Friday, September 9, 2016

Cazadores atrapados en Formosa, o la lenta agonía de los wichis

GABRIEL LEVINAS


Recientemente viajé para completar un libro de cuentos sobre criollos y aborígenes del oeste formoseño. Historias y anécdotas que fui recogiendo a lo largo de seis años, cuando viví a 80 kilómetros al norte de Ingeniero Juárez, en una comunidad pequeña llamada “El Quebracho”. Por aquel entonces era una aldea formada por familias aborígenes que vivían en chozas de horcones y enramadas y también por criollos, con casas de adobe y tejas de palma, que se dedicaban básicamente a la cría de ganado.

Pude conocer en esos años a cazadores que, sumergidos en las turbulentas aguas del Pilcomayo, eran capaces de distinguir a los peces por el sonido y atraparlos. Rastreadores que podían seguir huellas invisibles para nuestro ojo de ciudad, durante horas, hasta encontrar al animal buscado. Tipos orgullosos, duchos con las armas y el hacha, buenos padres. Mujeres que ayudaban a conseguir la leña, que llevaban a sus hijos colgados junto a su pecho durante todo el día, alimentándolos y cuidándolos. Vivían de la caza, la pesca y la recolección, pero también de su relación con el blanco, intercambiando maderas, postes de quebracho que labraban con gran maestría, cueros de iguanas y de yacaré por aceite, harina y sal. Tenían la independencia que les daba un monte sin alambrado. Temía que mis recuerdos estuviesen corroídos por el tiempo, quería regresar al lugar y volver a ver los distintos tonos de verde, el ritmo lento de las tardes en la cañada, donde las mujeres lavaban la ropa y juntaban el agua para el gasto de día.

Esas mujeres de pómulos salientes, ojos vidriosos, de mirada punzante que salían seguidas por sus hijos y sus perros delgados y hambrientos.

Quería recuperar esos datos que todo escritor necesita para colorear las crónicas de un pasado que todavía conservan algunos pocos habitantes del bosque subtropical del gran Chaco.

En el camino, después de cruzar el límite con el Chaco, me avisaron que el referente wichí Agustín Santillán, a quién conocí por motivos periodísticos, había sido detenido.

Fui entonces a Las Lomitas, y pedí verlo, cosa que me negaron sin mucha explicación, a pesar de que Santillán no estaba incomunicado. A partir de ahí, alertada por nuestra presencia, la policía formoseña desató un sistema de seguimiento hacia nosotros que se extendió durante todo el viaje.


Cada vez que dejábamos una casa, un comedor o la habitación del hotel, llegaba algún policía para preguntar sobre nuestras actividades. Finalmente llegamos al Quebracho, donde encontré un avanzado proceso de deterioro. Si bien se notaba una mayor cantidad de construcciones de pequeñas dependencias provinciales (siempre con la imagen o leyendas que mencionaban al gobernador), algo se había perdido. Las viejas chozas que solían ser de adobe y enramadas, frescas en verano y cálidas en invierno, en las que era habitual ver humear la leña y respirar el inconfundible olor del palo santo, habían sido reemplazadas por casas de ladrillo y chapa, verdaderos hornos durante los terribles calores del verano. Había mucha gente descalza, con ropas gastadas por el uso, sentadas sin hacer nada, como entregadas, esperando fin de mes para iniciar el arduo proceso de cobranza y poder así traer algo de “mercadería” a sus hogares.

Aunque algunos eran más jóvenes que yo, la mayoría de mis amigos wichis de entonces habían muerto. Hombres fuertes y eficaces en el arte de sobrevivir en el duro monte ya no estaban. Sin embargo me encontré con Anta, sobrenombre con el que conocíamos al por entonces fornido Chacho Soto, quien aún hoy, sordo y sin armas, sale a cazar quirquinchos y a recolectar miel para mantenerse. Anta no tiene relación alguna con el Estado. Muchos viejos cazadores “montaraces”, como aún los llaman con respeto, no tienen paga alguna ni figuran en las nóminas de los punteros. El resto de los habitantes se divide entre los que viven de una pensión provincial de $1755, una nacional de $3150 y unos pocos “afortunados” que cobran una jubilación de $4300. Muchas de las madres wichis no son beneficiarias de la asignación universal por hijo.

En cualquiera de los casos esas sumas no les alcanzan para nada. Lo más cruel es que para poder cobrarlas tienen que recorrer entre 50 u 80 kilómetros y quienes los llevan les terminan sacando uno o dos tercios de la plata asignada como pago por el viaje. Vuelven a veces con tan solo seiscientos o setecientos pesos, que aun así para ellos es mejor que nada, porque se trata de paliar el hambre, solo de eso, hambre. Otras veces deben dejar su tarjeta en el almacén a modo de garantía y una vez por mes alguien los acompaña al banco, se queda con el dinero extraído y vuelve a guardar la tarjeta hasta el siguiente mes. Cabe aclarar que la mayoría de ellos no comprende el sistema ni las cuentas que les hacen, porque no forman parte de su cultura; sencillamente confían, quedando en desventaja y objeto de engaños. Viven de las migajas que el Estado les tira a estos olvidados por la sociedad. En la mecánica clientelista del gobierno feudal de Gildo Insfrán son descartables y la única preocupación del gobernador es que no se retoben, dejando lentamente que con el tiempo desaparezcan. Y lo están logrando. Siguen usando la leña para cocinar, pero ya no pueden cazar porque su monte está alambrado y ya no les pertenece. No pueden caminar libremente, los animales no están a su alcance y no tienen armas ni plata para comprar las balas.

La escuela, que en teoría y por ley debiera tener maestros traductores (MEMAs) no los tiene, entonces los chicos van a las aulas, comen, pero les enseñan en un idioma que ellos desconocen. Fueron criados en la lengua materna que es el wichí o el toba. De hecho, el motivo por el que metieron preso a Agustín Santillán fue por reclamar ante la interventora del Ministerio de Educación y Cultura del departamento de Matacos, Emilia Acosta, la falta de maestros bilingües. Luego de siete horas de espera pudieron presentar su pedido ante la funcionaria para que se implemente ese sistema de MEMAs (maestros especiales modalidad aborigen) y así los chicos puedan integrarse a la sociedad. Santillán sabe que la única manera que tienen de sobrevivir esos chicos en el futuro es aprendiendo algo de lo que sabemos nosotros. Finalmente la funcionaria alegó que tenía que irse porque era su cumpleaños. Ellos insistieron en que no se retirarían si no les daban una respuesta. Emilia Acosta dijo entonces que salía a fumar un cigarrillo, y en lugar de eso, los denunció a la policía. Santillán fue detenido y golpeado brutalmente en las costillas, lo tuvieron un largo rato dando vueltas hasta que finalmente lo llevaron a la Alcaldía de Las Lomitas. Aparecieron repentinamente 16 causas armadas por la policía, en las que la justicia no había implementado medida alguna. De hecho, el juez López Picabea del juzgado de la zona le fue otorgando la excarcelación en cada una de las causas.

Sospecho que Insfrán sabe con exactitud cuántos votos necesita para perpetuarse en el poder, entonces calcula a cuánta gente debe mantener como empleados, a cuántos les da planes y pensiones para llegar al 60% necesario para conservar su puesto.

Al resto le tira lo mínimo e indispensable para mantener el control y la relación de dominación. Lo que le pase a Anta, el viejo cazador montaraz, cuando ya no pueda distinguir un quirquincho de un montículo de tierra, cuando no consiga siquiera bajar la miel de un árbol, lo tiene sin cuidado al gobernador. Que los nietos de Anta no puedan integrarse y tengan un final similar al de su abuelo, pero sin su dignidad, tampoco.

Y a nosotros, ¿nos importa?

(Colaboró en esta nota Belén Frediani)

[Foto del autor y la colaboradora - fuente: www.clarin.com]

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De SEPHATRAD, 13/06/2016

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