Friday, June 17, 2016

Ochocientas veces y nada

PABLO CINGOLANI

“El día en que dejen de oírse en las selvas del Brasil los sonidos casi inarticulados de los hombres degenerados, ese día muchos de los plumíferos cantores producirán también melodías más refinadas”
 Hegel


Cuento: Era 1831.

Una expedición náutica está zarpando para dar la vuelta a la Tierra. Seguirán los rastros del infeliz de Elcano; de Drake, el azote; de los holandeses como Le Maire, sigilosos -como la ginebra- pero que ya nadie recuerda que también fueron unos malditos, otra calamidad

Imaginen la despedida, imaginen el puerto de Londres. La algazara y la pompa. Un perfecto día imperial, uno memorable, uno con cañonazos hacia los cuatro destinos de la rosa, con ron fluvial y generoso para todos, con lluvia de abajo, de jengibre y pólvora

Cuando partieron no sabían que fundarían otro mundo, el mundo de la ciencia moderna. Tal vez él, sí lo sabía, pero es muy difícil comprobarlo

Lo que sí es evidente es que el nombre de la nave y de su capitán aún bautiza aguas y montañas, aunque nadie sepa hoy porque el canal de Beagle se llame así, aunque casi hubo una guerra por un pasito líquido que se sigue denominando así, con el nombre del velero –en la toponimia, mierda, seguimos siendo nomás colonias de Su Majestad, seguimos siendo sus desconocidos vasallos, seguimos siendo los australianos y los neozelandeses del Nuevo Mundo, de AbyaYala, de América

Darwin, el joven Darwin –tan racional y tan british- era el científico a bordo, el naturalista del barco. Era un hombrecito bastante pelotudo, contrastaba fieramente con la tripulación: antiguos mineros de Cornualles capaces de derribar un árbol a cabezazos, irlandeses de Cork que odiaban a los galeses que a su vez odiaban a los británicos y que aun así todos juntos eran hábiles para beberse sin respirar el Mar de los Sargazos y de acostarse sin preguntar con alguna de las Islas Azores

El joven Darwin peleaba con Fitz Roy –tal el apellido del mandamás del buque, tal sigue siendo el nombre de un imponente cerro que era sagrado para los indios tehuelches que andaban merodeando esos días por esos sus confines

El joven Darwin pugnaba con el capitán Fitz Roy, decía, por minucias de niño consentido –a raíz de ello, casi naufraga el buque en las Islas Galápagos - como si el cerebro –no un albatros- le dictase al oído a Darwin, el joven: “haz tu trabajo. Te enterrarán al lado de Newton en la abadía de Westminster”

“Serás nuestra gloria. Nuestra gloria más aclamada, la que más necesitamos”

“Nuestro dominio es el mundo, nuestra mejor arma es la ciencia”

“Ve y demuestra lo racialmente superiores que somos”

“Somos ingleses, no comemos bananas” y babosadas por el estilo.

Un día, un buen día, cuando los escoceses del barco estaban a punto caramelo de motín porque sus gaitas se andaban oxidando con tanta caca de petrel que les llovía sobre cubierta y sobre sus exiliadas humanidades ultramarinas, un día, ese día, llegaron a un lugar –como diría mi único amigo borracho de Boston.

Llegaron al fin del mundo

Llegaron a Tierra del Fuego.

* * *

Uno, de repente, está allí

Todas tus ideas de confines, de extremos, de llegar, alguna vez, a algún lugar; todas tus ideas de desmesura, de abismo, de ese hasta dónde puedo ir que no sea hasta el living o al supermercado o a la sesión del psicólogo, concluyen, se afirman, encuentran destino, realidad, verdad. Uno, de repente, está allí, está en Tierra del Fuego

Estar en Tierra del Fuego no se parece a estar en ninguna otra parte porque ninguna otra parte del mundo, de la Tierra, de vos mismo, se acerca, se aleja, se refleja en Tierra del Fuego

Es como estar en todas partes y no estar en ninguna; es como estar siempre y no estar jamás nunca; es como estar y no estar; es sólo como estar siendo en Tierra del Fuego

Allí, lo que sí sientes en su palpitar de morar ninguna morada -si lo sientes claro: son todas las vidas, todas las muertes, todas las vidas y todas las muertes que se estuvieron estando siendo allí, en Tierra del Fuego

El genocidio de los moradores originarios de Tierra del Fuego no figura en los libros –en Ushuaia o en Punta Arenas, te venden postales de los onas como si fueran los animales de un circo inmoral, barato y sin otra trascendencia que el suvenir, que el vano recuerdo que asegure que estuviste allí

En el reverso del cartón, en letras que nadie lee, dice en sangre ona, se asegura en voz yagán, se reafirma en espíritu kewaskar: me sigues matando, hermano, ¿acaso no te das cuenta? Brother: nos asesinaron a todos, nos inmolaron a todos, nos exterminaron, compadre, ¿acaso no lo ves en tus manos?

Uno, de repente, estuvo allí. Y lo siente así. Y puede que sangre. Puede que sangres por tanto espanto.

* * *

Darwin, el joven Darwin, también estuvo allí

Llegó con la goleta, con la fragata, con no sé qué vainas era el Beagle, y con el capitán Fitz Roy que lo jodía en sus estudios –deme dos minutos más, my lord, que debo terminar de indagar sobre la copulación de estos inusuales coleópteros, y los barbudos de York y los de Cardiff y los tatuados de la isla de Man y los de Glasgow que se mataban entre ellos en una partida de dados y no dejaron una dama en pie cuando la nave recaló en la rada de Copacabana

Darwin, el joven Darwin, llegó a Tierra del Fuego

Vini, vidi, vinci: anotó en su diario, en su bitácora, que luego, con el tiempo, con la sabia maduración que cualquier imperio provoca con las más íntimas de sus convicciones, anotó en la que se volvió su obra magna, suya y de toda una humanidad secuestrada, anotó sobre los yaganes, sobre los habitantes del fin del fin del mundo, vini, vidi

“viven desnudos, son como animales”

Vinci

“no hablan, balbucean sonidos guturales”

Vinci again!

“apenas puedo concebir que ellos también pertenezcan al género humano”

Luego, se fue por donde vino. Por las aguas del mar, volvió a Inglaterra. Publicó su diario, Viaje de un naturalista alrededor… de sí mismo. Fue envejeciendo y fue glorificado por su afán taxonómico, como Freud, como Marx. Lo enterraron al lado de Newton y su manzana y su imperio en la abadía de Westminster, donde antes de don Isaac, sólo enterraban a los monarcas anglosajones y su prole de energúmenos. ¡Oh, England!, my lionheart... El joven y el viejo Darwin se fueron al sepulcro condenando al exterminio a los habitantes originarios de Tierra del Fuego. Sus palabras fueron lapidarias

“viven desnudos, son como animales”

Sus palabras fueron, en suma, su epitafio.

* * *

Hegel, el graaaan Hegel, publicó en La Enciclopedia, la cita que utilicé de epígrafe que en criollo asegura que si los indios de Brasil (y de cualquier parte) no existieran, los pájaros brasileños (o de cualquier lugar del mundo) cantarían mejor

Vaya cita que le robé a un sociólogo argentino que si lo citara (si lo citara como fuente de la cita), hoy se moriría de vergüenza, por eso no lo cito, porque soy piadoso, porque no quiero que muera de una cita, y sin cítaras

Es recurrente eso de Hegel, el graaaan Hegel –la máquina, la puta maquina hegeliana donde estoy escribiendo, pone solita la H mayúscula de Hegel, el graaaan Hegel

Es recurrente, persistente, permanente, considerar a los indios ni siquiera como animales, menos como seres humanos, una nada indefinible, un no ser, un no estar, un no existir, un no saber cómo mierda aceptarlos como lo que son

El graaaan Hegel, que nunca salió de Silesia, ¿qué putas sabía del cantar de los pájaros de la selva?

* * *

Sucede, siempre sucede

Cincuenta años después que el joven Darwin llegase a Tierra del Fuego, vino otro inglés, como él, como Shakespeare, como Calibán, como Miranda, un inglés que se llamaba Puentes

Era un pastor, pero era culto, no como Moisés que era un demente, un alucinado, un loco de mierda

El pastor Puentes se dedicó por cuarenta años, por catorce mil noches y catorce mil lunas, a recoger del olvido todas las palabras que pronunciaban los yaganes, esos como animales, según el que posee una tumba en la abadía

El diccionario yagán-inglés del pastor Thomas Bridges fue escrito catorce mil días de niebla y noche en Tierra de Fuego, y luego se perdió en los pliegues de la historia, vino una guerra mundial y luego vino otra –y dicen los que supuestamente saben que hasta el mismísimo Hitler lo tuvo en sus manos y luego, junto con la calavera de su antiguo propietario, también fue a parar al escritorio de Stalin en el Kremlin

Un día, el mundo –es decir, vos, yo y Bruce Chatwin- se enteró de la existencia del dichoso diccionario

Fue entonces que pudo saberse que los que no hablaban, los casi como animales, atesoraban

Más de 800 palabras sólo para referirse, definir, comulgar verbalmente con el viento

Más de 500 palabras sólo para hablar del mar, de su hondura, de su temperatura, de su sensación, de la emoción que el mar puede provocarte –nosotros tenemos una sola palabra, mar, para aludir a eso, al mar

Si sumabas todas las palabras que los yaganes pronunciaban totalizaban alrededor de treinta mil. Shakespeare, para escribir La Tempestad, no usó más de cinco mil.

Y así y todo, ya lo dijo Darwin, el graaaan Darwin: “eran como animales”.

* * *

Uno, de repente, está allí.

En Tierra del Fuego.

Si lo sientes

Escuchas las ochocientas maneras de definir al viento que tenían los yaganes.

Y después llega el silencio, el silencio de la muerte, y te mira, y te callas.

Y yo que no puedo decir más nada.

Nada….

Los exterminaron a todos

Nada…

El viento que es como el Espíritu Santo, que siempre está, que está siempre

Ochocientas veces

Y nada.


Nada.


Río Abajo, 14-15 de septiembre de 2012

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El HMS Beagle


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