longest ride I ever took in college was around 20 miles." But, as graduation approached in the spring of 2013, Zilong dealt with a quiet but intense sort of intellectual crisis. After years of study, he'd grown obsessed by the scientific method and worldview. He wrote in his blog: It's as if a parasite of rationality has taken over my brain, siphoning off the vital energy and humanity. "I was having trouble sleeping. I needed a break from logic. I needed to explore the spiritual, artistic dimensions. I also needed a physical challenge and release. That's when I hit on the idea of the bike trip."

Not just any trip: Zilong resolved to ride all the way from Amherst to San Francisco, where an internship with an environmental consulting firm would begin in August. Alderson remembers that, "from a cycling perspective, Zilong wasn't near ready. But he was meticulous about his research. He read all he could about bike touring and reached out to people with experience."

Preparing for this journey makes me feel like a homo sapiens again, Zilong wrote in his blog. I need to worry about clean water, proper nutrition, where to sleep, how to stay dry in the rain, etc. How refreshing, how humbling, how necessary!

At some point, he determined that a solitary transcontinental bicycle journey wasn't challenge enough; he decided to shelter with strangers, knocking on doors and pitching his tent in backyards. And he resolved that, on the road, he would listen to recordings of seminal religious and literary texts: the Bible, the Koran, the Book of Mormon, and, on the recommendation of President Lash, Moby Dick.

Alderson helped Zilong choose his bicycle (which was paid for by an alumni supporter) and assembled it. Graduation day finally arrived. Zilong delivered the student address at commencement, giving a heartfelt, humorous talk that aroused a standing ovation. Then he turned to his journey.

During his final stage of preparation, Zilong moved out of his dorm and pitched a tent in Alderson's backyard. "Three days went by and he was still sleeping in our yard," Alderson says. "I told him, 'Z, you're never going to feel like you're completely ready. Time to get it on, bud. Don't think about riding all the way to California. Just think about each day's distance, the mile you're covering now.'"

An attorney and elder in the Mormon Church who befriended Zilong when he reached Salt Lake City, Gary Anderson, says he can understand the young man's hesitancy. "Zilong wasn't just traveling," Anderson points out. "He was on a mission, or perhaps a pilgrimage."


ON HIS FIRST NIGHT OUT, Zilong wavered on his resolution to seek shelter with strangers, pitching his tent in a vacant Boy Scout camp. He fought off clouds of mosquitoes, and when he turned on a water spigot a flood of ants poured out. "That was the worst night of the entire trip," he says. "I determined that from then on, no matter what, I'd knock on doors."

The second night, after a few refusals, a man let Zilong sleep in his horse barn. "After that it got easier," Zilong says. "Knock on enough doors, meet enough strangers, and you know how people are going to respond. You know the questions they're going to ask. But people are so sincere and curious, you never get tired of answering them."

Chris Henschen lives in Bowling Green, Ohio, and one July evening he looked out his front window just as a violent thunderstorm struck. Through a sheet of blinding rain a spectral figure appeared at the foot of the driveway: Zilong, wobbling to a stop. Henschen offered shelter on his porch, and Zilong ended up staying the night. He asked searching questions about the family's evangelical faith. He explained to Henschen, his wife, and their five children that, even though organized religion was restricted in China, people there hungered for spiritual meaning. The government, he added, permitted only one or two babies per household.

"Riding a bike across America is probably the last thing on earth I'd want to do," Henschen says. "But at the same time, I sort of admired Zilong. He was like a guy on a lawnmower. You know when you're mowing your lawn, isolated with your thoughts, you get into that speculative state of mind?"

About a week after leaving Bowling Green, Zilong pedaled into the life of Todd Sieben, a retired corn and soybean farmer and Republican state representative in Geneseo, Illinois. "The night before, Zilong had stayed with my cousin near Chicago," Sieben says. "That morning my cousin called, raving about Zilong, saying we had to put this young man up for the night. I said sure, we have plenty of room." Late in the afternoon, Zilong sent a text message. "He was behind schedule due to strong headwind," Sieben says. "He said he might not make it to us until the next day."

Sieben decided to go out and find the traveler. "I start driving east on Highway 92, and within 30 minutes there he is, this guy on a bike, riding west. I flag him down. We load his bike into the van and then he climbs in." Sieben, who has completed RAGBRAI (the annual mass ride across Iowa) three times, speculates that a more hardcore cyclist might have declined getting a lift. "But Zilong wasn't like that," he says. "He didn't have a rigid idea about what he was doing. If he needed to ride in a van for 20 miles out of 3,000-plus, what was the big deal?"

That night, Sieben and his wife hosted a barbecue at their house. "We were all much older than Zilong, and a lot more conservative," Sieben says. "But, still, none of us who were there that evening will ever forget him. Not that Zilong tried to dominate the conversation. He was as polite and respectful as could be. He had this unique take on America. He was amazed at all the stuff we accumulate. The concept of yard sales just fascinated him. He couldn't believe all the time and energy and resources Americans pour into mowing their lawns. Zilong had us laughing, but he also made us think."

THE FIGURE OF THE LONE existential traveler looms large in the American imagination. The Easy Rider or Man with No Name shows up one day to disrupt routine, challenge assumptions, fight off the rustlers, and charm the farmer's daughter. Zilong combined that role with the one from the 1970s TV show Kung Fu: the wandering Chinese monk whose spirituality stands in appealing contrast to American materialism. He learned that people are sometimes more likely to confess their deepest longings to a stranger passing through than to a life partner or other loved one.

In a blog post dated July 17, 1,500 miles into his journey, Zilong reflects on this phenomenon: So far, people have been most welcoming and generous. Every evening, someone lets me camp in their yard. Over half of the time, they let me sleep inside, often on a comfortable couch or even a bed. About a third of the time, they feed me, and send me on my way with snacks. Always, they most generously share their life stories, dreams, beliefs, and take great interest to hear my story.

With striking perspicacity, Zilong speculates on why he was "uniquely positioned" to receive such hospitality: Just imagine: If I were Black, I would be a good target for some paranoid neighborhood watch. If I were Hispanic, people might wonder if I am in the country legally. If I were Middle Eastern, I might look like a terrorist to some. If I were a white American, I wouldn't be as interesting as someone from China. If I were bigger and more muscular, I would be just a little threatening. If I were not a college graduate, with a job waiting for me, I would be less trustworthy. If I were riding a motorcycle or driving a car across the country, my requests to camp in people's backyard would not be legitimate at all. If I were a girl, I wouldn't feel comfortable staying in a stranger's home.

So, all the stars are aligned: I am a college-educated, employment-worthy, well-spoken, nonthreatening young man from Inner Mongolia, traveling across the US with an American flag on my bike.

One night he stayed with a woman whose husband had recently died suddenly of a heart attack; on another night, with a man who'd made a bad business decision and lost his family fortune. Zilong stayed with small organic farmers, and at large commercial farms that use pesticides.

"Some evenings I had just ridden 70 or 80 miles in 100-degree heat, and all I wanted to do was wash up, put some food in my belly, and lie down," Zilong says. "But then people started telling their stories. That always refreshed me."

The cycling itself proved harder than he expected. During the first few days, crossing the Berkshire Mountains in Massachusetts, he often had to dismount and push his rig uphill. Zilong kept plugging. He got used to the bike and eventually learned to love the White Dragon Horse. His muscles hardened. If he felt strong, he cranked. If he felt especially sore he would slow down or take a day off. He discovered that the trailer was unnecessary and got rid of it in Chicago. He decided he didn't need to carry a heavy lock, and mailed it back to Alderson in Amherst.

Zilong pushed west, his mind wheeling on three levels. He paid attention to the wind, weather, dip and rise of the road, and passing traffic. But he also reflected on his experiences, and he listened to the words streaming through his earbuds.
The Bible took him through the Eastern states, the Koran through the Midwest, and Moby Dick through the Great Plains and into the Rocky Mountains, the Book of Mormon through Utah and Nevada. Some passages he followed word for word. For others, the music of the sentences formed a soundtrack. At times he couldn't tell where the book ended and the road began: Listening to the story of the ocean, of whales and whaling, in the midst of huge mountains. . .The fisherman's life stories were projected onto the screen of the Rockies. Sometimes I can even see the backbone of a sperm whale emerging from the landscape of the mountains. I almost confuse where I am on this planet.

On August 21, 2013, after 74 days on the road and 73 nights spent with families and individuals who spontaneously opened their homes to him, Zilong Wang left Davis, California, and rode 65 miles west to the Bay Area city of Vallejo, where he boarded a ferry that delivered him to the terminal at the foot of Market Street in San Francisco.

"I pedaled the final mile up Market Street in wonder and bewilderment, yet calm," Zilong says. "I couldn't believe I had actually ridden all the way across America. Of course I was exhausted, but I never felt more alive."

Had the Cosmic Tale of the White Dragon Horse ended at this point, it would have made an unforgettable, inspirational bedtime fable about openness and curiosity and kindess for Zilong and, perhaps, his many hosts, to someday tell their grandchildren. But less than a week later, the White Dragon Horse disappeared.

OUTSIDE THE BODEGA, a frantic Zilong pulls out his cell phone and reports the crime to the SFPD.

"It just happened!" he tells the police. "You still might be able to catch the guy!"

The voice on the phone tells Zilong to wait where he is, that an officer will be there shortly. Ninety minutes later, Zilong is still waiting. Devastated, he walks home and tells the story to his host family.

The next day, Zilong returns to the scene of the crime. He feels puzzled and troubled. He knows this is one of the busiest blocks in San Francisco, and that, as he says, "Scores of people must have seen my bike get lifted, and apparently no one did anything to stop it." Such callousness and passivity run counter to Zilong's deepest instincts, to the character of his just-completed bicycle trip. He enters the bodega and asks to see the store's surveillance video. He studies the video, and there it is—the guy lifting the lock off the White Dragon Horse, three or four people watching. Zilong thanks the grocer and walks to the BART station at 24th and Mission, a neighborhood nexus for street people.

He approaches a man and says, "Excuse me, sir. I'm in the market for a bicycle. Might you know where I can get a deal?'"

Within two hours he has talked to a dozen sources, and his investigation has taken him two miles north to the Civic Center. He is eventually introduced to a man named Cory, who says he can hook Zilong up with whatever he wants. Zilong describes a touring bike, one much like his, they exchange phone numbers, and Cory tells him to return tomorrow.

Zilong relays the phone number, along with the other intelligence he'd gathered, to the police department, but by the responses and feedback he receives he accepts that there is almost no chance of recovering the White Dragon Horse.

The loss is greater than the bike. If, as he's always believed, the stolen bicycle he'd bought back in Shanghai was taken from him as some sort of cosmic retribution, what does it mean that he's now also lost the White Dragon Horse—the honestly acquired engine of his transformation and his great understanding and appreciation of so much of life, knowledge, and America? Is this really, he thinks, how the Cosmic Tale of the White Dragon Horse was supposed to end? And, if so, what to make of it? What is the lesson?

ON THE EVENING a thief lifted the soft-cable lock off the White Dragon Horse, Vanessa Christie was finishing up a day at the office about a mile away. Christie, 31, works as a marketing manager for Timbuk2, the bike-messenger-bag maker, at the company's headquarters in San Francisco's Mission District. She climbed aboard her commuting bike and rode off to meet some friends for a drink. She noticed a man riding a bicycle on the sidewalk, moving against traffic.

"Something looked wrong about the picture," she says. "Everything looked wrong about it."

The man was dressed raggedly, not like a touring cyclist the bike was obviously suited for, and the frame was much too big for him. In fact, he was sitting on the tube instead of the saddle. "It was a full-on touring bike with big-ass racks and a soft lock chain wrapped around it," Christie says. "But if I hadn't known bikes, I probably wouldn't have noticed."

Fortunately, Christie did know bikes—she commutes, tours, races cyclocross, and helps manage a website connecting bike travelers with places to stay in the Bay Area—and since moving to San Francisco two of her own bicycles had been stolen. "I realized that right about now, and somewhere pretty close, the bike's rightful owner would be panicking."

She decided to trail the man at a distance for a block or two. Soon, he pulled into an alcove of an apartment building. Surprising herself, Christie confronted him.

"My heart was booming," she says. "I had no proof that the bike was stolen. I couldn't flat-out accuse the guy. But I could make him think."

Excuse me, sir. That's a very cool bike. Where did you get it?

"To be honest, if he'd been bigger, I would have played it differently," Christie says. "But if it came down to it, I thought I could hold my own against him."

She took out her cell phone and told the man she was going to call the police. He made a move to bolt, but Christie jammed the front wheel of her bike against the doorway. "Dude—that's not your bike!"

They briefly locked eyes. Out of nowhere, a name came to Christie's mind, and she said, That's Paul's bike!

"Who was Paul?" Christie asks, laughing. "I have no idea. But somehow, that broke the spell."

He let go of the bike and vanished into the street. "It took me a minute to calm down," Christie says. "My heart was rocketing. I can't tell you how out of character that whole episode was for me. I'm not an especially brave person. Also, I'm not into moonbeam stuff, but that whole time, I felt like something outside of me was in control."

She rolled the stolen bike back to her office, locked it inside, then rode on to meet her friends.

The next morning, Christie's boss at Timbuk2 posted a photo of the White Dragon Horse, along with a summary of how it landed at his office, on the company's Facebook page. The posting was tweeted and retweeted among the San Francisco bicycling community, eventually reaching the screen of Officer Matt Friedman, who'd established an anti-bike-theft website and Twitter account for the SFPD. Friedman matched the photo with the detailed crime report Zilong had filed the day before. That afternoon, Friedman e-mailed a link to the Facebook posting to Zilong.

Less than 48 hours after the White Dragon Horse had been stolen, Zilong arrived at the police station to retrieve it. He told Christie, "You've restored my faith in humanity."

IN THE ANNALS of long bicycle treks, by any objective measure, Zilong Wang's journey would fall pretty far down the list. He didn't set a speed record, didn't blaze a new trail, and didn't meet his own true love; Zilong didn't even decide to write a screenplay or a book proposal about his adventures. That's probably for the best. For all the magic of his crossing, for all the cosmic connections that were forged, there was little conventional drama—no fights, no violence, no steamy love scenes. Just a young man pedaling a bicycle all day and talking quietly to people in the evening. The single act of heroism occurred offstage, after the main action, performed by a supporting character. And yet, because of his modesty, not in spite of it, Zilong Wang's journey seems more fable than narrative. With little previous experience on a bike, he pedaled into cycling's heart. Raised on no religion, he somehow found America's soul.

One day in the midst of his journey, as he crossed the high tableland of eastern Colorado, the White Dragon Horse lifted abruptly off the asphalt. A moment later, Zilong came to consciousness, lying in a roadside ditch. Had he been hit by a rogue gust of wind, by Queequeg's harpoon, or by the hand of Yahweh? Would he ever find the answer to these questions?

Zilong rose, righted his bicycle, and continued pedaling west.

__
De BICYCLING, 28/10/2015 

Ancestros

JORGE MUZAM

Elucubro sobre las peculiaridades de mi estirpe. A mi árbol genealógico lo envuelve una neblina azul de baja altura. Es poco lo que logra verse más allá de mí mismo. Mis tatarabuelos maternos fueron comerciantes. Murieron jóvenes, asaltados en un camino de Arauco. Mi bisabuela Felicinda Carrasco también murió muy joven, dejando hijos pequeños y a mi abuela Rosa Amalia Silva Carrasco, de apenas cuatro años, medio huérfana de protección y cariño. Mi bisabuelo fue policía (paco en esos años) en la misma zona del carbón, pero desconozco su principio y su fin. 

Mi abuela Rosa Amalia nació en 1925 en Arauco. Tuvo una vida dura de miseria y abuso. Trece hijos, dos matrimonios, intentó dedicarse al comercio, fue comunista de corazón, anti videlista, anti pinochetista, pro nerudiana, allendista, ayudó a muchos perseguidos durante la caza anticomunista de González Videla. Declamadora de poesía, tejedora, gastrónoma, analista política, lectora voraz. Hizo bellas arpilleras y escribió poemas socialistas, de amor y trinchera. Siempre digna, incansable, bien presentada, orgullosa, cabeza en alto. Falleció un caluroso día de enero de 2016, hace justo un año. Fue mi segunda madre. De ella heredé una altivez que muchos no me perdonan. Cierta intransigencia ante la injusticia social, ante las oligarquías abusadoras, y un carácter de hierro suavizado por mi  amabilidad diplomática.

Escribo bajo un cielo cubierto de humo. Las comunicaciones están cortadas. Aparentemente se han quemado muchas torres de telefonía e internet. Café y Chopin. Camionetas raudas con brigadistas que van a combatir el incendio del cerro Alico. El café no está tan malo. Invierto en café y vino, malcrío mi mente, el resto es deshecho, reciclaje, lo que sale, poco me importa. Pienso construir una biblioteca de hobbit con libros viejos. Mi último rincón. Cerca de donde caen las encinas de abril.

Sanguíneamente provengo del primer matrimonio de mi abuela. Mi abuelo Wenceslao Zambrano fue comerciante, trocador, conchencho, en un tierra salvaje plagada de asaltantes y saqueadores. Murió joven, en 1955, mi madre tenía cuatro años, pero recuerda su rostro curtido de macho de mil batallas, sus caricias paternales, su voz suave, los rulitos oscuros que ella heredó.

Mi abuelastro Ramón Enrique Ortiz Riquelme, segundo esposo de mi abuela, debo hablar de él, porque representó una poderosa figura paternal en mi vida. Por mimetización de carácter y costumbres, de anhelos, manías y gustos, debo tener mucho de él. Rectitud de conducta, vivacidad intelectual, humor negro, amor por el conocimiento, locura por los libros. Fue un policía respetado y temido, porque leía muchas novelas policiales, y gustaba de llevar a la práctica tales conocimientos. Atrapó  abundantes malhechores, desenmadejó entuertos mafiosos, siguió pistas como un sabueso, o un obcecado Javert, por distintas regiones, durante años y décadas. Coleccionó enemigos peligrosos, pero sus amigos triplicaron en número. Hablábamos tanto que el resto del mundo desaparecía de nuestra atención. Lector voraz, autodidacta, desordenado, entendió a muchos filósofos a su santa manera. Me recitaba pasajes enteros de Descartes, de Ortega y Gasset, de Teilhard de Chardin. Apreciaba la sonoridad de Cervantes, las citas de Malraux, el temple de Napoleón, el final de La hora 25. Me respetaba y me hacía sentir su orgullo de que hubiese un escritor en la familia. De alguna forma concordábamos en que los creadores, los grandes intelectuales, son las verdaderas columnas de la historia. Sabía que a través de mi pluma perduraría la memoria de la familia, del pueblo, de la provincia, del país, de una época. Su enorme biblioteca, construida a base de mucho esfuerzo y de interminables cuotas de funcionario público, tenía más de cinco mil libros, sin contar las revistas y diarios antiguos. Fue la despensa de mi intelecto de infancia. Chismoso biográfico, gustaba de husmear en la vida muy privada de los grandes de la historia, a lo Paul Johnson, y se mataba de la risa. Tal como le sucedía con ciertas ocurrencias de Nicanor Parra. Disfrutaba haciendo huertos, preparar tierras fértiles, alimento para el año, y calefacción, buena leña. Permanencias de una mentalidad conformada en la miseria de infancia, en la carencia, en el frío y el hambre. Falleció hace poco más de un año dejando un vacío que no llenaría ni un regimiento de arlequines.

Mis ancestros paternos provienen de Europa. Mi bisabuelo Jorge Bour Monville fue el primero. Vino desde Lyon hasta Puerto Natales, atraído por la fiebre del oro. Alli casó con mi bisabuela Mary Pendleton, originaria de Liverpool, que había arribado por la misma razón. Les fue bien. Mi bisabuelo se convirtió en hombre poderoso, respetado, pero en el camino se enamoró perdidamente de una española hasta el punto de pegarse un tiro por ella.

Mi abuelo Jorge Bour Pendleton fue hombre sensato, tranquilo, de alta estima moral. Fue policía en el frío Magallanes. Falleció tres meses antes de que mi carta en una botella llegara a las manos de los Bour. No alcanzó a saber de mí y ese necesario abrazo solo puede ser literario, ucrónico, imposible.

Mi abuela Ilda Vitto, pues con ella hablamos mucho. Mujer de carácter, bondadosa, temerosa de Dios, preocupada de su pequeña prole en la que me concedió un lugar tan destacado como al resto. Físicamente me parezco mucho a ella, tal como mi hija Abril. Falleció hace un año, casi en paralelo a mis otros abuelos.

Mi padre, Jorge Bour Vitto, vive en Punta Arenas. Tenemos la misma estatura, las mismas manos, el mismo timbre de voz, entre fantasmal y metálico. De joven ganó concursos literarios y estudió química. No hemos hablado lo necesario. Tenemos asuntos pendientes, cariño a la espera, orgullos embotellados en medio del tráfico de la vida. Formó familia en Punta Arenas, tuvo tres hijos, mis hermanos australes. He hablado con dos de ellos. Espero que el tiempo nos alcance para recuperar lo irrecuperable, para abrazarnos y decirnos lo suficiente. 

Mi madre está a mi lado. Desde mi separación hemos vuelto a compartir la misma vieja casona familiar. El escenario de mi infancia precordillerana. Los mismos encinos, las mismas cigarras, las mismas luciérnagas entre los rosales. Teresa Zambrano prepara nuevas plantas en vasos de vidrio. Tiene buena mano. Todo le resulta. Las plantas adquieren rápidamente prestancia, vida y color, aroma y frescura. También cocina, es talibana de las especias, sabrosos platos, aunque algo pesados. Especialista en cazuelas de cordero, en chilenitos, picarones y calzones rotos. Tiene ovejas y gallinas, su gran preocupación. Fardos para el invierno, leña para su estufa, maíz que no falte, tv cable para sus programas favoritos. El resto es dormir, tomar once con sus pocas amigas, y esperar que a sus hijos y nietos les vaya bien en la vida.

Mi padrastro Octavio, campesino y comerciante, criancero de chanchos y chivos, vendedor trashumante, cultivador de chacras, leñador, carbonero. Durante un tiempo llevó el correo al galope hasta Cachapoal, cuando no había camino. Tuvo unas pocas vacas que le robaron desde el fundo Santa Adriana, algunos caballos cenicientos y un tractor de lenta partida. Hombre de manta de castilla y chupalla gastada, esforzado, sufrido, honesto, que no descansó un día de su vida, que siempre caminó cuesta arriba contra la circunstancia y la explotación. De él he escrito bastante, y seguiré escribiendo. Es el padre de mis tres hermanos y la figura paterna de mi infancia. Falleció un soleado día de agosto de 1998.

Mis hijos, Jorge y Abril, y mi nieto Oscar, mis amados delfines, mi perpetuación, por ellos escribo esto, por ellos miro el cielo, las raíces del alerce, los álamos amarillos, por ellos busco un sentido a las estaciones, al tiempo, al universo, a la vida.


Imagen: Mi abuela Rosa Amalia, dando de comer a sus aves de la pasión.

__
De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 27/01/2017 

Toda una noche la sangre y Juan

DANIEL AVERANGA MONTIEL

No hay mejor escritor que aquel que desea contar una historia, narrarla, esculpirla, desenterrarla, sin otro propósito que el de compartirla con el mundo; esas vainas de conseguir la vanguardia narrativa, la polifonía, el subtexto, el metalenguaje, el análisis político dentro de una sociedad y demás cosas que fundamentan los teóricos que le soban las criadillas a Bloom, o a los autores del Boom, del McOndo o de la nueva tendencia de Raskolnikoves idiotas, parida a su vez por periodistas twitteros, no son más que adornos de una crisis creativa y hasta espiritual de cómo va nuestra narrativa...

Uno extraña a la literatura de verdad, esa que quería ir más allá de las apariencias del autor, siendo reemplazada estos últimos años por un “intento de narrativa”, que no son más que pastiches del Carver ebrio, del Bolaño de “Putas asesinas” o del guión de “La Fiaca”; uno extraña encontrar una historia y nada más que una historia, y el que aún exista alguien en Bolivia que la construya y la comparta es un logro tremendo.

Por ello me dolió que Juan de Recacoechea no fuera leído en los colegios, en los círculos de intelectuales que dicen hacer poesía “sacrificando sus felicidades”, o al menos ver una reseña de sus libros en YouTube. Es un autor que, al igual que Lucio V. López en Argentina, o Giovanni Guareschi en Italia, muy pocos revisitan; y precisamente la similitud entre los nombrados y Juan, está en la intención de su oficio de escritura: compartir historias, personajes, situaciones, vidas y también muertes.

“Toda una noche la sangre” fue uno de mis libros favoritos de este autor. Salvando las limitaciones argumentales de “American Visa” o el gran manejo de personajes de “Altiplano Express”, “Toda una noche…” recrea (a su manera) un hecho histórico y cruento, como lo fue el rapto, la tortura y la posterior ejecución de Luis Espinal; pero Recacoechea va más allá de copiar los datos del suceso: hace ficción a partir del diseño de un personaje rotundo y digno del mejor Dostoievski, con abismos y cimas tales, que uno se sorprende rápido por cómo, en tan pocas páginas, Recacoechea ha sabido convencer al lector sobre la existencia de aquel antihéroe y antihumano, llamado Antonio Sivalic.

Así como Robert Bloch construyó a Norman Bates basándose en Ed Gein, Recacoechea toma a uno de los raptores de Luis Espinal (el mismo Espinal tiene otro nombre en la novela) y lo vuelve el personaje protagónico.

Así, somos testigos del crecimiento del vacío existencial de Sivalic y de sus decisiones, de su ira por cierto pasado suyo y por su trayectoria fatal hacia un final que humaniza al lector, al mismo tiempo que explica una cosa cierta pero desgarradora: el destino y la fatalidad pueden ser reivindicaciones del sinsentido, así como Camus analizó en “El mito de Sísifo”, el suicidio.

A partir de la descripción de un destornillador, recurrente en casi toda la novela, el lector completa el cuadro de lo que debió sufrir Espinal antes de morir, y aun así, a pesar del estremecimiento leve que produce lo que no se describe pero sí se intuye, la lectura aterriza con estilo hacia ese final tan anticlímax pero coherente, como la vida misma.

Me da bronca que no se lea ni promocione a autores como a Recacoechea, y en vez de eso, se haga tanta pompa y ruido por escritos de twitteros que no tienen la intención de compartir historias, sino la de mostrarse tan minimalistas e inútiles, como echarse un gas mientras se camina. 

Friday, January 27, 2017

Los antisistema

PAZ MARTÍNEZ

Existen humanos que viven al margen de la ley y las normas, humanos que mantienen una forma de vida milenaria, animista y chamánica. Un grupo numeroso de pequeñas tribus que, en su origen, salieron de Mongolia tres milenos a.c. con una lengua y una estructura religiosa por la que se rigen actualmente. Esta diáspora se ha extendido en todas direcciones. Podemos encontrar indicios en La India, Turquía, Hungría, Alaska, Canadá, Groenlandia, Finlandia, Suecia, Noruega, Ucrania, Letonia, Lituania y por supuesto, diseminados por toda Rusia. Los Khantv, Mansi, Nenet, Kamas, Nganasan, Enets, Selkup... son todos nómadas Ugric y Samoyedos, que en el primer trayecto han interactuado en la vasta Siberia mixturando unas creencias y lenguas con otras propagándolas por los lugares de asentamiento. Aquí nos centraremos en los rusos occidentales, Los Nenet.

Lo que los caracterizaba a todos era el nomadismo y por lo tanto el desconocimiento y el miedo que provocaban a los posibles conquistadores. Hunos, vikingos, romanos... intentaron en vano un enfrentamiento con ellos, agrandando la leyenda sobre su fiereza, su canibalismo y su total falta de escrúpulos ante la muerte. Llegó a decirse que eran los descendientes de Jafet, hijo de Noé. Nada más lejos de la realidad.

Se cree que los Nenet salieron de Mongolia en el siglo XVII A.C. como cazadores y recolectores y que a medida que hubo interactuación con la población rusa, fueron estableciéndose más al Norte como pastores. Unos dicen que por conflicto de intereses, otros que por un descenso preocupante en el número de reses. En su mitología lo explican como un pacto con uno de sus numerosos dioses: Num, dios supremo que habita en todos los elementos naturales y no puede ser representado por no tener forma. Seguirían vivos mientras hubiese renos, por lo que no tuvieron más remedio que mantenerlos a salvo.

Desgraciadamente, en la Edad Media, un monje italiano tuvo oportunidad de comprobar la calidez y amabilidad del pueblo Nenet, terminando con el mito y provocando el principio del fin de su pueblo. En el siglo XIII se produjo el primer intento de asimilación y con ello la huida en masa hacia el norte de Siberia. No fue hasta el Siglo XVIII cuando se les denominó "ciudadanos del Imperio Ruso" y por lo tanto obligados a pagar impuestos con el único bien deseable, las pieles de sus renos. La extensión del Imperio, el lugar y forma de vida los mantuvo relativamente a salvo de la "civilización" aunque sus lugares religiosos: montañas, templos, caminos, pastos o lagos destruidos. Por esta razón tienen lugares sagrados diseminados por cualquier lugar y secretos. No se puede destruir lo que no se ve, no se puede creer lo que no se siente y no se conoce.

Tienen todo lo necesario para la subsistencia. El reno les proporciona comida, abrigo, techo, útiles de pesca y construcción, líquidos y combustible para los días de lluvia. Los trineos se hacen con madera tallada con huesos de reno y se atan con sus pieles, la ropa es y se confecciona con sus tendones, la caña de pescar es un palo de abedul con un tendón a modo de anzuelo y el cebo carne bañada en sangre de reno. La única sangre sagrada y aceptada, ya que la humana es un símbolo de muerte y no puede entrar en contacto con los vivos (Sya mei o fuerza del otro mundo, representada por Nga, dios de los muertos e hijo de Num).

En este aspecto, las mujeres tienen un problema al llegar a la pubertad. Son las encargadas del fuego, la comida, la crianza de los niños y los renos huérfanos, la confección de la ropa y el montaje y desmontaje del Chum (tienda de piel en la que viven). Se puede ver a una Nenet haciendo todas estas tareas mientras no traspasa una línea imaginaria que va desde el centro del Chum principal (en el centro del campamento y donde vive el Chamán) hasta el tótem colocado tras ella en dirección a la tundra. No puede colgar su ropa, ponerse las botas de un hombre, tocar el trineo sagrado, pisar por donde pasan los renos, tocar a una perra embarazada, limpiar la pesca, participar en los rituales y siempre debe pasar bajo los arneses de los renos, colgados. En la época del Sya mei podemos ver a las mujeres saltando la hoguera para purificarse y poder dormir bajo techo con su familia. Pese a lo que pueda parecer, el pueblo Nenet es justo y colaborador, nadie hace más o menos que otros. El reparto de tareas es equitativo en función de la fuerza y capacidad de cada miembro y es primordial para la supervivencia, el maltrato físico o verbal está totalmente descartado de su mentalidad y el problema de uno se convierte en colectivo ya sea de un familiar, un vecino o un visitante.

Los rituales son innumerables. Los renos, su leitmotiv, tienen nombres y son reconocidos por sus caras, el trato es el mismo dispensado a cualquier miembro del grupo pero tienen diferentes categorías. 1.- Los sagrados: cada miembro tiene el suyo y no será sacrificado hasta que no deje de valerse por sí mismo. A su muerte será sustituido por otro parecido y frotado con la sangre de su antecesor. 2.- Los ancestrales: pertenecen a un dios particular y son tallados, vestidos y repartidos entre los habitantes del grupo, portados en el trineo sagrado. A su muerte son llevados a un lugar sagrado y su estatuilla colgada del árbol más cercano. 3.- Los huérfanos: son criados por los miembros de cada familia, duermen y comen en el Chum hasta que se hacen independientes y forman a pasar parte de la manada. Su muerte siempre será a manos de un vecino, no de la familia que lo ha criado, que serán obsequiados con otro huérfano en señal de respeto. Son estos renos los encargados de tirar de los trineos. El resto de la manada se sacrifica en el momento de necesidad, poniendo su cara al oeste. Se les ahoga con varias sogas al cuello y de las que tirarán varias personas. En el momento de la muerte, se le quita la piel y se pone a secar, la tribu se sienta a su alrededor y una mujer le saca las vísceras, la carne y la sangre en diferentes cuencos, que pasan de mano en mano para ser consumida mientras está caliente. Vísceras y alguna de la carne también deben ser consumidas crudas. Ante esta orgía de sangre y comunión, no se habla. Solamente el Chamán puede pronunciar una especie de oración de gracias para no molestar al resto de la manada. Está, también, el trineo sagrado que sirve como altar en el que se trasladan las distintas estatuillas antropomorfas o no, dependiendo del dios, en el que nadie se puede sentar ni puede ser usado para nada más que para lo que ha sido creado. Cuando se rompe, es llevado al lugar sagrado más cercano. Y finalmente, las estatuillas de los antepasados. Estas las podemos ver colgadas en el Chum y pasan de generación en generación por lo que una familia puede encontrarse con decenas de estas estatuas con un significado diferente.

En los años 30, con el régimen comunista instaurado en la U.R.S.S, fueron obligados a trabajar en Gulags y, de nuevo, a pagar impuestos, olvidar su lengua y cultura y sus ritos. Si en el siglo XVIII debían ser ortodoxos, ahora debían ser laicos. Los niños eran enviados a internados hasta los 18 años hasta la mayoría de edad, para establecerse en las ciudades que ellos mismos construían para así obligar a las familias que habían escapado a unirse con sus hijos. Esta práctica ha dividido a la mitad a la población Nenet nómada, creando un problema de identidad de difícil resolución. Los asimilados no gozan de buena reputación entre los nómadas, ni tampoco entre los rusos, que los consideran incultos, vagos, borrachos y soñadores, ciudadanos de segunda que pertenecen al extracto más bajo en la escala social. En su gran mayoría han heredado deudas de antepasados y sin más contrato que tres meses al año pastoreando, se pegan a las botellas para poder quitarse el frío del cuerpo y olvidar la trampa vitalicia.

Pese a todos los intentos de asimilación, un 10% de ellos mantiene su cultura y su forma de vida aunque, lo que no lograron las leyes y represiones lo logran las industrias. La península del Yamal ha sido, durante siglos, la Meca de las tribus occidentales. El lugar donde intercambian vivencias, renos, parejas, necesidades y considerado el final de trayecto. Es una zona rica en gas y petróleo y para su explotación han construido carreteras, tuberías, naves industriales y pozos. Ante la protesta de algunos miembros conocidos de estas tribus (escritores, pintores o miembros de organizaciones sociales) la industria decide pagarles 2.500$ mensuales por pastorear (nunca han necesitado dinero), construyen escuelas para los niños y, en época de migración, colocan aislante resbaladizo en las carreteras para que puedan pasar los trineos. El conflicto está servido. La industria se queja del poco agradecimiento de los pastores ante su buena voluntad y éstos de que los renos se siguen rompiendo las patas en las tuberías, las zonas de paso acotadas, el agua contaminada y los pastos escasean. Los más viejos creen que posiblemente sea esta la última generación de nómadas. Con ellos terminará la promesa que hicieron a Num, la muerte del pueblo Nenet y de los últimos antisistema. 

__
De MI PAPEL EN LA VIDA, EL PINTADO (blog del autor), 18/04/2014 

Cómo viven los pueblos nativos de Siberia: Nganasán


ANNA GRÚZDEVA

70 años formando parte de la URSS cambiaron las costumbres y tradiciones de los pueblos nativos del norte de Siberia. Los descendientes modernos de estos pueblos nómadas ahora viven en aldeas, aunque reconocen que siguen sintiéndose gente de la tundra.

Alexéi Chunanchar forma parte de uno de los grupos étnicos más antiguos del norte de Eurasia: los nganasán. En Rusia viven menos de mil, de los cuales cien viven de la caza en la tundra. Alexéi trabaja en la Casa de Creación Tradicional de la ciudad de Dudinka como maestro tallador en hueso: a partir de un cuerno de ciervo crea esculturas de varios tamaños. A pesar de que Alexéi estudió en una universidad artística de Norilsk y de que vive en la ciudad, se siente cercano a la tundra, al folklore del norte y a la cultura de los nganasán.


A finales de junio, el verano no ha hecho más que empezar en el norte de Siberia: en la tundra, junto a los cerros más bajos, todavía se ve algo de nieve y se siente frío en las manos sin guantes.

En esta ciudad viven 22.000 personas, entre las cuales no solo se encuentran rusos, sino también miembros de pueblos nativos: dolganos, nganasán, evenki, nénets, enets, etc. Estos intentan conservar su cultura, costumbres y tradiciones culinarias en plena civilización.

Cazar un ciervo a los 10 años
En el trabajo y en la ciudad todos llaman al maestro Alexéi, pero su nombre nganasán es Aliu, que significa “pequeña piedra”. “Antiguamente los nganasán no daban tan pronto el nombre a sus hijos — explica Aliu—. Los padres esperaban a que el niño mostrara cuáles serían sus rasgos de carácter o peculiaridades y solo entonces le daban un nombre”. En su casa, Aliu nos enseña una fotografía en la que aparece de pequeño vestido con un traje tradicional, así como los trajes nganasán que sus hijos llevan en fiestas o representaciones.


Aliu Chunanchar actúa en un grupo folklórico llamado Dentedie. Domina el arte del canto de la garganta y toca la guimbarda, viaja por Rusia y por el mundo y transmite su arte a sus hijos.

"Cuando en el norte todavía existían los koljós, mi padre apacentaba ciervos, tallaba figuras y construía trineos para perros — comenta Alexéi— . Desde la infancia mi padre me llevaba a cazar y a pescar, a los 10 años yo debía saber cazar un ciervo solo. Mi madre solía quedarse en casa, en el barranco, la nuestra era una casa de entramado ligero sobre trineos nganasán, llamados narty, y cubierta con pieles y lonas. Allí cosía la ropa, preparaba la comida y nos esperaba. Cuando cayó la Unión Soviética, sacrificaron a todos los ciervos. Ahora mis padres viven en la aldea Volochanka y solo pescan”.


La pesca a orillas del Yeniséi
Como sus padres, Aliu sale a pescar a menudo, especialmente en verano.
Pero para poder pescar con un nganasán y preparar sugudái, el plato favorito de los pueblos nativos del norte, tenemos que esperar al buen tiempo varios días en Dudinka: el viento levanta grandes olas en el río y salir en la lancha es peligroso. “El Yeniséi es un río muy feroz, lo sabe todo, no hay que bromear con él, en seguida puede levantar una ola. Para los nganasán el agua es sagrada”— me dice Aliu. Cuando los dioses del norte cambiaron su ira por la misericordia, en la ciudad salió por primera vez el sol y la “Gran agua”, como llamaban antiguamente los nganasán al río, dejó de parecerles tan siniestra.


En la orilla, nuestros acompañantes comienzan a desenredar hábilmente una gran red. “Esta red es para el corégono pequeño, ahora lo pescamos en la orilla. Mi abuelo no lo pescaba con lanchas a motor, como nosotros, sino en una vetka, una barca de madera larga que hacía él mismo. Los plomos para la red también se hacían de madera” — explica Aliu.

Y efectivamente, media hora después en el suelo de nuestra lancha ya tenemos unos diez peces plateados.

Aliu coge uno y lo destripa con gran destreza, lo limpia, lo corta en trozos grandes, lo sala, añade pimienta y cebolla tierna y nos sirve un plato de sugudái: pescado crudo, que antiguamente ni siquiera se aderezaba.

Pero antes de empezar una auténtica comida nganasán, el pescador “alimenta” a nuestra hoguera lanzando al fuego un trozo de pescado. Así muestran las gentes del norte su respeto por el fuego, al que como el agua, consideran sagrado.

"Evidentemente, poco a poco te vas acostumbrando a la ciudad. Allí todo es cómodo y accesible. Pero de todos modos yo me considero un hombre de la tundra” — comenta Aliu al final del día. Antes de emprender el camino de regreso por el río, ata una cuerda alrededor de un árbol en señal de agradecimiento a los espíritus de la naturaleza por la buena pesca y el buen tiempo.

__
De RUSSIA BEYOND THE HEADLINES, 09/01/2017

Fotografías de Antón Petrov