Sunday, November 27, 2016

Estética de la máscara

XAVIER VILLAURRUTIA

La realidad de la máscara es el rostro.

Separada la cabeza del tronco, cortada transversalmente, ahuecada, nace la máscara. Su pretexto y su justificación lo constituye el deseo de inmovilizar y amplificar un gesto. Cuanto conserva de común con el rostro humano es solamente materia, como la pasta, la piedra, el cartón. Así, mientras contenga menos rasgos de fiel reproducción humana, más pronto se encamina, y con menos peligro de naufragio, a la isla del arte. Y en ella no vive totalmente mientras no rompe las ligaduras que la ciñen a usos utilitarios.

El nacimiento de la máscara dibujó, siquiera imprecisamente, los límites entre el espectáculo ideal y la diaria faena real. Antigua como la palabra, tan semejante a ella en cuanto pretende fijar en estrecho y definitivo gesto la expresión de una realidad significativa; en cuanto se le destina a la vez que a mostrar algo, a ocultar algo también, es como ella un a modo de puente tendido hacia un reino puro. La realidad no cede su porción, y el puente no cae para quedar de la otra parte sino cuando la máscara se basta a sí misma, libre y sola, sin memoria de su origen.

En el principio era el rostro. La vida seguía un desarrollo sencillo que no iba a ninguna conclusión. En la Naturaleza dormían las intenciones que el artista, como un dios minúsculo, habría de despertar más tarde. El cuerpo, libre y desnudo, era un fruto más entre los frutos desnudos. Tras el pecado, hijo de la curiosidad que desea mirar más allá del horizonte definido, el castigo vino a separar el inocente existir del ambicioso goce ignorado. Entonces el cuerpo, consciente de su estado de naturaleza, buscó el vestido, que es una máscara sin significaciones. Quedaba libre el rostro.

La fuga del rostro hacia la máscara es un síntoma de pura sangre estética.

La máscara principia por agrandar el rostro, duplicando el valor de sus rasgos con la intención de dotarlos con mayor fuerza e imperio. Desde este momento, al perder el carácter de mera reproducción escultórica, adquiere una significación simbólica. Se la destina al rito, lo cual es ya un principio de libertad: senda medianera entre la representación mecánica del rostro y la pura misión artística.

Grecia le fija una función que es un anticipo de existencia independiente. La usan los actores en la tragedia, en la comedia –como antes en la alegría de Dionisos-, para hacer de sus móviles rostros un solo petrificado gesto, alto sobre los humanos cambiantes gestos. Aun dotada de esta función, todavía la ensombrece, atándola a la roca del tropo, la idea de que simboliza la tragedia. Así se la representa: mujer que muestra al espectador la máscara dura, de violento gesto, mientras que, primera paradoja del comediante, elude y desvía el rostro impasible.

En una de las porciones de su doble posición, alcanza ya una finalidad artística. Para la tragedia, el rostro ha muerto, se ha quedado de la parte de realidad que representa para el arte un puro utensilio aniquilado. La máscara tiene en cambio, si no una existencia libre, una existencia definida, sin nexo con la realidad cotidiana. Es ya la síntesis de una imaginación estética con fáciles proporciones asequibles. Por ello la tragedia la ocupa como intermedio para equilibrar su lenguaje artístico que usa de las diarias palabras acomodadas y elevadas a la categoría estética –palabras altas, sí, pero claras a la humana inteligencia- con el rostro del comediante, desviado también de la inmediata naturalidad.

El rostro del comediante es, pues, solamente la máscara.

Al borde de la deseada libertad estética, sufre caídas y desvíos. La significación ritual o simbólica parece dejarla escapar a manos de una función aventurera: se convierte entonces, limitando su representación y su cuerpo, en el antifaz. Al mismo tiempo que se recortan sus dimensiones, pierde expresión y significado. El uso ritual guerrero o simbólico se derrumba frente a una mezquina función práctica. Su misión se reduce a ocultar el rostro que había aniquilado. El antifaz, que no tiene independencia expresiva, que para el arte no existe, cubre el rostro que como aislado recipiente de arte no ha existido jamás.

Como motivo ornamental de sus grandes o pequeñas creaciones, los arquitectos antiguos y modernos la han usado, movidos tal vez y en primero por el sentimiento alegórico que ofrece, seducidos más tarde por el pequeño mundo de armonías plásticas que contiene. Clara evolución de significaciones: de la consideración simbólica de la máscara, en la que cada rasgo es un jeroglífico con literaria traducción al recuerdo, el arquitecto pasa a estimar el lenguaje puramente estético de líneas cuya significación nace y muere, o perdura, aislada y libre en sí misma.

Sin embargo, no es adherida al muro de la arquitectura donde la máscara adquiere su pleno valor artístico. El arquitecto, aun comprendiendo el tesoro de significaciones que encierra, la usa solamente con fines decorativos: así un racimo de vid, así un haz de hojas de acanto. Y la máscara no merece que se la deje en un campo extraño a donde no puede expresarse sino de un restringido modo.

Varios mundos se la disputan. Bajo ellos la máscara se ha ensombrecido. La realidad la solicita para dedicarla a un uso práctico –para ocultar o, simplemente, para jugar. El mundo ideal la requiere como medio para expresar sus ideas simbólicas: religión, farsa. Ambos hacen de ella un útil intermedio entre su intención y su resultado.

Muerta u olvidada la función práctica –la aventura y el carnaval-, ahogada en la corriente moderna la significación estética. Imposible, entonces, incluirla en los dominios de la pintura o de la escultura. Si de ambas participa, en ninguna puede inscribirse.

Ya la miramos sola, inútil para cotidianos usos y desencadenada del símbolo, con una forma pura que puede alimentarse de contenido artístico. Y si se basta a sí misma, otras realidades de arte están obligadas, en una especia de internacional derecho estético, a permitirle una existencia cerrada en su pequeña, libre y significativa isla de arte.

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Villaurrutia, X. (2004). Estética de la máscara, pp. 16-25. Luna Córnea número 27, Lucha Libre. CONACULTA: México, D.F. 2 Xavier Villaurrutia. Obras, segunda edición aumentada, FCE, México, 1996 (Col. Letras Mexicanas).

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