Saturday, December 31, 2016

Y en esta situación...

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

"Y en esta situación terminó el año...". Es una frase ritual de hoja militar de servicios, escrita con buena caligrafía, la del día por delante en el acuartelamiento.  Se va el año y nos quedamos, o al revés, no lo sé, no estoy para elucubrar sobre las entrañas del Tiempo. Con felicitarme de estar vivo me conformo. No sé, por tanto, si me voy o me quedo, o las dos cosas. Me alegro de estar de nuevo frente a mi paisaje habitual, por muy visto que lo tenga, en este fin de año. Lo echaba de menos. Sí, ha sido un annus horribilis, pero no más que el de la mayoría, ese es un penoso lugar común: fallecimientos, descalabros, enfermedades, frustraciones, reveses... hay donde escoger. A poco que rebusque voy a dar con cosas gratas, eso seguro, más de las que a primera vista veo, y a ellas me agarro. Lo de  menos es que el año empezara  con expectativas que por una razón u otra se han visto frustradas y que la riada haya dejado el paisaje hecho una pena. Las que cuentan son las ganas de encarar lo pendiente, que es mucho... sabiendo que el lunes que viene disfrazado o no de sanlunes dejará estas palabras hechas ceniza. Poco importa. Importa el ahora, el lunes o el martes, o el que sea, están por venir, no soy adivino, no los veo, casi lo prefiero, pueden esperar. Importa el presente,  y para eso, para empezar, me meto un yaraví sucreño y luego un huayño y un  arbolito, tocados por los amigos de allá... Bolivia en el corazón. Por poner  un poco de delicadeza en el destrozo, sin más... el jabalí  ya saldrá de la espesura otro día, a darse una vuelta destrozona y la cencerrada de paso. Hoy no toca. Hoy no toca porque no conviene, no nos hagamos los virtuosos. Hoy toca esperar la llegada del agua nueva y hasta acercarse a la fuente del pueblo a beberla.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 31/12/2016


¡Qué manera de despedir el año!

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Me da pereza cerrar el año. Así que seré escueto a propósito. En todo caso las imágenes hablarán por mí abundantemente. Ningún suceso de aquí o de otras partes, por muy relevante que sea, va a venir a opacar el bagaje de sensaciones que he ido acumulando en la petaca del estómago, mejor dicho, en el baúl de mi cabeza por cuyos resquicios rebosan mis gustos culinarios. Sería un esfuerzo agotador, superior a mis flaquezas recordar tantos placeres, tantas andanzas tras un suculento plato de comida, invitaciones por allá para acudir con hambre premeditado; fortuitos encuentros con una buena mesa, una humeante parrilla, un toldo en el patio, donde no deben faltar vino oscuro ni chicha en jarra, lugares de pleno significado y que, bajo la sombra de un árbol, supongo que serán lo más cercano a la felicidad en la Tierra.

Arrancamos, no más, a toda mecha, mejor dicho a todo picante con una prodigiosa Sajta de papalisa, quizás el plato más emblemático de la parte andina. Es todo un acontecimiento ver hervir los tubérculos amarillos en agüita y sal, para luego ser machacados en batán o a punta de tenedor mientas se cuece aparte el ají durante largo rato, condimentándolo con comino, pimienta y otras especias. Entretanto, se saca la reserva de charque, pasándolo por un hervor y reduciéndolo a finas hebras que darán la sazón característica al guiso. Se puede usar como alternativa carne desmenuzada o molida, pero no es lo mismo, sabe bien pero no resulta sabroso. Para dar color y prestancia es bueno añadirle un puñado de arvejas o habas verdes y rematar con perejil picado al servir. Con unas tiernas papas blancas y arroz graneado se finiquita el asunto, nada de sobrecargar con otros ingredientes. Se devora en caliente, para que el picor anide en los labios y, a ver, ¿quién es el loco que todavía pide llajua?

Como soy un negado para filetear carnes, mi madre suele hacerme los cortes cuando me trae unos kilos de pura pulpa. No soy carnívoro pero de vez en cuando me permito pequeños asaltos a la carne vacuna. A menudo experimento con los asados, añadiéndoles salsas, cebollas y pimentones troceados o diversas especias, no siempre me sale del todo bien pero me bato como puedo. Pero hay días que un lomito jugoso se desvanece en un tris en la boca. Para la ocasión, se me ocurrió añadirle un toque exótico con guarnición de chuño revuelto con pimentón. Pocos países pueden presumir de semejante producto altiplánico y yo lo tengo al alcance de la mano. Incluso en momentos que dicen que florece.

Si hablamos de cosas horneadas, las papas crujientes y con cascarita son mi debilidad. Eso no quita que también no adore los pasteles de fideo, de lentejas, de brócoli o de quinua. Años ha que no he vuelto a probar una tortilla de quinua, una delicatesen de sabor y textura indescriptibles, pues no goza de popularidad ni siquiera en el ámbito familiar. Para la ocasión tuve que contentarme con una porción de pastel de fideo con queso para acompañar una firme ración de lechón. Y el regusto de ají que envolvía la carne no tenía parangón. Los que son afectos al sándwich de chola sabrán de lo que hablo.

Hace unas semanas, al tiempo que llegaban las primeras lluvias me dio un remezón nostálgico por devorar una jak’alawa (excelsa y humeante crema de maíz tierno), pero las primeras cosechas de choclo se hacían esperar debido a la sequía. Entretanto, con el frio reinante acudió a mi auxilio otra crema, no menos apetitosa y nutritiva. Desde chico he tenido preferencia por todas las calabazas, cuando para otros niños representa el terror a la hora del almuerzo. Qué mejor que una crema de zapallo, en su justo espesor, para calentar el cuerpo hasta los huesos y quedar plenamente satisfechos. Yo suelo guardarme para el final las rodajas de choclo que se le añade al potaje, y sobre el plato vacío me gusta chupar el dulzor de los marlos, a semejanza de la gente que se engolosina con huesos y tuétanos. Respetable plato de almuerzo que se debe repetir por quienes lo aprecian, no olvidar pedir el queso rallado o perejil picado si prefieren. Eso sí, quienes por flojera o desconocimiento, le añaden el choclo de manera desgranada, no tienen perdón de Dios.

Estos días de las navidades, ya se ven las vendedoras con sus gangochos repletos de mazorcas en los mercadillos y tentando a los parroquianos con rebajas y ofreciendo unos choclos blanquísimos que hunden con las uñas para que se sepa que están recién cosechados. Ocasión idónea para proveerse de unas chuletas de ternera para acompañar cualquier sopa, a modo de segundo. Unas papas cocidas en cáscara y el dulce choclo casarán perfectamente con una ensalada “Solterito”, regada de quesillo y aromatizada convenientemente por hojitas de salvaje quilquiña. Plato de hacer tan sencillo que hasta un novato no debería tropezar con ello.

Un día de aquellos me azotaba el hambre tan caninamente que asalté la despensa en busca de cualquier bocado. Encontré una valiosa lata de atún entre unos paquetes de espagueti que siempre tienen la virtud de salvarme de apuros. Para que no sea tan simple la cosa, hice mi propia salsa de tomates porque ya estoy hasta la coronilla de la enlatada. No me digan que no se ve más apetecible esta mi obra de talante natural. Todo en veinte minutos, el tiempo que una chica se pierde en el teléfono. Juro que quedó al dente mi improvisado espagueti a la Van Camps, como para aplicarle el diente antes de que se enfríe.

A modo de despedida, todavía recuerdo tristemente la última sopa de maní que me zampé, de lejos mi sopa favorita. Eso fue hace unos dos meses pero como si fueran dos años. Debería declararse patrimonio mundial de la humanidad tan ilustre caldo que siempre me alegra los cumpleaños y otros festejos. La sensación rasposa que deja en el paladar es impagable, pero todo depende de la forma cómo ha sido molido el grano, en batán no se puede fallar porque nunca se alcanza la perfección en la molienda, gracias a Dios. En la licuadora se corre el serio riesgo de pulir demasiado la pasta resultante y el caldo cocinado podría parecerse a una lechada u otra cosa. A mí no me engañan ni con algunos macarrones que suelen añadir para adornar el asunto. El caldo ha de ser puro en toda su esencia, que se perciba el maní en toda la lengua. He visto que hay gente que le añade arroz para espesar la mezcla, crimen culinario que debería ser punible con la horca. Ya los flotantes palitos de papa frita son recomendables cuando el caldo no tiene papas blancas. Nunca, pero nunca se debe olvidar decorar con perejil prolijamente picado. Y al que no le guste el perejil merece ser fusilado, por gil. Buen provecho. Por lo menos lo fue para mí.

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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 30/12/2016



Friday, December 30, 2016

El nazismo y los límites de la sátira. Sobre “La Zona de Interés”, de Martin Amis

PATRICIO LENARD

Con sus montones de cadáveres, lo que funcionaba en Auschwitz era una fábrica de ceniza. En tiempos en que el combustible escaseaba a causa de la guerra, una ventaja de los crematorios fabricados por la empresa Topf & Söhne era que podían retroalimentarse con el calor que producía la combustión de los cuerpos. Acaso avizorando un negocio floreciente detrás de la exterminación de personas, la firma alemana solicitó en noviembre de 1942 una patente para un “Horno de combustión de cadáveres en trabajo continuo para operación masiva”, que le fue concedida en 1953, tras una renovación de la solicitud, por la Oficina de Patentes de la República Federal de Alemania.

Inspirado en lo insólito del caso, el dramaturgo holandés Wim van Leer escribió Patent Pending [Pendiente de patente], una obra estrenada en Londres en 1963 en la que un jerarca de la SS le hace el macabro encargo a una empresa que se dedica no a fabricar crematorios civiles, como Topf & Söhne, sino hornos panificadores automáticos. Por esta misma línea, Martin Amis se adentra en La Zona de Interés en uno de los costados menos explorados del genocidio: la complicidad empresarial en la industrialización de la matanza. La acción de la novela transcurre durante la construcción del campo de trabajo forzado conocido como Monowitz o Auschwitz III, donde la empresa IG Farben —la misma que elaboraba el veneno que se usaba en las cámaras de gas— montó una fábrica para proveer al Ejército alemán de caucho y combustible sintéticos. Nexo entre el gobierno, las autoridades del Lager y los contratistas del Estado, Angelus Thomsen es el encargado de supervisar la obra en curso, a pesar de que sus veleidades de donjuán lo hacen estar más pendiente de conquistar nuevas amantes que de su trabajo en la fábrica de Buna-Werke. Mujeriego al igual que su tío Martin Bormann —secretario personal de Hitler y jefe del Partido Nazi, quien aparece en uno de los capítulos junto con Gerda, la orgullosa madre paridora de sus nueve hijos—, “Golo” lleva al extremo sus juegos de seducción cuando comienza a flirtear nada menos que con la esposa del comandante del campo.

Incisiva y provocadora, La Zona de Interés indaga el componente erótico de un lugar donde “todo estaba permitido” a través del hedonismo que era moneda corriente allí donde los criminales nazis hacían de las suyas. Algo que los propios alemanes llamaban Ostrausch o “fiebre del Este”, una euforia que se expresaba a través del sexo y la violencia. Entomólogo de las pasiones, Amis contrasta ese circuito del deseo con escenas de la vida conyugal de los Doll, un matrimonio que se cae a pedazos. Inspirado en Rudolf Höss, cuyo libro de memorias Yo, comandante de Auschwitz hace las veces de molde, el personaje de Paul Doll tiene como amante a una prisionera de ascendencia gitana a quien obliga a abortar tras dejarla embarazada. La intriga amorosa se nutre también del triángulo de celos al que se suma Golo y del que nunca parece haber salido Dieter Kruger, antiguo enamorado de Hannah Doll, un intelectual y militante marxista que nadie sabe bien si ha sobrevivido o no a las persecuciones de la oposición política durante el régimen nazi. De allí deriva una subtrama policial en la que el comandante chantajea a Szmul, su “prisionero de confianza”, quien además es el jefe del Sonderkommando (uno de esos grupos de prisioneros que secundaban a las víctimas hasta la cámara de gas y se encargaban de sus restos), diciéndole que su mujer seguirá con vida en el gueto de Łódź sólo si él acepta convertirse en su sicario. Un asesinato por encargo allí donde la escena del crimen abarca kilómetros a la redonda.

La farsa macabra del Lager, tal como aparece en La Zona de Interés, poco tiene que ver con la “comedia sobre el Holocausto” de la que hablaron algunos críticos, o con la vena humorística de una película como La vida es bella (1999). Al privilegiar el punto de vista de los verdugos, Amis pone de relieve la hilaridad en el crimen, el cinismo con que los nazis se reían de sus propios excesos. Esto se ve en la broma que le juega a Doll el encargado de enviarle el “Tren Especial 105”, cuya recomendación de “cautela extrema” lo lleva a desplegar un operativo que incluye ocho ametralladoras y dos lanzallamas. Por supuesto, la sorpresa es mayúscula cuando ven llegar un tren de pasajeros con primera, segunda y tercera clase, del que baja una anciana elegantemente vestida que se queja ante Doll de que en él no hubiera “vagón restaurante”. Virtual inversión del “transporte” que le da título al film El tren de la vida (Francia, 1998), en el que los miembros de una pequeña comunidad judía deciden, ante la inminente llegada de los nazis, “autodeportarse” disfrazados de soldados y oficiales alemanes en un alocado intento por sobrevivir, el “Tren Especial” de Amis es una muestra del efecto distorsivo y la exageración típicos de la sátira. Al tiempo que se burla del mito racista de la pasividad judía, el autor amplifica la lógica de ese simulacro que abarcaba hasta el hecho de que los prisioneros del Sonderkommando lucieran “bien alimentados”. Un detalle que no medía las consecuencias de una posición privilegiada —como muestra El hijo de Saúl (2015), la película de László Nemes—, sino la extensión biopolítica de la trampa que se les tendía a los recién llegados.

La pregunta de hasta dónde un artista puede tomarse libertades en relación con el desarrollo exacto de los hechos cuando la historia le sirve de punto de partida adquiere otros bemoles en el debate sobre los “límites de la representación” del Holocausto. Más de uno podría reprocharle a Amis —que declara en el epílogo haber sido fiel a los hechos— que en la novela se presente a Szmul como alguien que atestigua las sucesivas matanzas de sus compañeros y les aporta a los nazis bastante más que su fuerza de trabajo. Especialista en cremaciones masivas, a Szmul lo trasladan de Chelmno a Auschwitz, cuando se sabe que los pocos sobrevivientes de un Sonderkommando no corrieron esa suerte porque se hubieran vuelto imprescindibles para sus verdugos. Invariablemente —con excepción de Filip Müller, un judío eslovaco que trabajó en las cámaras de gas durante casi tres años—, era un trabajo que concluía al cabo de unos pocos meses, cuando los integrantes de una nueva escuadra quemaban, a modo de iniciación, los cuerpos de sus predecesores. Pero Amis va más allá y le atribuye a Szmul un escalafón que no existía, el de “Sonderkommandoführer”; rango que adoptó un nazi como Paul Blobel, el verdadero descubridor de cómo podían aprovecharse las propiedades inflamables de la grasa de los cadáveres. La decisión de calcar el personaje de la víctima sobre la figura de un nazi (y sembrar pistas al respecto, como cuando Doll menciona a un tal Blobel que debería aprender de Szmul), ¿acaso busca reproducir la “complicidad” que los nazis les endilgaban a los “cuervos del crematorio”? ¿O es una forma retorcida de subrayar cómo los judíos se vieron involucrados en su propia debacle?

En su clásico estudio sobre la ironía, Vladimir Jankélévitch repara en las ventajas que supone tirarle de la lengua a nuestro enemigo a fin de que todo aquello de lo que es capaz quede dicho con sus propias palabras. Porque la ironía, escribe Jankélévitch, “induce a la autorrefutación de la absurdidad”, como cuando Montesquieu “finge defender la esclavitud de los negros con argumentos que avergonzarían al más cínico de los esclavistas”. La paradoja ante la que se encuentra quien pretende ensayar una sátira sobre el nazismo es la de tener que burlarse de algo que es de por sí descabellado y grotesco. La cantidad de hechos cuya absurdidad podría dar pie a un sketch de los Monty Python (desde Mengele cuidando la asepsia durante una cesárea para luego enviar a la madre y al bebé del quirófano a la cámara de gas, hasta el partido de fútbol que jugó en Auschwitz un equipo de oficiales de la SS contra miembros del Sonderkommando) desafía la acidez y la negrura del humor negro. Incluso la parodia corre con desventaja en este plano, ya que toda sátira es paródica pero no a la inversa. O como dice Vladimir Nabokov: “La sátira es una lección, la parodia, un juego”.

Cuando se hace humor con la Shoah también se corre el riesgo de banalizar el nazismo. No porque este merezca algún tipo de respeto, sino porque su peligrosidad exige burlarnos de él con absoluta conciencia. El problema no es reírse de los nazis, sino que estos se vuelvan cómicos a nuestros ojos. Algo de esto ocurre con la caricatura edulcorada que compone Ha vuelto (2013), la novela de Timur Vermes en la que Hitler “resucita” en 2011, dispuesto a continuar la guerra mundial que ni siquiera recuerda haber perdido. Si uno la compara con una novela como El nazi y el peluquero (1990), del alemán Edgar Hilsenrath, cuyo protagonista es un genocida prófugo que se hace circuncidar por un médico y se tatúa un número en el brazo a fin de asumir la identidad de un amigo judío de la infancia; o como Max (2014), de la francesa Sarah Cohen-Scali, en la que un niño nazi sueña, desde antes de salir del vientre de su madre, con llegar a ser un oficial de la SS (y en cuyas páginas resuena la mordacidad de la prosa de Hilsenrath), saltan a la vista las no tan sutiles diferencias entre sátira y comedia. Sin ir más lejos, la distancia irónica que, por extraño que parezca, supone asimilar el objeto de aversión, toda vez que el escritor satírico se ve obligado a comer del cadáver de su enemigo, según ha dicho Walter Benjamin.

La escasa comicidad de La Zona de Interés, lo poco que estimula el músculo de la risa en el lector, tal vez se deba a que el carácter transgresivo de la sátira se ve limitado por el verosímil. Distinto es el caso de La flecha del tiempo (1991), la otra novela de Amis sobre el nazismo, donde el dispositivo que narra de atrás para adelante —de la muerte al nacimiento— la vida de un médico nazi que hizo experimentos con seres humanos es el correlato formal de la hipótesis que esgrime Robert Jay Lifton en su ensayo The Nazi Doctors (1986): la idea de que Auschwitz funcionaba como un “hospital al revés” donde médicos y científicos invirtieron el juramento hipocrático. Como si se tratara de uno de esos discos de rock donde se ocultan mensajes satánicos, Odilo Unverdorben cuenta que él “extraía” con una jeringa querosén de las venas de los prisioneros, que las selecciones en la rampa eran “reuniones familiares”, y que los guardias de la SS toqueteaban a las mujeres “para regalarles una joya, un anillo”.

Más allá del cuidado con que Amis disimula las costuras de su exhaustivo trabajo de investigación, La Zona de Interés tiene a su favor la visión global que da del universo concentracionario, personajes y situaciones en los que la banalidad del mal adquiere un sentido inquietante, una polémica incursión a la “zona gris” que no descuida sus claroscuros, y el tono de la lengua del Tercer Reich obtenido con diapasón wagneriano. La ironía gélida, en absoluto jocosa, con que la novela reflexiona sobre el profesionalismo de quienes podían verse en un problema si un crematorio se averiaba como consecuencia de la sobreproducción de cadáveres (se sabe que durante las deportaciones de los judíos húngaros en 1944 se terminaron las latas de Zyklon B y muchos fueron arrojados vivos a las fosas ardientes), es la forma sarcásticamente espeluznante que tiene Amis de poner al desnudo la concepción capitalista —y, por ende, fordista y taylorista— que había detrás de un movimiento político que proclamaba ser más socialista que el propio socialismo.

De ahí que el autor evite usar la palabra “Auschwitz” en la novela: no tanto por un reparo ante su carga simbólica, sino para privilegiar un topónimo que explicita el papel que jugó el capital en todo aquello. Dueña del dudoso honor de ser la primera empresa en tener un campo de concentración propio, la fábrica Buna-Werke era un lugar donde la explotación de la mano de obra esclava se confundía con las políticas de exterminio de los nazis.

Con una galería de personajes que expresa la brutal división del trabajo que imperaba en el LagerLa Zona de Interés aborda tanto la tecnificación de los campos como su trasfondo burocrático y administrativo. Porque no hacía falta estar en Berlín para ser un “asesino de despacho”, el genocida que supervisa la “descarga” de un tren, látigo en mano, o sigue las alternativas de un gaseamiento a través de la mirilla, es el burócrata que lidia con el “aspecto oficinesco de las cosas” y con la contabilidad de “un montón de montones”. Desde dientes, valijas, pelo, zapatos y latas de Zyklon B (“es más barato que las balas”), hasta cadáveres exhumados de una fosa común (donde la putrefacción ha comenzado a levantar la tierra), cobayos humanos (la farmacéutica Bayer le regatea a Doll el precio de ciento cincuenta mujeres para la prueba de un nuevo anestésico del que no despierta ninguna) o caderas carbonizadas para ser enviadas a los molinos de huesos.

Más que El gran dictador (1940), la película que Chaplin no habría filmado si hubiese sabido de la existencia de los campos —según él mismo confiesa en su autobiografía—, el referente parece ser aquí Tiempos modernos (1936). También hay alusiones a La tercera noche de Walpurgis, texto que Karl Kraus escribió en 1933 para ajustar cuentas con los nazis recién llegados al poder, y que decidió no publicar en vida por temor a sufrir represalias, pero también porque había llegado a la conclusión de que no puede ser “la locura objeto de sátira”. Tales reparos en relación con los usos del humor, que serían compartidos tiempo después por otro gran satírico como Chaplin, no parecen condicionar a Amis, quien busca responder la pregunta sobre el genocidio (que es siempre, en primer lugar, una pregunta sobre los alemanes) escribiendo una ficción no sobre la Shoah sino sobre Auschwitz. Después de todo, como dice Tzvetan Todorov, “hace falta reconocer nuestra imagen en la caricatura que nos devuelven los campos, por muy deformante que sea semejante espejo”. Y saber distinguir lo que hay allí de específicamente nazi para comprender cuánto más allá de los límites de la representación están los límites de la sátira.

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De OTRA PARTE, 13/10/2016 

Horror en Namibia: el genocidio herero y namaqua

MARIO LOZANO

La historia de las matanzas entre seres humanos es, por desgracia, tan antigua como la propia humanidad. Los primeros asesinatos los encontramos registrados en la remota prehistoria: especialmente famoso es el caso de Ötzi, el cadáver congelado hallado en los Alpes, que murió herido por varias flechas. Ya en la era histórica, los primeros conflictos organizados que tenemos registrados se originan en Mesopotamia y Egipto. A partir de entonces, las guerras han sido compañeras inseparables del devenir humano, alzando imperios o pequeños estados y derribando a otros.

Sin embargo, ha sido durante el siglo XX cuando la brutalidad del asesinato masivo ha alcanzado cifras apocalípticas. A muchos nos vienen a la cabeza genocidios como el de los nazis contra los judíos o los gitanos, el de los turcos otomanos contra los armenios o, mucho más reciente, el de Ruanda. Todos ellos de números espeluznantes: millones de seres humanos asesinados por el mero hecho de pertenecer a un determinado grupo étnico al que se odia, al que se quiere exterminar.
Iglesia de Cristo y monumento a la caballería alemana antes de ser cambiado de lugar en 2009

Pero algunos de estos crímenes no son tan conocidos. Por eso, hoy queremos recordar que uno de los primeros genocidios del siglo XX comenzó en África, más concretamente en la actual Namibia. Aunque sus cifras no fueron tan terribles como las de otros genocidios posteriores, la intención de borrar del mapa a dos grupos étnicos fue exactamente igual.

El territorio de la actual Namibia se compone de dos grandes desiertos: el del Kalahari, cuyas precipitaciones anuales permiten el desarrollo de una escasa vegetación de la que dependen no pocas especies animales, y el de Namibia, de grandes campos de dunas. La vida para el hombre allí ha sido siempre difícil; no en vano, los pueblos que la habitan, como los namaqua –del grupo khokhoi- y los ovambo o los herero –bantúes-, entre otros, son nómadas, luchando constantemente por encontrar agua donde poder saciar su sed y la de su ganado.
Alemanes combatiendo a los rebeldes herero

Durante la época del nefasto reparto de África, a finales del siglo XIX, los alemanes pusieron sus ojos en aquella reseca extensión de terreno, la única que no reclamaban ni portugueses ni ingleses. De esta manera, en 1883, un comerciante llamado Lüderitz adquiría una porción de terreno en la costa cerca de Angra Pequena. Así nacía la aventura germana en el sudoeste africano.

Por su clima seco y ausencia de enfermedades, junto con la existencia de algunas tierras fértiles, la nueva colonia del África Sudoccidental Alemana se convirtió en un territorio apto para la colonización blanca. Pronto los colonos empezaron a instalarse en el terreno, arrebatando a los nativos sus tierras y su ganado. Éstos, además, pasaron a convertirse en mano de obra barata al servicio de los alemanes. La situación empeoró con la construcción del ferrocarril de Otavi, el cual facilitó la penetración germana al interior. Las violaciones de mujeres herero, frecuentes y rara vez castigadas por el derecho germano, añadieron más leña al fuego del descontento aborigen.

Los abusos y el racismo de los germanos exacerbaron los ánimos entre los pueblos nativos, que pronto se decidieron a tomar las armas. La rebelión estalló en 1903, liderada por los Nama. Pronto se les unieron los herero, una etnia bantú. En un primer ataque, dirigido por el jefe Samuel Maharero, mataron a entre 123 y 150 colonos alemanes, logrando cortar las comunicaciones de Windhuk –hoy Windhoek-, la capital colonial. El gobernador Leutwein, aterrorizado, pidió refuerzos a Berlín, quien le envió al general Trotha al mando de un ejército de 14.000 soldados.

Trotha era una persona inflexible, que consideraba que con los rebeldes no se podía negociar. Así, tomó la drástica decisión de exterminar a los herero y los nama o, al menos, conseguir expulsarlos del territorio ocupado por Alemania. Además, el general germano creía que la lucha con los nativos era un asunto de guerra racial por los recursos, por lo que sólo cabía exterminarlos.
Lothar von Trotha

Lothar von Trotha pudo contener a los levantiscos hereros y namas, derrotándolos en la batalla de Waterberg, librada entre el 11 y el 12 de agosto de 1904. Los alemanes procedieron a perseguir a los que no habían podido capturar tras la derrota, matándolos sin piedad junto a mujeres y niños. Sólo 1000, con Maharero a la cabeza, lograron cruzar la frontera con la Bechuanalandia inglesa (hoy Botswana), mientras otros murieron intentando encontrar agua potable en el desierto de Omaheke.

Pero la brutalidad de Trotha no quedó ahí. Tras prohibir a los que habían escapado su entrada en la colonia, ordenó el internamiento de todos los herero y los nama en campos de concentración, siendo el más famoso el de Shark Island, en Lüderitz. Sometidos a trabajos forzados, hambrientos, enfermos y azotados con frecuencia, se cree que entre el 50 y el 75% de los presos murieron entre 1905 y 1907. Además, a algunos se les inyectó opio y arsénico, siendo empleados como cobayas humanas. Unas 300 calaveras fueron enviadas a Alemania con el fin de ser utilizadas para demostrar la supuesta superioridad de los blancos sobre los negros.

Algunas voces alemanas mostraron su disconformidad con los métodos empleados por Trotha –en quien no es difícil ver a un precursor del nazismo-, como el propio gobernador Leutwein, quien quería llegar a un acuerdo con los herero y los nama y, sobre todo, el canciller imperial Bülow, que veía aquel exterminio como un acto inhumano. Pese a todo, nada cambió.

Una vez que se clausuraron los campos, la humillación no terminó para los nativos. Los 19.000 supervivientes fueron repartidos como mano de obra barata para los colonos alemanes, teniendo que portar siempre un disco de metal con su identificación. Pero lo peor, sin duda, fue la prohibición de poseer ganado, algo fundamental para una sociedad ganadera.

Los crímenes de los alemanes en Namibia no fueron revelados a la opinión pública internacional hasta 1918, cuando el Imperio Alemán fue derrotado. Las cifras de las víctimas son difícilmente calculables, ya que nadie sabía con exactitud cuántos nativos habitaban el territorio, dada su alta movilidad. Se estima que murieron unos 10.000 namas y entre 25.000 y 100.000 hereros, lo que suponía el 80% del total existente antes de las masacre.

Alemania pidió perdón a los herero y los nama cien años después, en 2004. Con las excusas llegó una cierta cantidad de dinero para compensar a los descendientes de las víctimas y numerosos actos de reconocimiento del dolor causado. Se reconoció el daño hecho, aunque las cicatrices del genocidio aún pueden sentirse en la actual Namibia.

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De REINO DE AKSUM/Cultura etíope y eritrea, 08/05/2016

Imagen: Supervivientes herero 

Wednesday, December 28, 2016

Braulio Blas Soto

PABLO CINGOLANI

Braulio Blas Soto era medio puelche, medio gallego, medio irlandés, medio matrero y medio loco
Braulio Blas Soto era medio baqueano, medio cateador, medio vago, bastante borracho –su sangre irlandesa- y medio loco, insistiré con ello
Sus hazañas, hallazgos, galardones y merecimientos eran memorables al sur del Aconcagua
Descubrió la famosa mina de ópalos del cerro Cochicó, unos ópalos nobles, de colores fogosos
Encontró turquesas inmensas, como huevos de ñandúes, en Andacollo y un cuerno de unicornio en la pampa de Litrán que enterró en algún hueco, que no señaló, y luego extravió en su memoria
Halló numerosos puertos de montaña, ausentes de la cartografía, que atravesaban la cordillera siguiendo inmemoriales huellas indígenas
Debajo de un promontorio de piedras negras, encontró un amarre de cueros, y dentro del alijo, una carta dirigida a Manuel Rodríguez firmada de puño y letra por el mismísimo San Martín donde le instaba a seguir hostigando a los godos con sus guerrillas
La carta la perdió en un juego de naipes en una noche de mala espina interminable en Curicó
El 47, era enero, salvó la vida al único sobreviviente de la caída del avión postal holandés que se estrelló cerca al lago Epu Lauquen
El rey de Holanda le envió otra carta, agradeciéndole el rescate, y también una medalla, grabada en oro, con un sol y laureles. La perdió también, una vez que creció el Atuel y casi muere cuando las aguas arrastraron a Estrella, su yegua
Amigo de Saint-Exupéry, se los veía juntos en una fotografía donde el conde lucía un quillango finísimo que Soto le obsequió y que, a su vez, le fue regalado a él por un cacique tehuelche. La foto se quemó en un incendio cuando los nazis se tomaron Lieja

Un invierno, entró a explorar las serranías de Auca Mahuida en compañía de un kallawaya que había arribado solitario desde las montañas de Bolivia. Cómo aparecieron tres meses después en Carmen de Patagones, doscientas leguas al este, nadie puede dar fe. Uno dijo que fueron volando porque “el boliviano ese era un mago poderoso”. Otros le creyeron a Soto: caminaron por la nieve, guiados por el sonido del mar que el brujo del norte escuchaba en su caracola. ¿Y qué comían? –preguntaban con avidez. Chuletas de guanaco y plantas de la tierra, aseguraba Braulio Blas. ¿Y dónde dormían? En cuevas, si nos topábamos, o en pozos que cavábamos con las manos ¿Y qué encontraron? –inquirían, alucinados. Soto se volvía lacónico y contestaba, invariablemente: el poder del viento
Braulio Blas Soto era medio sabio, medio extraño, medio inclasificable
Lo que no había término medio para definirlo era en esto: Braulio Blas Soto sabía contar
Vos le ponías dos ginebras en la mesa y te narraba en verso, corregida y aumentada, la historia de Marco Polo –decía, también, que era medio veneciano, me faltó aclarar

Lo conocí en un boliche de Algarrobo del Águila, un lugar que merecería figurar en todas las bitácoras sólo por su nombre
Es lo más agreste de La Pampa, la provincia de La Pampa, territorio puestero, reino del caldén, el fraile Aldao pasó por aquí cuando Tata Rosas lo mandó a pactar con las tribus, te cuenta Braulio Blas Soto y lanza un dardo: una bisabuela mía fue su amante…
¿Amante de Aldao? –mi curiosidad me abruma: la historia de Aldao es una de las mejores historias argentinas que se pueden evocar, la historia del general dominico, el fraile guerrero, el gobernador progresista y amigo de los pobres, el militar despiadado. Una síntesis, un mundo: un país
Si, de Aldao, del mismo –insiste Soto y hace una seña: dos ginebras más

Mi bisabuela se llamaba Fiona. Aldao la rescató. Era cautiva de los puelches. Era hija de un irlandés, comerciante en cueros, afincado en Tapalqué, y más borracho que yo. Se apellidaba Kelly. Lo mataron en una riña de gallos, el mismo año de Caseros. Mama Fiona se afincó en Mendoza. Aldao le dio unas tierras por los lados del Tupungato. Tuvo nogales y miles de cabras. Un día conoció a un francés que estudiaba piedras y escribía poemas. Se enamoraron. Partieron rumbo a Chile, a embarcarse en Valparaíso, con la promesa de Europa. Era verano. Un alud de nieve la sepultó con el franchute en el medio de la cordillera –Braulio Blas Soto no cesa de reírse y vuelve a pedir dos más. Nunca pude encontrar ni medio hueso de la abuela, ni menos que menos los baúles del francés –todos, al sur del Aconcagua, juraban que estaban llenos de oro de los indios antiguos y de piedras raras que cualquier sultán de Adén pagaría sin dudar un dineral por ellas…

¿Y?- lo apuro
¿Y qué? –me mira fijo
¿Y el tuyo? ¿Tu tesoro?
Ah, se inspira: ya te deben haber contado…
Y si, le digo: no voy a venir al pedo desde tan lejos…
Al sur del Aconcagua, el tesoro de Soto brillaba más que ningún otro.

* * *

Braulio Blas Soto tuvo su momento de gloria: cuando apareció en las páginas de los periódicos de Buenos Aires diciendo que había descubierto una ciudad perdida en medio de la nada. La noticia la trajo un ingeniero de YPF que lo había conocido en Chos Malal, cuando andaban por ahí prospectando petróleo. Nadie le creía al ingeniero hasta que en un coctel del club de ajedrecistas de refugiados de Lublin, se encontró con Levillier, el insigne Levillier, historiador canónico.

Ahora cuenta Soto: Levillier, Roberto Levillier, dice que le dijo al ingeniero: ¿y cuántas botellas de vino se chupó el paisano –paisano me dijo el coso, Soto reía- antes de que le cuente la historia de la ciudad perdida?
Unas siete, tal vez ocho –le respondió el ingeniero- sabía beber el hombre
Entonces, debe ser cierto: los borrachos no mienten –dicen que le aseguró Levillier, Roberto Levillier, y luego ametralló con el sitio, con la más aproximada ubicación del sitio donde se localizaba la ciudad perdida

Está en las faldas de un volcán –secreteó el funcionario, mientras bebían el mejor vodka de todas las Polonias

Quise saber su nombre pero Soto no me lo dijo. Insistió, amagó pedir licor, pero Soto lo cortó en seco: mirá, ingeniero, volvete a Neuquén por donde viniste y traete caballos, hombres, herramientas, carpas y un buen fajo de billetes, ¡ah! y dos botellas de whisky de Irlanda, una para mí solito y otra para que la compartamos, y yo lo llevo

Levillier no se acongojó. Puso a funcionar su extraordinaria memoria geográfica y luego exclamó, para sí, para el ingeniero, para el mundo entero: ¡Caramba, Suárez! (así apellidaba el ingeniero), ¿acaso no se ubica? Al norte de Chos Malal, está la Cordillera del Viento, y en esa cordillera, el pico principal es un volcán –Levillier estaba exultante, estaba a punto de volver a descubrir con Balboa el Océano Pacífico. Fue entonces que pegó un alarido y luego gritó: ¡el Domuyo, el volcán Domuyo, querido Suárez!

Suárez se sorprendió (por tanto cariño). Sólo atinó a decir: ¿y ahora que hacemos, Levillier? Nada, por ahora nada, brindemos nomás por este feliz encuentro. Mañana, voy al periódico para anunciar que la Ciudad de los Césares está a punto de ser re-descubierta

Dicho y hecho. Dos ginebras más. Al otro día -15 de septiembre de 1955-, la noticia salió publicada en La Prensa, el periódico de los Gainza Paz que había sido expropiado por el gobierno peronista. El titular decía: DESCUBREN CIUDAD PERDIDA EN LA PATAGONIA. El subtítulo aclaraba: SE TRATARIA DE LA CIUDAD DE LOS CESARES, SEGÚN LEVILLIER Y EL ARRIERO SOTO (las carcajadas del susodicho retumbaban en el bar y medio Algarrobo del Águila) Al otro día, esto es historia conocida: vino el golpe de estado contra el general Perón, que se exiló en una cañonera paraguaya. La llamada Revolución Libertadora arrasó con todo

¡Qué mala leche, compañero! –sentenció Braulio Blas y me abundó para mayor esclarecimiento: vaya a cualquier biblioteca y trate de conseguir un ejemplar de La Prensa de esos días. No hay ni mierda. Los milicos prohibieron hasta la Marcha Peronista y de la Ciudad de los Césares, si te he visto, no me acuerdo. El potencial mayor descubrimiento arqueológico de toda la historia argentina frustrado por una asonada de entorchados: cierra, a mí me cierra

¡Traé dos ginebras más, Manuel! ¡Salud, mi amigo! ¡Por la Ciudad de los Césares! Disculpame un momento, Soto: ahora vuelvo

Es noche profunda. Es más profunda aún en Algarrobo del Águila. Salgo a hacer aguas afuera. Quiero aire. Es mucha historia junta. Mientras desaguo, busco visualmente la Cruz del Sur, luego apunto mi mirada al sudoeste, más preciso: al sud-sudoeste. Vuelo, mentalmente, cincuenta leguas en línea recta. Ya la veo

Allí está.

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Fotografía: Volcán Antuco, Chile, con el volcán Domuyo, Argentina, al fondo.


La ciudad ausente

HOMERO CARVALHO OLIVA

Dime de qué ciudad vienes
y te diré quién eres


Amanece en la ciudad de las alturas, el viento frío de la mañana hincha las tres blancas velas del Illimani, carabela mayor del mar altiplánico, que se dispone a zarpar hacia el incierto día. El Illimani navegará por las horas hasta arribar al puerto de la noche, dejando que el aire seco de la puna se vuelva viejo y cuente historias.

Cada madrugada abordo el Illimani y salgo a navegar buscando la ciudad ausente, perdida en el cielo azul de los recuerdos. Trajinando el tiempo, hoy descendí a barlovento por la calle Almirante Grau y avancé por la Murillo, hasta detenerme frente a un vacío, vacío inmenso que dejó un conventillo, conocido en el barrio de San Pedro como el antiguo Garaje Romero. Su recuerdo estalla en mi nostalgia, cual tormenta de destellos que como estrellas caídas rebotan en el asfalto de la avenida que atraviesa el lugar donde estuvo el último de los conventillos de La Paz

Ciudad que, anidada en la alta meseta, yace sumergida en una hoyada antediluviana, donde ya existía una población antigua que antes que “Pueblo de La Paz fundaran” (como canta el himno) ya poseía su ajayu, su alma ancestral. A medida que la ciudad crecía buscaba la gente que se juntaba en las casonas de dos y tres patios reproduciendo sus comunidades rurales en los ayllus urbanos de los conventillos que eran acechados impunemente por los recién llegados a la ciudad. Sus habitantes, venidos de todas partes, traían sus semillas de soledad que por las noches regaban en el silencio de sus cuartos. Vinieron de la provincia del lago, del mundo de las criaturas de piedra, vinieron del valle de Sorata y de los Yungas, de la tierra de las frutas y las hojas de coca. Mujeres y hombres, ancianos y niños buscaban el sueño de la ciudad futura y despertaban en algún rincón ajeno.

Los que llegaban contaban historias de sus lugares de origen, los nacidos en los conventillos poseídos por el espíritu de Los Andes, habitados por la Montaña contaban la historia de la propia ciudad. Para los recién llegados La Paz era un puente imaginario que unía al campo con la ciudad donde el aymará y el castellano se cruzaron pariendo el lenguaje paceño el lenguaje con el que habla la ciudad “De la urbe de la montaña su legado somos”

Días tras días, cuarto tras cuarto, emergiendo de ruinas y esperanzas de encuentros y apariencias, remiendo tras remiendo, nacieron los conventillos que fueron vistiendo a la ciudad como si fuera un saco de aparapita. Los conventillos se multiplicaron con el tiempo en el siglo veinte, después de la Revolución Nacional y eran tantos como los mercados de la ciudad; la vida bullía adentro de ellos, tanto que los achachis decían que de mercados y conventillos se hizo La Paz, Chuquiago Marka, la ciudad a orillas del Choqueyapu.

Los conventillos tenían dueños de rancios apellidos, como viejas sus casonas y los inquilinos comentaban que para cobrar las rentas llegaban puntuales como las desgracias.

A medianoche, acurrucados por la ciudad, dormían los conventillos, mientras fantasmas insomnes asomaban entre los oscuros zaguanes despabilando a los trasnochadores. Para las imillas y los llocallas, de mejillas escarchadas y sonrisas fecundas no existía otro mundo que los conventillos. Las mañanas se inquietaban, cuando los niños dejaban de jugar y reflexionaban sobre la vida, al mediodía las doñas olvidaban sus rencillas facilitándose huesos para sazonar la lawa; por las tardes los amores furtivos trastornaban la lavandería y durante las noches los hombres se despojaban de la rutina y volvían a su infancia jugando a ser mayores.

Había de todo en los conventillos: familias que florecían sin falta en cada primavera, viejos faunos domesticados que inútilmente deseaban a las cholitas y sirenas que lloraban porque sus peces escaparon por los lavamanos. En los crepúsculos, ardiendo como soles, los jóvenes se aventuraban, en apasionados recorridos, por sus trémulas geografías y en sus cuartos se oían rumores que alborotaban al vecindario, mientras en los de los casados los rumores subían de tono hasta convertirse en maldiciones. En algunas piezas el sol no era bienvenido, sus moradores nunca abrían las puertas y las ventanas, vivían condenados a la vigilia sospechando que era más que suficiente soportarse entre ellos.

Cuando había jolgorio, los babélicos conventillos se transformaban en ferias populares había música, baile, comida, amores, peleas después del preste llegaba el fin del mundo y la vida continuaba más allá de los festejos. En los martes de ch’alla, los mallkus, achachilas apus recibían ofrendas en los patios, les quemaban ricas mesas y mientras se ch’allaba las awichas y las solteronas encendían devotas veladoras rezando a la Virgen y a la Pachamama.

En los conventillos siempre hubo mártires que honrar. Los veteranos se jactaban de las epopeyas protagonizadas por sus héroes, en las reincidentes revueltas políticas y en las revoluciones y los golpes de estado los conventillos se convertían en santuarios, nadie entraba sin permiso de los vecinos. En las fechas cívicas alardeaban de sus ilustres hijos fueron ministros fueron generales el hijo del mengano el hijo de doña fulana lo cierto es que las personalidades nunca volvieron por los conventillos. En las fiestas religiosas hasta los ateos invocaban a Dios, rogándole les diera alas y buen viento para volar más allá de sus paredes.

Cuando las montañas desataban las aguas del cielo, arrastrando miserias por las calles paceñas, los patios quedaban desolados, como si la vida se hubiera ido a otra parte. Los conventillos guardaban entre sus paredes los secretos de la ciudad oculta, de aquella de la que se hablaba en susurros, cuyos misterios eran ríos de palabras, que inundaban las conversaciones. Con los años modernos edificios espantaron a los anacrónicos conventillos, algunos muertos se resistían a irse y desandaban por donde vivieron, pero resignados tuvieron que hacerlo arrastrados por los escombros de las casonas derrumbadas. El garaje Romero, de la calle Pedro Domingo Murillo, el último de los conventillos, se fue en la víspera y desde entonces su ausencia transita por la calles de la ciudad de Nuestra Señora de la Paz de Ayacucho.

Barrio de San Pedro, La Paz

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 27/12/2016




Monday, December 26, 2016

vuelve a casa, ¿vuelve?

PABLO CEREZAL

Crece a diario el número de españoles que ven anidar en sus carnes las muy diversas modalidades de mordida que propina la voracidad de unos gobernantes insaciables. En esto se podrían resumir las lamentables noticias con que vamos abandonando este año nefasto. Bueno, tal vez podrían unirse al resumen una masa, aún más amplia, de ciudadanos de otros países. Más si tenemos en cuenta la creciente y -en boca del nuevo Ministro de Exteriores patrio- amplia de miras, movilidad exterior de gran parte de los habitantes de este planeta. 

Y es que los titiriteros han decidido renovar su corral de tragicomedias sustituyendo algún que otro títere del anterior Gobierno por nuevos, más lustrosos y de apellido más desconocido (salvo por sus familiares). Así la cartera de Exteriores, que porta hoy un nuevo y flamante depredador, pero en cuyo interior anidan aún los restos del anterior banquete.

Últimamente fumo demasiado. Sí, a pesar del precio. Y sólo tabaco, advierto, justamente por el precio. Tabaco de liar, que se supone menos dañino y, a la par, menos gravoso para la salud. El caso es que siempre quedan, finalizando el paquete, unas hebras de tabaco que no dan para liarse un nuevo cigarro. Así que las trasvaso al nuevo. Y ahí quedan, me temo, hasta el siguiente cambio de paquete, en que repito idéntica maniobra. Al final, pienso, hay unas hebras de tabaco que siempre quedan sin fumar. Lo mismo son infumables, si me permiten el estúpido juego de palabras. Debería dejar de fumar... en fin.

El caso es que algunos de los muy y mucho españoles que andan merodeando geografías lejanas, tienen por costumbre, si la economía lo permite, volver a casa por Navidad, abrazar a los familiares y amigos, ensuciar el mantel de Nochebuena con lamparones de melancolía retenida largo tiempo en vasijas de lágrima huérfana. Dice el citado Ministro que no es grave eso de dejar familia y amigos. Y hemos de darle la razón: el abandono de lo propio no es enfermedad que socave los escasos recursos de la sanidad pública. O sea, que de hacer nueva vida lejos de casa nadie se muere... y si lo hacen ocurre lejos, fuera, y sin cargo alguno para nuestros bolsillos. Uno, que ha vivido largo tiempo en el extranjero, sabe de lo que habla. Pero me asaltan las dudas al respecto de esta certeza gubernamental de que los que salen del propio país (aunque este, no lo olvide el Ministro, en numerosas ocasiones, se reduzca a la geografía carnal del abrazo amigo y materno) lo hacen porque son intrépidos, altos de miras, aventureros... y no dudo por los conciudadanos exiliados, no: lo hago por los naturales de otros países que guardan en su interior idéntico espíritu viajero, ya saben: sirios, afganos, subsaharianos, magrebíes, sudamericanos, toda esa indómita caterva de irreductibles salvajes con ansia de crecer en sabiduría y conocimiento haciendo lo único que resta a su alcance: viajar, conocer nuevas sociedades... perder países, que dijese mi amado Pessoa.

Hay quien habla de la necesaria Revolución. Hay quien asegura que deberíamos comenzar demoliendo los cimientos que tan mal nos sustentan para poder edificar nueva sociedad. No seré yo quien lo ponga en duda. Pero quizás, tal vez, deberíamos comenzar por exigir al Ministro que abrace a todos los exiliados que su correligionario de Interior ametralla con pelotas de goma (o de vaya usté a saber qué otros armamentos fabricados por su antiguo correligionario de Defensa) en la frontera de Melilla, por ejemplo... sí, las concertinas esas, y tal. Al fin y al cabo, hablamos de ciudadanos abiertos de mente, ansiosos por recorrer geografías inhóspitas... como los españoles que emigran, o sea.

Sinceramente, pienso en esto y se me va la cabeza. Miro a Munay dormido, afortunadamente alimentado, y valoro si puedo o no pasar, esta noche, sin abrir esa latita de sardinas en aceite que me alimente a mí -como a él la tortilla- los sueños. Luego pienso si no sería mejor regresarme a Bolivia, que tanto me abrió la mente, señor Ministro. De ahí, no puedo evitarlo, mi discurrir cerebral entra en barrena, y acabo pensando que tal vez no era yo uno de esos jóvenes españoles intrépidos y despegados que hacen vida en cualquier rincón con el único ánimo de ser emprendedores, abiertos de miras... y es que ya no soy tan joven, y parte de mi juventud la quemé lejos de los míos. 

Sinceramente, señor Ministro (disculpe que no diga su nombre, pero a mí, tan español, me resulta demasiado ajeno, como noruego o así), tal vez tenga razón, pienso, porque el retorno, si no es por Navidad, te descubre que los que se proclamaban amigos no tienen noción de dicha cualidad, y que los familiares sólo se preocupan por ver quién trincha el pavo. Eso sí: deje entrar, de una vez, en España, ese fulgor nacarado de una sonrisa negra destrozada a dentelladas de hambre, ese ondear de banderas escritas en árabe que ansía alimentar a los suyos con la única lengua que conoce, porque ellos también son aplaudidos por los gobiernos que les someten, cuando deciden poner fin a su tormento de pan que no llega y salario que nos comemos, nosotros, entre las migajas de su crujientes de su coltán y su aceite de palma. Se van. Dejan familia y amigos. Viajan con amplitud de miras. Son emprendedores.

Y no se sienta atacado, señor Ministro, por el equívoco que han generado sus declaraciones. Tiene usted la suerte de poder decir lo que le plazca en televisiones y Congresos. Tiene usted la suerte de la sopa cinco estrellas y el jamón pata negra. Y tiene usted el apoyo del resto de títeres. Me explico: tenemos una Ministra de Defensa que para defenderse de quién sabe qué duplica el gasto militar mientras encomienda la vida de nuestros militares a dioses y vírgenes, y un Ministro de Cultura que ha danzado alegremente durante toda su juventud al ritmo de Leonard Cohen, y un Presidente de la cosa que cuenta por kilómetros de caminata matutina el número de familias que esta Navidad sólo podrán soñar con el regreso de los suyos mientras calientan el pollo relleno de nada a la luz de una vela dibujada en una postal navideña.

Así que: Feliz Navidad, señor Ministro... pero tenga cuidado con la cena de Año Nuevo, no vaya a ser que algún español viajero y alto de miras haya decidido envenenar su Möet Chandon con chicha boliviana, por ejemplo (le aseguro que puede resultar nociva en cantidades no tan excesivas... cuando a uno sólo le apetece beber para olvidar).

Vuelvo a pasar los restos de tabaco al siguiente paquete. Como los Ministerios se pasan la cartera dejando en su interior lo inservible. Quizás este tabaco sea infumable y deba tirarlo a la basura. Quizás igual los Ministerios, y esas pequeñas hebras de ignominia que pasan de cartera a cartera. Quizás en esos restos de tabaco quepa toda la Revolución que aún no llega y, por tanto, le permite a usted, señor Ministro, aullar en el Congreso lo que el titiritero le susurra al oído.

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De POSTALES DESDE EL HAFA (blog del autor), 26/12/2016

Fotografía: Pablo Cerezal


"En el sistema capitalista todos somos putas"

NICOLÁS GARCÍA RECOARO

“La libertad es el oficio más viejo del mundo”. Así grita el cartel que cuelga de una de las paredes del bar Vuela el Pez, sede de la primera edición del festival ¡Fuerza Puta! El encuentro, en la difusa frontera entre Palermo y Villa Crespo, se propone hacer visible el deseo de autonomía y reconocimiento de las trabajadoras sexuales argentinas. Empoderarlas, darles la palabra. 

“El trabajo sexual no está penalizado, y aun así la policía violenta persigue a las trabajadoras, las criminalizan. Por otro lado, no se reconocen sus derechos laborales y buena parte de la sociedad ubica su trabajo corporal como el más deleznable de todos, las condena a la marginalidad y además son acusadas de usar la sexualidad como un servicio que ‘denigra’ la dignidad. Para la mujer, la sexualidad debe ser ‘sagrada’ y reservada sólo para la reproducción, no al goce, no al negocio. Un prejuicio muy arraigado y ante el que intentamos revelarnos”, explica a Tiempo Agustina Paz Frontera, periodista, poeta y organizadora del encuentro, junto a la artista visual Fátima Pecci Carou. “Se nos ocurrió generar un espacio desde el arte y la cultura, que incentive una forma problemática de pensar la sexualidad, los placeres, el abolicionismo. En un país que tiene una larga tradición con los Derechos Humanos, pero en el que siempre se pensó a las trabajadoras sexuales en función de víctimas, y no como un auténtico empoderamiento que puede tener una mujer que quiere trabajar”, arriesga Frontera.

El ágape incluye un menú variado: lecturas, bandas en vivo, conversatorio con trabajadoras nucleadas en Ammar –el sindicato de trabajadoras sexuales–, “tiraditas” de tarot y proyección de films porno-feministas. También la exposición de obras de arte: una vulva pantagruélica que invita a ser acariciada, creada por las artistas Mariana Lazo y Valeria Camerano Ceijas, engalana el salón principal.

Frontera, que forma parte del colectivo NiUnaMenos, resalta que en el último Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario hubo un taller renovador sobre trabajo sexual. “Antes sólo se abordaba el tema desde la trata o la ‘situación de prostitución’, o sea desde la vulnerabilidad. Se les decía que eran esclavas, víctimas del patriarcado, o que eran serviles al sistema. Se ponía en duda la voluntad de las trabajadoras. El feminismo también tiene que romper con esas miradas.”

Unidas y organizadas

Georgina Orellano es la secretaria general de Ammar. Poco antes de participar en el conversatorio junto a tres compañeras resalta que “es importante que se generen este tipo de espacios porque muestran el avance de las trabajadoras sexuales, que siempre estuvimos muy invisibilizadas”. Tiene 29 años y trabaja hace diez haciendo la calle, en Villa del Parque. “Si vuelvo a nacer, elegiría ser trabajadora sexual, ya no a los 19 años, sino a los 18, porque a la distancia creo que perdí todo un año”, arriesga orgullosa la morocha. Comenta también que abraza el feminismo que le da poder a las mujeres para elegir qué quieren hacer con su cuerpo. Sobre su rol sindical, Orellano rescata el carácter rupturista de Ammar: “Integramos la CTA, y muchas compañeras vienen de otros países a conocer nuestra experiencia. Tenemos muchas batallas ganadas, pero hay que seguir peleando por las políticas públicas, resistir las embestidas abolicionistas y las falencias de la política anti-trata.” 

María Riot es otra trabajadora sexual que combina en partes desiguales su labor con el activismo. “No vendemos nuestro cuerpo, primero porque es nuestro y no se puede vender, y segundo porque nuestra profesión no es otra cosa que ofrecer sexo a cambio de dinero”, afirma la joven de 24 años, nacida en el oeste del Conurbano. Comenzó en el gremio como webcamer en Internet, luego exploró los encuentros en el mundo físico y hoy incursiona en el cine porno-feminista, ético y alternativo. Aunque María prefiere llamarlo “porno” a secas. Pasa la mitad del año en Europa, rodando. Anuncia que en el futuro cercano quiere explorar el rol de directora, con producciones Made in Argentina. “Películas que le den más espacio al placer de la mujer, y no tanto al hombre, como se ve en las mainstream. Mostrar otras sexualidades y romper estereotipos.”

La dama del puerto

Para romper el hielo de la calurosa tarde, el escritor y periodista Osvaldo Baigorria lee fragmentos de Memorial de los infiernos, la ardiente biografía publicada por Julio Ardiles Gray en 1972, sobre la primera militante sindical e impulsora de la agremiación de las prostitutas en estas pampas, Ruth Mary Kelly. “Trabajó muchos años en prostíbulos, pero prefería ser una trabajadora independiente. Decía que era una artesana del sexo”, resalta Baigorria, quien luce un furioso rojo shocking sobre sus delgados labios. Recuerda que Kelly se ganaba la vida en la zona portuaria de Buenos Aires. Relojeaba en la sección marítima de la prensa los horarios de los barcos que arribaban. Puntual, se presentaba en los muelles, subía a bordo y luego pasaba varios días trabajando en los camarotes. “Venía de una familia de migrantes británicos venidos a menos, manejaba perfecto el inglés. Decía que el dominio de la lengua ayudaba a que los marineros la eligieran, porque podían conversar con ella.” Más allá de satisfacer sus deseos, los navegantes querían compartir sus andanzas y desandanzas en los siete mares. Los más atrevidos, incluso, llegaban a pedirle que les cosiera algún botón flojo de sus abrigos.

Kelly fue cultora de una ferviente militancia disidente dentro del feminismo. En los '70 se acercó al Grupo Política Sexual y al Movimiento de Liberación Femenina, tras su expulsión de la Unión Feminista Argentina. Siempre se reivindicó como prostituta y bisexual. Baigorria cuenta que pudo entrevistarla en un caserón de La Boca, en 1985, durante la primavera democrática. “Ella tenía 70 años y se jactaba de seguir trabajando. No decía ‘putas’. Hablaba de proletarias del sexo.

Resaltaba que la prostitución era un trabajo y debía ser pagado con dignidad, sin proxenetas ni policías. Creía que el día en que todas las prostitutas del mundo dijeran ‘somos trabajadoras’, y en el que todos los trabajadores dijeran ‘somos prostitutas’, se haría la revolución. Ese era su ideario”. Ruth Mary Kelly murió en 1994, poco antes de que se formara la primera Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina.

La educación sentimental

En el patio del bar, Stella no hace rancho aparte y levanta la bandera de las trabajadoras sexuales trans. “Las putas hemos sido la vanguardia del feminismo. Las primeras mujeres alfabetizadas, las que les disputábamos la calle a los varones. Es muy injusto que se nos siga criminalizando y discriminando, y lo peor de todo, muchas veces por nuestro colectivo”, sostiene. Ejerce la prostitución hace una década. Hizo la calle dos años en Constitución, en pleno casco histórico de las putas. Pero luego decidió dejar el sexo exprés y empezó a atender a sus clientes en su departamento privado, en la zona de Acoyte y Rivadavia. “A diferencia de lo que se piensa, la mayoría de los clientes tiene necesidades de piel, pero también afectivas. Quieren ser contenidos. Nosotras somos educadoras sexuales”, cuenta Stella, y agrega que complementa sus ingresos trabajando como docente. Dice que muchas chicas son profesionales, pero eligen ser trabajadoras sexuales. Sin embargo, para la mayoría de sus compañeras travestis y transexuales, la calle es la única salida laboral. Por eso pide que se cumpla con la ley de cupo, para abrir nuevas posibilidades.

“Tienen que empezar a respetar nuestros derechos laborales”, se despide Stella y va hacia el rincón donde la “taróloga” Lu Martínez hace sus promocionadas tiraditas de tarot. “A las chicas que se acercaron les salió mucho la carta de La Emperatriz: la mujer seductora por excelencia, con mucha fuerza sexual”, asevera. Para la tiradora de barajas, el tarot ayuda a empoderar y es liberador: “Rompe los prejuicios”. A sus espaldas, cuelga un cartelito que advierte: “Bruja y puta. Si no te gusta, tu ruta”. «

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De TIEMPO ARGENTINO, 18/12/2016

La cruzada de los niños

PABLO CINGOLANI

Tal vez jamás se vuelvan a escribir libros así.

Tal vez sí: si no resignamos nuestra capacidad de soñar. Si no nos rendimos a la triste evidencia de la época: un mundo donde los niños son todo y cualquier cosa, menos portadores de un sueño. Como los niños de las Cruzadas, esos que intentaron, como sus mayores, rescatar la Santa Tumba, el Santo Sepulcro, para aquellos que lo devocionaban, lo anhelaban, lo soñaban. Hoy, los niños son vejados de mil formas, son aniquilados sin culpa, son vendidos por bandidos sin alma, son martirizados como lo fue el propio Cristo.

La cruzada de los niños, ese libro que soñó y escribió Marcel Schwob, nos devela la potencia expresiva y la dimensión evocativa del sueño, de la inventiva, la invención, la creación en suma, que sustenta y alienta eso que llamamos –o queremos seguir llamando- literatura.

Estamos tan inundados de realismo barato –de un realismo bombardeado de frivolidad, de una banalización de todo lo valioso, el cuerpo, el arte, las convicciones, las pasiones humanas, la guerra, la paz- que hemos descartado -por intrascendente, porque simplemente no cuaja en el formato voraz del reality show, porque absurdamente carecemos de la sensibilidad para valorarlo-, hemos desechado, decía, todo aquello que nos remita a la esencia, a las esencias, a aquello que nos formó como seres con espíritu, a eso misterioso que no entra en una puta pantalla de televisor.

La cruzada de los niños es un viaje en búsqueda de eso esencial. El libro de Schwob es un desafío a que lo busquemos.

Unos niños parten, guiados por una niña ciega, por la entrañable Allys, en pos de la Santa Tumba. Salen, simplemente, de sus hogares, imantados por una misión que es más fuerte que ellos, que es más poderosa que el deseo de sus padres de retenerlos junto a ellos. Se van juntando en los caminos que se cruzan, atraviesan ríos y acechanzas, padecen sed y miedo, pero ellos siguen, jamás se rinden, convencidos que la misión que los conduce es la fuerza misma, es esa fuerza que, en su verificación sensible, palpable, concreta, es el rostro de Cristo, de ese Cristo infantil, que los ojos yermos de la niña Allys ven en cada mendrugo de pan que los moradores de los pueblos por los que deambulan arrojan al paso de los niños peregrinos, que la niña Allys ve en cada piedra que brilla en los senderos, que la niña Allys ve en los ojos de los lobos que los acosan pero también en los ojos de sus compañeros, los otros niños, que la llevan de su mano, que son multitud, que son esperanza que marcha, que son la salvación del mundo, y también su ocaso, su derrota, su perdición.

Porque –y ese es Schwob hablando como lo hubiese sentido el mismísimo Papa de la Cristiandad, uno de los protagonistas de su obra- está mal el mundo si los niños deben ser sus salvadores, está agonizando nuestra cultura y nuestra dignidad si debemos sacrificar a los niños para que el mundo renazca y no perezca en el lodo de la infamia y de su propia soledad. Un mundo que no sabe defender a sus niños, un mundo que no los protege, no los cuida, es un mundo rumbo a su destrucción, a su apocalipsis, a su propio fin.

Schwob logra sintetizar todo eso, y más, mucho más –porque siempre hay más, escondido y latente, en las obras genuinas de la creación humana- en su libro sobre los niños cruzados.

Cristo Jesús, Jesús Cristo, dicen que dijo que dejen que los niños vengan hacia Él. Vayamos, como Él quiso, también hacia esa literatura que siempre nos conmoverá, que siempre encenderá una luz de verdad en nuestros corazones, que siempre nos inspirará con su fervor frente a esa patética realidad donde los niños no valen nada, cuesta menos asesinarlos, no son valorados como lo más bello y lo más fecundo que podemos atesorar.

Libros como el de Marcel Schwob nos ayudan a entender, con su tremenda emoción y la virtud más sana y la menos engañosa, que aún queda todo por hacer, que es preciso abominar de ese mundo que mutila y hace sufrir a los niños y que si es menester destruir ese mundo –donde los niños hambrean y son heridos, donde los niños son mercancía, como cada cosa-, hay que hacerlo: hay que acabarlo, hay que demolerlo, hay que derrumbarlo.

Eso, antes, lo llamábamos hacer la revolución. Ahora no sé qué se llamará. Como se llame, hay que volverlo realidad efectiva, para que ese Nuevo Mundo florezca y allí, los únicos privilegiados vuelven a ser, como nunca debiesen haber dejado de serlo, los niños. Nuestros niños. Todos los niños.

Río Abajo, Noche Buena de 2016

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 25/12/2016


Noé...

PAZ MARTÍNEZ

Noé, que ya ha cumplido cuatro años, nos contó que el puma de su habitación, está triste. Estuvo todo el día de ayer viendo por la ventana, llorando por subirse a los árboles del paseo y cuando le trajeron la tarta de queso le susurró, muy despacito y con su zarpa sujetando la cabeza, que preferiría bacalao con patatas porque la tarta no sirve para morder.

Es normal, nos dice, está acostumbrado a su casa islandesa donde no hay árboles que añorar, ni coches, ni asfalto. Que desde su ventana ve la huerta de la bisabuela y la casa del patocerdo del que se ha hecho amigo inseparable. A Pink, el puma, le gusta rebozarse entre las piedras de la playa para que sus garras no se afilen y así no hacerle daño cuando lo acaricia.

Hace un mes, más o menos, también podrían ser 6 días, Pink chocó contra Melgar, el patocerdo, y le rompió una de sus patas. Desde entonces Melgar salta por la hierba porque las piedras son muy duras y le ha creado un problema, porque no puede rascarse el culo como de costumbre. Debemos tener en cuenta que Melgar no tiene pico, ni morro, tiene la boca de barro y no puede lamerse, como lo hace Pink, porque los patocerdos carecen de lengua. Comen lentejas y arroz hervido para beber al tiempo que se alimentan y si, para hacerse su amigo, quieres darle pan con salmón, vomitará dos días enteros y tendrá que venir el médico de patocerdos o el de caballos, que también sirve, a meterle una jeringa por su única oreja.

A estas horas, Pink está algo más tranquilo. Ha dejado de llorar porque Noé le presta su juego de construcción y están haciendo la ciudad de verdad: ni casas, ni coches, sólo piedras enormes con agujeros para esconderse cuando nieva. Ahora sólo necesita garbanzos y hamburguesa y patatas cocidas con mahonesa para ser feliz del todo.
Feliz Navidad.

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Fotografía: Peter Zeglis

Saturday, December 24, 2016

Robert Louis Stevenson en su Sermón de Navidad

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Tiempo de luz nueva, bueno para leer una vez más el emocionante Sermón de Navidad, de Robert Louis Stevenson. Lo hago cada año desde hace mucho y cada vez me detengo en un pasaje distinto, aunque hace ya dos que lo hago sobre todo en dos. Uno es ese del comienzo en el que Stevenson habla de los legionarios de Germánico que amotinados le pidieron a este que les metiera los dedos en la boca para que con las encías descarnadas se diera cuenta de los años que llevaban fuera de casa y les permitiera regresar a envejecer del todo lejos de las fronteras de las guerras y las conquistas del imperio. Habían servido lo suficiente. Tácito hablaba de la expansión de Augusto y Stevenson de la vida de cada cual. Stevenson y sus lejanías, Stevenson y su canto al entusiasmo por la vida y lo vivido, por salir de este bosque cuando menos sin estropearlo. Stevenson en las negruras de Edimburgo y en las luminosas lejanías de Vailima, Stevenson veneno de la infancia y adolescencia, y Stevenson de nuevo, nunca abandonado, de la senectud: los mismos libros, idéntico discurso, escuchado de una y otra manera al compás de los otoños y los inviernos, del recuento de lo hecho y lo dejado de hacer, de lo mal hecho y de lo que no podrás hacer ya, aunque te lo propongas, algo para lo que también hace falta coraje y humildad.

El otro pasaje, ya de la parte final, es donde dice que: «aunque a veces sean necesarias, aunque a menudo resulten divertidas, todas esas intervenciones y denuncias y defensas militantes de medias verdades morales constituyen obligaciones de una categoría inferior. El mal humor, la envidia y la venganza hallan aquí un terreno de disfraces piadosos...» y etcétera. Paciencia, buen humor, valentía... autocrítica necesaria, esa sí, que la vida no está hecha para satisfacer tu vanidad, dice el abogado de la juventud que habla de vicios y virtudes, de alegría y pasiones tristes en este andar más a trancas y barrancas que otra cosa.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 23/12/2016

Friday, December 23, 2016

Perros en la selva

PABLO CINGOLANI

Yo he recorrido esos caminos;
Los he pensado vivos.
Ezra Pound: Provincia deserta


Rolando Sevillanos tuvo un perro

Era un perro común, sin atributos, pero él lo recordaba bien –heroico y bello- cuando se emborrachaba
Era cazador el perro: era un compañero
Conocí a Rolando hace demasiados años en el lugar a donde lo condujeron las huellas de unos paisanos, sus parientes, los asariameños que se animaron a caminar el monte, la serranía, el miedo de encontrarse con los chunchos

Rolando amaba a su perro
Lo amaba como sólo se puede amar al sol, o al río
El conocía de ríos; venía de uno fuerte, hacia el oriente, que los tacanas conocen como Tuichi; vivía a cincuenta pasos de otro poderoso que los de arriba llamaban Tampobata y los de abajo, Bahuaja
Porque sabía de ríos, de quebradas, de fajarse y sacrificarse, Rolando
Lo amaba más aún a su perro, por bravo, por decidido
Lo amaba más todavía de lo que amaba al río  ‒Macho era‒ aclara, como si en un espejo invisible lo volviese a ver

Por las noches, Rolando y su perro se internaban juntos en la selva –días enteros, noches enteras- y cazaban jochis –energía, proteína, maná

Un tapir, una noche agarramos con el perro. ¡Un tapir! –le celebró y sus ojos brillan –los ojos de Rolando son dos faros en medio de la oscuridad de la selva. Si, un tapir, y sus brazos llenan el espacio de su casa con leviatanes, con monstruos, con el sueño donde vuelven, lo confunden, lo pierden en la selva. Un tapir, insiste –como conjurando el mal sueño- y toma aire y bebe un sorbo lento, triunfal, de la botella. Luego, me la estira.

Rolando cuidaba mucho a su perro, porque los perros de la selva son comida fácil de los jaguares –y si descuidas al perro, zas, viene el tigre y se lo come
Dice Rolando, y suspira
Así nomás es acá, filosofa

Filósofo, evoco igual que él… Perro caza a jochi. Jaguar caza a perro. Jaguar es sagrado. Hombre blanco caza a jaguar. Uturuncu renace. Cueva de Cochuna. Provincia de Tucumán. Faldeos del Aconquija. Uturuncu renace, Perón vuelve. A mi Tucumán querido, cantaré. A mis uturuncus queridos, cantaré

Una araña del tamaño del puño de Goliat cruza frente a nosotros. Brilla como una amatista. La noche, la selva, retumba polifónicamente: sapos, grillos, pájaros que espantarían a Djuna Barnes recubren el silencio

Y yo lo veo a Rolando –envuelto en el humo de un cigarro- y siento su sangre leca, apolista, aguachile, sangre de pueblo de selvas rebeldes que se obstinaron pero que terminaron arrimando al Tawantinusyu –por eso, Rolando habla quechua, es quechua hablante

¿Allinllachu? (¿Estás bien?) Allinllanmi (Estoy bien), hermano

“Chala, pachen”, diría Radamir, su sobrino, guardaparques del Madidi, mi amigazo, mi cumpa, otro hermano

Rolando habla claro, calmo, como si las palabras importasen, como si las palabras le importasen –y estamos en su choza en el medio de la selva, ¿las palabras acaso deben importar? ¿Importaron alguna vez? ¿Dónde están las voces de los indios de monte adentro? ¿Dónde se fueron? ¿Acaso los escucharon, acaso los quisieron escuchar?

Como el perro de Rolando, un día, desaparecieron

Como el perro de Rolando, una vez, no estuvieron nunca más

¿Qué pasó?- me intriga (pienso en mi perra, en Dana: viajó dos días encima de mí, desde La Paz a Tarija, dormimos juntos en Camargo, a la vuelta, fue igual. No me abandonó un segundo)
Se lo debe haber comido el tigre, Pablo, me he descuidado, pena Rolando y bebe otro sorbo (vuelvo a pensar en la Dana, la pienso comida por un jaguar. Se me eriza la piel)
Rolando escupe hacia un costado –escupir es arrojar lejos de uno lo malo, el error, la culpa, escupir es liberarse

Pregunto: y el perro, Rolando, ¿el perro tenía nombre?
No, perro nomás
Compañero, Perro

La noche agoniza: ya va comenzando a parecerse al día. Dulces neblinas lo cubren todo. Economía de la selva: todo cabe en una pequeña caja. Los recuerdos caben en una pequeña caja. La memoria cabe en una pequeña caja. La vida de uno, de vos, de mí, de Rolando, puede caber dentro de una pequeña caja. Si no cabe, deberías intentarlo. Ya es de día

Los músicos cerriles cesaron su faena. La quietud, la suspensión, un silencio enigmático y arrasador domina el amanecer en la selva: todo puede terminar o todo empieza, una vez más

Rolando saca de una caja unas fotografías

Antiguas, como la selva

Me entrega una: mira, me dice, este es el cura –cura: sacerdote, monje, fraile- a él lo vas a ir a buscar en San Juan del Oro para preguntarle por Lars -por la búsqueda de Lars

Conocí a Rolando buscando a Lars, un noruego que se había perdido en la selva tres años atrás –tres putos años atrás se había desaparecido- tras el rastro de los antiguos chunchos, de los Toromonas, esos que asustaban a los asariameños, a los parientes de Rolando, a los pioneros del camino

Se llama Gabriel –me dice- El cura se llama Gabriel. Es de Chile, es chileno –me aclara
Vuelvo a preguntar: y el perro, Rolando, ¿el perro tenía nombre?
No, perro nomás
Compañero, Perro

Dijo Pedro Machuqui a los antropólogos, unos que llegaron desde Italia
Que los antepasados de los Ese Ejja –los chunchos, los huarayos, los salvajes, los indios de Tierradentro, “capturaron el perro de los bolivianos, cuando había refriegas con ellos” (Gerardo Bamonte y Sergio Kociancich: Los Ese Ejja. El mundo de los hombres y el mundo de los espíritus entre los indios del río)

Yo los vi –me susurra Rolando cuando la noche ya desertó y no queda una gota de oscuridad en el aire. Allí hay un lugar de árboles. . . gris de líquenes,/ Donde yo he caminado/ pensando en los viejos días. (Ezra Pound: Op. Cit.)

La otra foto que me entrega concluye todo, empieza todo, una vez más: es él, Rolando, con el perro

Se ven felices los dos

Rolando y el perro

Compañero, Perro

Rolando amaba a su perro

Yo lo sé, yo lo siento, yo le siento….

El Tambopata ruge. Allá. Cerca

El Tambopata es el límite natural entre Bolivia y Perú

‒Ya no hay más trago, Rolando
‒Vámonos al Perú, allí compramos

Perú es un cruzar el río, caminar una hora bien caminada, llegar a Curva Alegre –así nomás bautizan los pueblos los peruanos y todo porque el Tambopata, que viene del oeste, le pega una vuelta al destino, y enfila hacia el norte, hacia los territorios de los Ese Ejja

Perú es cruzar el Tambopata, caminar una hora bien caminada, llegar a Curva Alegra y comprar pisco –comprar: es con plata, con colque, con kivo, el primero te lo regalan, el segundo (trago) te lo venden los comerciantes que bajan de los Andes: desde Moho, Huancané, San Antonio de Putina, desde ninguna parte

Perú es cruzar el Tambopata

El río bramaba

Era noviembre

El río daba miedo

Mejor nos dormimos

Mejor

Ahora lo veo a Rolando, joven y eterno, en la foto con su perro. Han pasado dieciséis años desde que me obsequió esa foto. No ha pasado nada.
Antes de dormirme, vuelvo a preguntar
Y el perro, Rolando, ¿el perro tenía nombre?
No, perro nomás
Compañero
Perro.

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Fotografía: Andrew Bale/Tambopata River