Monday, August 29, 2016

LA EXPERIENCIA PASCALIANA DE UN NOVELISTA NORTEAMERICANO: SCOTT FITZGERALD

EMIL CIORAN

La lucidez es en algunas personas un don primordial, un privilegio e incluso una gracia. No tienen necesidad alguna de adquirirla: están predestinados a ella. Todas sus experiencias concurren para hacerles transparentes a sí mismos. Aquejados de clarividencia, ésta les define tanto que la padecen sin sufrir. Si viven en una crisis perpetua, la aceptan naturalmente pues es inmanente a su existencia. En otras personas, por el contrario, la lucidez es un resultado tardío, el fruto de un accidente, de una fractura interior sobrevenida en un momento dado. Hasta entonces, encerrados en una agradable opacidad, se adherían a sus evidencias sin sopesarlas ni descubrir su vacío. Y de repente un día se encuentran desengañados y como lanzados, a pesar de ellos mismos, en la carrera del conocimiento, tropezando entre verdades irrespirables, para las cuales nada les había preparado. De ahí que sientan su nueva condición no como un favor, sino como un “golpe”. A Scott Fitzgerald nada le había preparado a afrontar o soportar estas verdades irrespirables. El esfuerzo que hizo para acomodarse a ellas no carece de patetismo.


“A todas luces, vivir es hundirse progresivamente. Los golpes que más espectacularmente nos destruyen, los grandes golpes repentinos proceden –o parecen proceder– del exterior, aquellos que se recuerdan, aquellos a los que se hace responsables de todo y de los que se habla a los amigos en los momentos de debilidad, esos golpes no dejan huellas. Pero existe otra clase de golpes, que proceden del interior, de los que nos damos cuenta demasiado tarde para poder evitarlos. Irrevocablemente se apodera entonces de nosotros la revelación de que nunca más seremos quienes hemos sido”.


No son estas consideraciones de un novelista brillante, de un novelista de moda… A este lado del paraíso, El gran Gatsby, Suave es la noche, The Last Tycoon: si Fitzgerald sólo hubiese escrito esas novelas, no sería interesante más que desde un punto de vista literario. Por fortuna, es asimismo el autor del Crack-Up, obra de la que acabamos de dar una muestra y en la que describe su fracaso, su único gran éxito.


En su juventud, una única obsesión le domina: convertirse en unsuccessful literary man. Y lo consigue. Conoce la celebridad e incluso una gloria de calidad. (Cosa incomprensible para nosotros: ¡T. S. Elliot le escribe que ha leído tres veces El Gran Gatsby!). El dinero le obsesiona: desea ganar el máximo posible y habla de él sin pudor. En sus cartas y en sus notas alude constantemente a él, hasta el punto de que a veces nos preguntamos si nos hallamos en presencia de un escritor o de un hombre de negocios. Y no es que yo deteste las correspondencias en la que se confiesan los problemas materiales; por el contrario, las prefiero mil veces a esas otras falsamente etéreas- que los escamotean o disfrazan de poesía. Pero hay maneras y maneras de hacerlo. Las cartas de Rilke, que tanto aprecié hace tiempo, me parecen hoy exangües e insulsas, no se hace en ellas la menor alusión al lado mezquino de la pobreza. Escritas para la posteridad, su “nobleza” me exaspera. Ángeles y pobres son en ellas vecinos. ¿No hay acaso cierto descaro o una ingenuidad calculada en hablar largamente de ello en misivas dirigidas a duquesas? Jugar al espíritu puro raya en la indecencia. Yo, que no creo en los ángeles de Rilke, creo menos aún en sus pobres. Son demasiado “distinguidos” y carecen de cinismo, la sal de la miseria. Por el contrario, las cartas de un Baudelaire o un Dostoievsky –cartas de pedigüeños– me conmueven por su tono suplicante, desesperado, anhelante. Uno siente que si hablan de dinero es porque no pueden ganarlo, porque han nacido pobres y lo serán siempre, suceda lo que suceda. La pobreza les es consustancial. Apenas aspiran al éxito, pues saben que no podrían obtenerlo. Lo que nos molesta en Fitzgerald, en el Fitzgerald de los comienzos, es que aspire a él y lo alcance. Pero afortunadamente, su éxito no será más que un rodeo, un eclipse de su conciencia antes del despertar a sí mismo, a la revelación de que nunca más será quien fue.


Fitzgerald muere en 1941, a los cuarenta y cuatro años; su crisis se sitúa hacia 1935-1936, época en la que escribe los textos que compondrán el Crack-up. Antes de esa fecha, el acontecimiento capital de su vida es su matrimonio con Zelda. Juntos llevarán la existencia artificial de los norteamericanos en la Costa Azul. Más tarde calificará su estancia en Europa como de “siete años de despilfarro y tragedia”, siete años en los que hicieron todas las extravagancias posibles, como obsesionados por un deseo secreto de agotarse, de vaciarse interiormente. Y lo inevitable sucede: Zelda se hunde en la esquizofrenia y no sobrevive a su marido más que para acabar muriendo en el incendio de un manicomio. Él había escrito a propósito de ella: “Zelda es un caso y no una persona”. Sin duda quería dar a entender con ello que no era interesante más que para la psiquiatría. Él, por el contrario, sería una persona: un caso que compete a la psicología o a la historia.


“Con frecuencia, en otra época, la felicidad que sentía se aproximaba a un éxtasis tal que no hubiera podido compartirla ni siquiera con el ser más querido. Debía llevármela conmigo a lo largo de las calles tranquilas y destilar ínfimos fragmentos en pequeñas frases que escribí. Mi facultad de ser feliz era, creo, excepcional. No había en ella nada natural, era tan anormal como el período de prosperidad de Norteamérica. De la misma manera, lo que acaba de sucederme corresponde a este ascenso de desesperación que ha sepultado a la Nación al final de los años de opulencia”.


Dejemos a un lado la complacencia con que Fitzgerald considera la expresión de una “generación perdida” o interpreta su propia crisis a partir de elementos exteriores. Pues, si ella procediese únicamente de una coyuntura, perdería todo su alcance. En lo que tienen de específicamente norteamericano, las revelaciones del Crack-up no conciernen más que a la historia literaria, a la historia sin más. Sin embargo, como experiencias íntimas participan de una esencia, de una intensidad que trascienden las contingencias y los continentes.


“Lo que acaba de sucederme…”. ¿Qué le sucedió a Fitzgerald? Había vivido en la embriaguez del éxito, había deseado la felicidad a cualquier precio, había aspirado a convertirse en un escritor de primer orden. En sentido propio y en sentido figurado, había vivido en el sueño. Pero el sueño de repente le abandona, comienza a velar y lo que descubre en sus vigilias le horroriza. Una esterilidad clarividente le sumerge y paraliza.


El insomnio nos dispensa una luz que no deseamos, pero a la cual, inconscientemente, tendemos, una luz que reclamamos a pesar nuestro, contra nosotros mismos. A través de ella –y a expensas de nuestra salud- hallamos otra cosa, verdades peligrosas, nocivas, todo aquello que el sueño nos impedía entrever. Pero nuestros insomnios nos liberan de nuestras facilidades y de nuestras ficciones únicamente para colocarnos ante un horizonte cerrado: ellos iluminan nuestros impases. Nos condenan a la vez que nos liberan: equívoco inseparable de la experiencia de la noche. Fitzgerald intenta en vano escapar a esa experiencia. Le asalta, le aplasta, es demasiado profunda para su espíritu. ¿Recurrirá a Dios? Detesta la mentira, es decir, no tiene acceso alguno a la religión. El universo nocturno se eleva ante él como un absoluto. No tiene tampoco acceso a la reflexión metafísica, a la que no obstante será forzado. Visiblemente no se hallaba maduro para las noches.


“De repente surge el horror como una tormenta. Y si esta noche prefigurara la que sigue a la muerte; si el más allá no fuese más que un estremecimiento sin fin al borde de un abismo al que nos empuja todo lo que en nosotros es cobarde y corrupto, y en el que nos preceden la cobardía y la corrupción del mundo. Ninguna escapatoria, ninguna salida, ninguna esperanza, sino únicamente la meditación perpetua sobre lo sórdido y lo semitrágico… O quizás esperar indefinidamente en los confines de la vida sin poder jamás superar el umbral que nos separa de ella. Cuando el reloj da las cuatro de la madrugada no soy más que un espectro.”


A decir verdad, excepto el místico o el hombre que es víctima de una gran pasión, ¿quién se halla verdaderamente maduro para sus noches? Uno puede desear perder el sueño si es creyente; pero ¿cómo permanecer, sin ninguna certeza, horas y horas a solas consigo mismo? Se le puede reprochar a Fitzgerald que no haya comprendido la importancia de la noche como ocasión o método de conocimiento, como desastre enriquecedor; pero no podemos permanecer insensibles al patetismo de sus vigilias, en las que la “meditación sobre lo sórdido y lo semitrágico” era en él la consecuencia de su rechazo hacia Dios, de su incapacidad de ser cómplice del mayor fraude metafísico, de la falacia suprema de nuestras noches.


“La manera ordinaria de permanecer a flote cuando uno se hunde es pensar en quienes luchan contra la miseria verdadera o contra la enfermedad: es ése un género cómodo de euforia al alcance de cualquiera en los momentos de depresión y un remedio saludable durante el día. Pero a las tres de la madrugada, cuando el olvido de un objeto toma proporciones tan trágicas como una condenación a muerte, el remedio se vuelve inoperante. Pues bien, en la verdadera noche del alma, son eternamente las tres de la madrugada, día tras día”.


Las verdades diurnas dejan de existir en la “verdadera noche del alma”. Y a esa noche, en lugar de bendecirla como una fuente de revelaciones, Fitzgerald la maldice, la asimila a su decadencia y le retira todo valor de conocimiento. Realiza una experiencia pascaliana sin espíritu pascaliano. Como todos los frívolos, tiembla ante la idea de ir más lejos dentro de sí mismo. Una fatalidad sin embargo lo obliga a ello. A pesar de que se resiste a extender su ser hasta sus límites, debe hacerlo. El extremo al que accede, lejos de ser el resultado de una plenitud, es la expresión de un espíritu roto: es lo ilimitado de la fisura, la experiencia negativa de lo infinito. Sobre ello se explicará en un texto que nos da la clave de sus trastornos:


“Lo único que yo buscaba era la tranquilidad más perfecta para descubrir por qué había llegado a comportarme tristemente ante la tristeza, melancólicamente ante la melancolía, trágicamente ante la tragedia, porque me identificaba con los objetos de mi horror y de mi compasión”. Texto capital, texto de enfermo. Para comprender su importancia, intentemos definir, por contraste, el comportamiento del hombre sano, del hombre que actúa. Concedámonos para ello un suplemento de salud…


Por muy contradictorios e intensos que sean nuestros estados, normalmente los dominamos, logramos neutralizarlos: la “salud” es la facultad que poseemos de mantenernos a cierta distancia de ellos. Un ser equilibrado logra siempre escamotear sus profundidades o escapar a sus propios abismos. La salud (condición de la acción) supone una huida hacia delante en uno mismo, una deserción de sí mismo. Ningún acto verdadero es posible sin la fascinación por el objeto.


Cuando actuamos, nuestros estados interiores no cuentan más que por su relación con el mundo exterior, no tienen ningún valor intrínseco; de ahí que podamos dominarlos fácilmente. Si por casualidad estamos tristes, lo estamos a causa de una situación determinada, de un incidente o de una realidad precisa.


El enfermo, por el contrario, procede de una manera totalmente distinta. Vive sus estados en sí mismos, su tristeza tristemente, su melancolía melancólicamente y experimenta cada tragedia, si la acepta, la experimenta trágicamente. Solo es sujeto. Si se identifica con los objetos que le inspiran horror o compasión, esos objetos no constituyen para él más que modalidades diversas de él mismo. Estar enfermo es coincidir totalmente con uno mismo.


“El menor gesto (lavarme los dientes, cenar con un amigo) me costaba un esfuerzo… El amor que tenía por mi familia y mis amigos no lo sentía, me esforzaba en sentirlo, y en mis relaciones con el exterior… no hacía más que emplear el recuerdo de gestos antiguos.”


Si Zelda hubo de conocer el divorcio con lo real en su aspecto irreparable, Fitzgerald tuvo la suerte de experimentarlo de manera atenuada: una esquizofrenia para literatos… Añadamos que –nueva suerte para él– fue un experto en self pity. El abuso que de ella hizo le preservó de una ruina total. En efecto, el exceso de conmiseración con nosotros mismos conserva nuestra razón, pues ese despliegue sobre nuestras miserias procede de una alarma de nuestra vitalidad, de una reacción de energía, al tiempo que expresa un disfraz elegíaco de nuestro instinto de conservación. No debe tenerse ninguna compasión por quienes se la tienen a sí mismos. Nunca se hundirán completamente…


Fitzgerald sobrevive a su crisis sin superarla totalmente. Espera sin embargo encontrar un equilibrio entre el “sentido de la inutilidad de todo esfuerzo y el de la necesidad, entre la convicción del fracaso inevitable y el imperativo del éxito”. Su ser, piensa, podría continuar así su carrera como “una flecha entre dos puntos de la nada que únicamente la gravedad podría hacer volver a la tierra”.


Esos accesos de orgullo son accidentales. En el fondo de sí mismo quisiera volver, en sus relaciones con los demás, a los subterfugios de la existencia convencional; quisiera retroceder. Para lograrlo se impondrá una máscara.


“Una sonrisa –sí, había decidido fabricarme una sonrisa. Continúo trabajando en ello. Quisiera emplear para conseguirlo todo el arte del hotelero, de la vieja canalla mundana, del director de escuela el día de los premios, del ascensorista negro…, de la enfermera que llega a la nueva casa, de la modelo que posa desnuda por primera vez, del figurante de cine optimista a quien se ha empujado delante de la cámara...”


Su crisis no iba a conducirle ni a la mística ni a la desesperación final o al suicidio, sino al desengaño. “Un cartel, Cave canes, se halla colgado permanentemente en mi puerta. Pero intentaré al menos comportarme como un animal bien amaestrado; si me echáis un hueso con un poco de carne alrededor llegaría incluso a lameros la mano”. Fitzgerald es lo bastante esteta para templar su misantropía mediante la ironía, para introducir una nota de elegancia en la economía de sus desastres. Su estilo ligero e impertinente nos deja entrever lo que podríamos llamar el encanto –spleen– de la vida arruinada. Añadiría incluso que se es “moderno” en la medida en que se es sensible a ese encanto. Reacción de desengañados, sin duda, de individuos que, incapaces de recurrir a un segundo plano metafísico o a una forma trascendente de salvación, se apegan a sus males con complacencia, como a derrotas aceptadas. El desengaño es el equilibrio del vencido. Y, como el vencido, Fitzgerald, tras haber concebido las verdades despiadadas del Crack-up, se va a Hollywood a buscar el éxito –siempre el éxito, en el cual por otra parte, ya no podía creer–.


¡Tras una experiencia pascaliana, escribir guiones de cine! En los últimos años de su vida parece como si no aspirara más que a comprometer sus abismos, a desvirtuar sus neurosis, como si en lo más profundo de sí mismo se sintiese indigno del hundimiento que acaba de padecer. “Hablo con la autoridad del fracaso”, había dicho un día. Pero él mismo con el tiempo, rebaja su fracaso, le hace perder todo su valor espiritual. No debemos extrañarnos de ello: en la “verdadera noche del alma” Fitzgerald lucha más como una víctima que como un héroe. Lo mismo les sucede a todos aquellos que viven un drama únicamente en términos de psicología; incapaces de percibir un absoluto exterior contra el cual combatir o al cual plegarse, recaen eternamente en ellos mismos para vegetar, a fin de cuentas, por debajo de las verdades que han entrevisto. Son, repitámoslo, desengañados, pues el desengaño –retroceso tras un desastre– es propio del individuo que no puede destruirse a causa de una desgracia, ni soportaría hasta el final para triunfar sobre ella. El desengaño es lo puro “semitrágico”. Y dado que Fitzgerald no logró mantenerse a la altura del drama, no podríamos considerarlo como un angustiado de calidad. El interés que tiene para nosotros consiste precisamente en esa desproporción entre la insuficiencia de sus medios y la amplitud de la inquietud que vivió.


Un Kierkegaard, un Dostoyevski, un Nietzsche dominan sus propias experiencias y sus vértigos, pues son superiores a lo que les “sucede”. Su destino precede a su vida. En el caso de Fitzgerald, por el contrario, la existencia es inferior a lo que ella descubre. Ve el momento culminante de su vida como un desastre del que no se consuela, a pesar de las revelaciones que extrae de él. The Crack-up es la temporada en el infierno de un novelista. No queremos con ello minimizar en absoluto el alcance de su testimonio en sí mismo conmovedor. Un novelista que desea ser únicamente novelista sufre una crisis que durante cierto tiempo le proyecta fuera de las mentiras de la literatura. Despierta a algunas verdades que hacen vacilar sus evidencias, el reposo de su espíritu. Acontecimiento poco frecuente en el mundo de las letras, en el que el sueño es de rigor, y que en el caso de Fitzgerald no ha sido siempre comprendido en su verdadero significado. Así, sus admiradores lamentan que haya insistido sobre su fracaso y que haya arruinado, a fuerza de examinarlo y de rumiarlo, su carrera literaria. Nosotros lamentamos, por el contrario, que no se haya dedicado suficientemente a él, que no lo haya profundizado y explotado más. Es propio de los espíritus de segundo orden no poder escoger entre la literatura y la “verdadera noche del alma".

Emil Cioran, Ejercicios de admiración. Editorial Tusquets, Barcelona, 2007

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De DE OTROS MUNDOS (blog de Triunfo Arciniegas), 29/08/2016


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