Wednesday, April 8, 2015

Y la fiesta de los gallos cubanos nunca paró



Diego Cobo


Cuando José Gutiérrez de la Concha, capitán general de la Cuba colonial de mediados del siglo XIX, dijo que “con una lidia de gallos, una gruesa de barajas y doce manolas con sus guitarras son llevados los cubanos a donde quieran”, estaba resumiendo de manera concentrada un espíritu que sigue enraizado en la sociedad cubana. Jamás existió en el país un asunto tan aparentemente trivial que ocupara una posición de semejante envergadura durante el último siglo.
Las peleas de gallos son una pieza inevitable en la configuración de esta isla como nación, de su identidad y de la construcción de un modo de vida cercano a ciertos valores. Tampoco faltan motivos para ello: hay quien dice que la guerra de independencia comenzó en 1895 con el grito de un criollo en una valla de gallos, el ring circular donde se enfrentan los animales: “¡Basta de que peleen los gallos, carajo, es hora de que peleen los hombres, vamos todos a respaldar el grito de independencia!”.
Más de un siglo después, a las afueras de La Habana, el público se encarama en los maderos de la valla de gallos mientras el cielo se derrumba y los relámpagos zigzaguean sobre sus cabezas. Pero ni los estruendos que hacen temblar las patas de los gallos que pululan por el recinto, ni las cicatrices de este cielo de comienzos de verano, alteran el curso de la pelea. Es un recinto clandestino, escondido entre la espesura de los árboles.
“¡20 a 14! ¡20 a 14!”, vocifera un hombre mientras se descuelga de la grada improvisada. No obtiene repuesta, así que aumenta el énfasis y la apuesta: “¡20 16!”, repite una docena de veces atropelladamente. Pero nadie cierra el trato con él. Se guarda el manojo de billetes y las maneras bruscas y se concentra en los gallos que luchan en el ruedo, que acaba con una de las aves muerta.
—Uno menos.
—Uno más –responde entre dientes el veterinario con el taco de ceniza del tabaco asomando en los morros.
Si René se define como veterinario no es únicamente por echar a un montoncito detrás de su mesa de trabajo el tercer gallo muerto de la tarde. También cura a los malheridos. “Razafín para la infección, yodo para las heridas y huevo con naranja para que se recupere”, explica este hombre de 53 años que lleva aplicando sus fórmulas médicas a los gallos desde los 15. Una pluma le sirve para desatascar el gaznate de los animales cuando está bloqueada por coágulos de sangre y una gruesa aguja con hilo para cerrar los tajos que los pollos se producen con las afiladas espuelas de carey que sus dueños les colocan. Pero en lo que va de tarde solo ha utilizado el yodo.
—¿Y esos? –le pregunto irónicamente señalando a los que yacen sin vida.
—Ah, no. A esos les tocó perder.
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Fueron los españoles quienes trajeron los gallos a América y comenzaron a pelearlos como un divertimento. Pero ese espectáculo que comenzó con dos animales enzarzándose trascendió su carácter deportivo para convertirse en un asunto de Estado, a merced de sucesivas prohibiciones, promesas y debates morales. De ahí pasó a ser un elemento de identidad de la sociedad cubana. Pocas cosas han cambiado desde que hace más de 270 años un decreto real solicitase al gobernador de la isla un informe sobre si las peleas podrían tener “inconvenientes con la gente del mar y la tierra”.
En 1835 se dictó una norma que prohibía la construcción de vallas en zonas rurales. Más tarde también se prohibió la simultaneidad de peleas en lugares diferentes. Pero las riñas se siguieron desarrollando, cada vez en lugares más apartados donde la red del control colonial no llegaba. Fue en este tiempo cuando el gobernador de Nejucal envió una carta al capitán general de la isla quejándose de que los trabajadores abandonaban el trabajo y el culto divino ¡para acudir a peleas de gallos!
Y todo eso, junto a la isla de deseo que suponen estos recintos, no se podía permitir en una tierra colonial que en la segunda mitad del siglo XIX sufriría profundas convulsiones y se libraría definitivamente del poder colonial: pero entonces ya era demasiado tarde para arrancar de la realidad una actividad que se había convertido en una tradición esencialmente local.
No fue hasta finales de siglo cuando más intensamente se vivió la cuestión de las peleas de gallos, que pasó a convertirse en la munición de las varias facciones tras la independencia de la isla. De 1898 y hasta 1902, con la aprobación de la Enmienda Platt, Estados Unidos ocupó esta tierra con un gobierno mixto que velaba por los principios que la emergente potencia enarbolada, entre ellos la modernidad.
Y las peleas de gallos eran consideradas una barbarie.
Una ley del 24 de julio de 1899 modificó el Código Penal sobre juegos de azar. Dos meses después se fulminaron las corridas de toros, las cuales nunca más resurgieron. En abril de 1900 se prohibieron las lidias de gallos y un mes después se otorgaron poderes a la sociedad protectora de animales para castigar a los infractores. Pero nada detuvo el curso de la tradición a pesar de las afiladas luchas entre los defensores de la modernidad a la sombra del país ocupante.
Las corridas de toros eran la fiesta española; el béisbol, la americana. Y los gallos habían penetrado de tal forma en las costumbres de la sociedad que seguía siendo imposible extirpar de las aficiones del pueblo. Las leyes disparaban contra el atraso de un pueblo considerado salvaje y hambriento por modernizar, especialmente desde sus élites. Ejemplo de ello fue la satisfacción del alcalde de Placetas cuando, en enero de 1901, envió una carta al secretario de Estado y Gobernación, Diego Tamayo, calificando las peleas de gallos de “espectáculo inmoral y sangriento, que tan pobre concepto hace formar de la cultura de un pueblo”. El cambio, impulsado por los poderes sociales y militares, proponía un giro en la difusión de unos valores que no acabaron de cuajar en su plenitud… cuando en 1902 llegó la República de Cuba –por primera vez independiente– con las peleas prohibidas por ley.
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“Tiene cada pueblo sus costumbres tradicionales con las cuales está encariñado y que le dan carácter perfectamente típico y hasta nacional. Los juegos y entretenimientos forman parte muy principal de esos hábitos arraigados, que van de modo lento y gradual modificando las condiciones del tiempo y lugar”. Así comenzaba el proyecto de Ley sobre Lidias de Gallos elaborado en los primeros balbuceos del nuevo país independiente y que fue presentado por varios representantes del parlamento. Y continuaba: “Querer que desaparezcan violentamente, es algo así como aspirar a torcer el natural proceso de la evolución social y ocasionar, como con toda violencia, un malestar sensible y nada conveniente a la marcha armónica y ordenada de todo progreso verdadero”.
La expresión de la época “moral pública” no hizo sino alimentar el debate, que los periódicos amplificaron según sus propios intereses. El paradigma de la modernidad, abrazado por los intelectuales, no contemplaba chirriantes actividades propias de países atrasados, rurales y, en definitiva, salvajes. Una lucha entre el pasado frente al futuro que se libraba con amplios ecos y participación.
El Fígaro, uno de los periódicos que circulaban a principios del nuevo siglo, publicó en noviembre de 1902 una encuesta que había realizado a 64 figuras destacadas de la vida cultural habanera sobre el asunto, con resultados dispares. Desde las respuestas tibias: “Toleremos las vallas de gallos, a cambio de que los hijos de los guajiros vayan a las escuelas públicas, y éstas, no lo dude usted, matarán a aquellas”, a las abstenciones en verso: “Yo no contesto: me callo/ Y muy bien hago en callar, pues quien debe contestar/ a la pregunta es el gallo”, pasando por algún irónico que acababa con estos versos: “¡Cuantos menos gallos haya…/ Tocarán a más gallinas!”.
Pero no fue hasta 1909 cuando se volvieron a autorizar las peleas de gallos. Después entraron los años y el desenfreno de la década de los cincuenta, cuando el juego superó cualquier delirio y nada hacía sospechar que las ruletas de los casinos se detendrían por muchos giros políticos que se pudieran efectuar; nada que el dinero no pudiera solucionar. El gánster Frank Ragano le contó a Santo Trafficante –que controlaba los negocios de la mafia en la isla junto a Lansky, Batisti y Barletta– su preocupación por los movimientos de unos jóvenes idealistas en los confines orientales del país, pero éste le respondió con desdén: “Estoy seguro de que Fidel nunca llegará a nada. Pero aunque no sea así, nunca cerrará los casinos. Aquí hay mucho dinero para todo el mundo”.
El paso del tiempo no ha cambiado demasiado los esquemas en el interior de las vallas y su significado social. Las regulaciones de la amplia etapa colonial pretendían controlar unos lugares donde la sociabilidad se desplegaba sin límites entre las diferentes procedencias sociales, un potencial nido de conspiración contra el poder que la metrópolis no podía permitir.
A diferencia de las plazas de toros, los cafés o la ópera, las peleas de gallos poseían un elemento capaz de eliminar las desigualdades sociales: el azar; componente que se une a la apuestas para borrar las jerarquías que sí se reproducen en otros lugares. Como escribió el autor de un diccionario de frases cubanas, “el caballero apuesta con el mugriento; el condecorado acepta la proposición del guajiro; el negro manotea al noble”. El resultado de la pelea hablará por sí mismo.
Aunque la revolución atenuó las diferencias de clase, hoy las mezclas constituyen la norma. Jóvenes buscavidas, jubilados, profesionales reconocidos, dirigentes políticos y hombres cargados de collares y dientes de oro comparten el mismo espacio intercambiando risas y dinero. Muy pocas mujeres. Si durante el siglo XIX eran las burguesas quienes no se asomaban a estos recintos, tampoco ahora acuden mujeres a estos espectáculos que simbolizan, en cada gesto, la hombría.
Numerosos estudios sobre estas actividades relacionan muchos atributos machistas con las peleas de gallos; estudios respaldados por la realidad que sigue palpitando en la actualidad. Desde la identificación del pollo ganador con valores de superioridad, pasando por la escasa presencia femenina en los recintos y siempre supeditada a la voluntad del hombre hasta la superación de lo masculino sobre lo femenino, encajan en una descripción de una sociedad que aún trata de sacudirse los valores negativos de la tradición. Por no mencionar los focos de prostitución que suponen. Tampoco contribuyen a salir de esas descripciones algunos de los gritos despectivos a los animales más débiles (“¡gallina! ¡gallina!”) en plena batalla por el triunfo.
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En Cuba, como en Macondo, no están permitidas las peleas de gallos. La primera medida que se tomó en el país, en 1739, trató de controlar los espectáculos para recaudar parte de los beneficios que se generaban en estos espacios donde el juego y la fiesta ofrecían un lugar en el que escabullirse de la rutina. Pero dicha restricción solo impulsó la desviación de las juergas a recintos clandestinos. Hoy sucede lo mismo: únicamente en las vallas oficiales se permite las peleas. Y son mucho más aburridas.
“Allí hay reglas”, explica Enrique, un ex combatiente de la guerra de Angola que esta temporada ha perdido 80.000 pesos (3.000 dólares) en apuestas y contempla una de estas peleas en la valla clandestina de las afueras de La Habana. En ella, como en todas las extraoficiales, se permite el esparcimiento sin las rígidas restricciones de los recintos estatales, unos lugares cuya apertura fue la salida al crecimiento de la hipocresía: se trataba de un deporte penalizado hasta los años ochenta, pero que gustaba demasiado a todo el mundo.
Hoy, un sábado de finales de octubre, hay feria en Finca Alcona, las instalaciones del Estado, aunque todavía no ha empezado la temporada. Mientras tanto los galleros y los dueños de las cientos de vallas de todo el país acuden a las carpinterías a buscar sacos de virutas de madera para empezar a entrenar y pelear a los gallos.
“¡Managua, Managua, Managua! ¡Con dos marcho!”, repite el conductor del Chevrolet del 53 mientras golpea el capó de su viejo e imponente trasto. Durante quince minutos insiste intermitentemente, hasta que decenas de personas se bajan de un autobús y consigue, por fin, los tres ansiados pasajeros para partir.
Finca Alcona, a las afueras de Managua, es una construcción sólida, de madera y hormigón, permanente, de dos alturas; poco tiene que ver con las improvisados edificios sembrados por toda la isla, sorprendentemente resistentes pero construidos de tablas de madera y techos de plástico. Está al lado de un restaurante y del criador estatal de gallos que vende y exporta a otros países. No se puede fumar, ni beber. Tampoco hay música, ni el desenfreno de las vallas clandestinas. Un funcionario controla todo desde la planta de arriba. Entre pelea y pelea no hay mujeres dando vueltas a la circunferencia de combate vendiendo cacahuetes, perritos calientes o helados, ni chicas que al extranjero –si es que hay, que es casi nunca– le piden una cerveza. Tampoco está permitido apostar, aunque al acabar la función la valla se vacía con demasiada rapidez como para asegurar que es la diversión lo único que se despliega en ese lugar.
Justo en ese momento, tres hombres charlan en la puerta, a espaldas de todo, cuando se acerca otro tipo al que le dan 1.500 pesos (60 dólares), en seis billetes de diez pesos convertibles: han apostado por el gallo de Alexis, que ha perdido frente a uno mexicano.
—Pero entonces, tú tienes dinero –le sugiero al chico que ha perdido 60 dólares tras desembolsar una cantidad inusual en la cartera de un cubano medio.
—Bueno… –sonríe antes de mostrar su carné oficial de criador de gallos–. Tengo unos 50 pollos listos para pelear, que utilizo, porque yo no vendo.
El funcionario de la valla, que ha cerrado las puertas de la instalación donde los pollos han peleado, se va a casa a caballo. Los otros tres chicos se ofrecen a llevarme a La Habana en su coche… pagando 20 fulas, algo más de 15 veces de lo que me ha costado llegar hasta aquí.
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Alfredo Cruz comprende mejor que nadie los entresijos de ese universo. Este criador de gallos de San Cristóbal, una tranquila población 60 kilómetros al oeste de la capital, pasea por su jardín con el sol tostándole el cuerpo mientras muestra las decenas de animales que cría, las claves de su alimentación y las fases de entrenamiento. “Cuando están rojos como tomates voy y los peleo. El tiempo te va diciendo: se le recogen las carnes y se posa sobre las puntas de los dedos. Cuando un atleta empieza a entrenar, corre sobre los talones; luego corre con las puntas: ahí está el gallo”, explica este sesentón que cree que “los gallos son igual que la raza humana: si no hay raza no hay buen gallo”.
Nada hace sospechar de la pasión de Alfredo por la actividad: “Lo tengo como deporte. No solo crío pollos, sino también cochinos. Lo que me gusta es la cría. Dinero no se gana…, así que criamos puercos. Esa es la vía por la que podemos subsistir un poquito”.
Sin embargo, no todo el mundo comparte esta opinión, pues ven en el espectáculo un festival absurdo de sangre y enfrentamiento entre dos animales en el mismo espacio que se da rienda suelta a las apuestas, el juego y demás escapatorias que chocan con los principios que abandera la Revolución: moralidad. De hecho, el juego y el “enriquecimiento ilícito” representaban la dictadura de Batista, a la que Fidel Castro derribó. Por esta razón las apuestas y el dinero que se mueve en torno a las apuestas gozan de tan baja reputación. Y es que recuerda a los tiempos a los que la Revolución venció y relevó.
La Nochevieja de 1958 los casinos –en manos del capital norteamericano que controlaba el esqueleto del país a través de una red de sobornos y comisiones– fueron atacados furiosamente cuando llegó la noticia de que la Revolución había triunfado. La ira se concentró en los casinos de los hoteles porque simbolizaban el odio a un régimen cruel en un país con altos índices de analfabetismo y pobreza y que beneficiaba a una minoría. La Habana era la perla del Caribe, donde miles de turistas anuales, principalmente norteamericanos, disfrutaban del ambiente propicio para la diversión… hasta que vino el comandante. Y mandó parar. El proyecto de quince inmensos hoteles-casinos en El Malecón se quedó en el aire.
Se nacionalizaron las empresas norteamericanas y con ellos los casinos. Se fulminó el juego. Así lo expresaba Fidel Castro durante una concentración de obreros gastronómicos en junio de 1960, quienes se quejaron porque al cerrar los casinos se hizo tambalear la facturación de los hoteles y, por lo tanto, sus empleos: “… incluso, cuando mediante una ley revolucionaria se puso fin a todo tipo de juego en el país, hubo una excepción con los casinos. Nosotros habríamos deseado que no quedara ningún tipo de juego legalizado […] el juego era manejado por gánsteres, las mafias de gánsteres manejaban el juego. Pero, además, se nutrían esos casinos de los funcionarios ladrones”.
Y las peleas de gallos caían del lado del juego, del enriquecimiento ilícito, de los ecos de un tiempo que había que olvidar y no encajaba con la nueva época que se asentaba en la justicia social y las promesas. Así, en 1968 se trataron de eliminar las peleas en todo el país con el objetivo de acabar con las apuestas. A mediados de los años 80, se rebajó la categoría de la gravedad al transgredir la norma y pelear al margen de las vallas estatales. Se pasó de penas de cárcel a simples multas.
Pero los cubanos siempre han esquivado la legalidad en este ámbito. “Para mí los gallos son un deporte, pero el cubano es muy jugador”, opina Alfredo mientras señala uno de los gallos en su casa. “Toda Cuba juega a los gallos. Cuba son gallos y pelota [béisbol]”. “¡Y mujeres!”, intermedia un chico que trabaja en la finca.
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—¿Usted es extranjero? –me pregunta un hombre que, junto a su esposa, esperan a la sombra de un árbol en la autopista central–. Sabes que las peleas son ilegales. Si se tira la policía te llevan a inmigración. Ten cuidado –advierte.
Desde la carretera apenas se escucha la música que ensordece en el complejo donde las mesas de juego y la barra de bar acompañan a la valla de gallos. Todo lo prohibido se entremezcla aquí: peleas, apuestas, juego, dinero.
Un empleado de barriga prominente desea que la temporada se extienda, a pesar de que sea el mes de julio y ya hace un mes que habitualmente se suelen acabar las peleas. “Hace falta dinero”, admite. Trabaja en cinco vallas diferentes, ocho dólares en cada una. 180 al mes. “Pero eso no es nada”, opina. “Aquí en Cuba hay mucha necesidad. Demasiada necesidad”, expresa. Para redondear el sueldo, este hombre que niega identificarse (“aquí me conocen y ya está, yo no doy mi nombre a nadie”) suele apostar en las peleas para ganar algo más. Y de vez en cuando suma 60 dólares a su saldo.
En Cuba no es fácil ganar dinero. Por eso, uno de los pocos modos que tiene una persona para juntar más que los exiguos sueldos del Estado es el juego, el que el artículo 219 del Código Penal castiga con multas y hasta con tres años de cárcel. “Para el Estado este juego es ilícito. ¡Todo es ilícito!”, se queja este hombre del gremio que ni siquiera se identifica con un apodo, como es habitual en esta actividad al margen –y en contra– de las regulaciones. Y es que pocos son capaces de estirar la confianza hasta revelar su verdadera identidad.
Enrique, el excombatiente sesentón que dice tener diez oficios y haber perdido esta temporada más de 80.000 pesos, lo que ganaría en un trabajo estatal en doce años (sí, doce años) lo ejemplifica. “Pero no lo pongas en internet, que me llevan preso. Hay extranjeros que tergiversan las cosas…”, desliza tras ser retratado antes de abandonar con paso ligero la valla.
En el mismo recinto y a media tarde, Ayova ha ganado 3.200 pesos (130 dólares). Los 100 pesos para entrar al recinto le han rendido bastante a este cuarentón, que dice ganar entre diez y veinte mil pesos al mes con las apuestas. Hoy no ha peleado con ningún gallo propio, pues no los tiene preparados. “Va por temporadas”, resume. Tampoco Antonio, 76 años, pelo blanco y bigote dorado, ha jugado con un gallo propio. A su pensión trata de añadirle lo ganado con los gallos, que multiplica por cuatro, cinco y seis los 300 pesos mensuales de su retiro.
Y es que no resulta sencillo arrancarle palabras a alguien que va a pelear. Al componente de azar de las peleas se añaden las estrategias, los disimulos y los trucos. Nadie quiere desvelar el estado de su arma de combate. Llegan a la valla, pesan e inscriben a su gallo en una pizarra. Si encuentran un contrincante del mismo peso, se desarrolla la pelea. Todas las artimañas valen para juntar algo de dinero. Desde los que apuestan sin tener ni un peso a los que, peleando su propio gallo, apuestan por el contrario porque saben que perderá.
“¿Contra quién lucha?”, le pregunto a un tipo que rompe con la estética que domina el ambiente –pantalones cortos, ropa impecable, estilo deportivo–. Señala con el dedo a otro gallo de plumaje blanco. Bromea, sonríe y hasta vacila mientras le ayudan a colocarle las espuelas a su gallo, ignorando que su cara, minutos después y con su ave muerta, poco tendrá que ver con su aspecto jovial de antes. Otro joven que está a punto de echar a su gallo solo ha apostado 1.500 pesos. “El contrincante no quería más”, se excusa después de lamentarse por la escasa cantidad.
Ya sobre el recinto de viruta los dos galleros elevan a su animal mientras lo agitan en el aire. Lo agarran del cuello y lo mueven bruscamente hacia adelante para llenarlos de furia y hacerlos pelear. El árbitro da vuelta al reloj de arena y se sueltan los animales. A partir de ahí los picotazos y las sacudidas con las espuelas anclados a las patas se suceden mientras la grada circular grita, se enfurece y gesticula. El estanquero, quien se encarga de cuidar del recinto, tiene que apartar a quienes la pasión les lleva a acercarse demasiado a los animales en combate.
Salta alguna mota de sangre mientras el ambiente se enciende, los galleros gritan a sus animales y éstos revolotean impulsados por la energía del recinto. Tiempo después, uno de los dos muere o pierde tras no levantarse tras unos segundos. Entonces, unos ganan las apuestas, otros las pierden y todos disfrutan. La tradición de las peleas se ha mezclado con la del juego en un instante que alude a los siglos de tradición. Nada nuevo.
“Tú sabes cómo es el cubano. En las fiestas de campesinos, por ejemplo, se pelean gallos, porque esto es historia. Vinieron a Cuba como medio de entretenimiento para los mambises. A mí me gustan las dos cosas, la apuesta y la pelea”, explica Alfredo, el criador de gallos.
Nada hace pensar que se vaya a alterar el devenir de unas prácticas adheridas a la médula de la identidad cubana y que han sobrevivido durante cuatro siglos a un gobierno español, once meses a una ocupación inglesa, tres años a otra norteamericana, medio siglo a una independencia con injerencias frecuentes, y otros sesenta años de una revolución que ama la riña de gallos y detesta las apuestas. “Pero no todo el mundo tiene posibilidades para apostar, así que lo tienen como medio de diversión”, matiza el criador de gallos.
Disfrutan demasiado, multiplican vertiginosamente sus salarios, dan rienda suelta a varias pasiones y siglos de historia les amparan. Y así, definitivamente, así es imposible acabar con nada.
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De REVISTA SOLE, 26/09/2014

Imagen: Juan León Palliere/Riña de gallos

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