Wednesday, April 15, 2015

Lichtenberg, toda una Vía Láctea de ocurrencias

Jaime Fernández

Hermida Editores ha iniciado la tarea ciertamente titánica de publicar, en traducción de Carlos Fortea, los Cuadernos del pensador alemán del siglo XVIII, científico y profesor de Física en la Universidad de Gotinga, Georg Christoph Lichtenberg. Cuadernos es el nombre que los primeros editores dieron a las anotaciones de diverso género que desde su juventud escribió en unos cuadernos y que la posteridad prefirió titular Aforismos, nombre con el que figuran en las portadas de las antologías publicadas hasta ahora en numerosos idiomas. Sin embargo, ese título no fue ideado por su autor, a quien seguramente le hubiera parecido extraño.

Un aforismo es un pensamiento condensado, y las reflexiones de Lichtenberg constituyen un proceso, una work in progres, justamente por su carácter “hipotético”. Él mismo reconoció que anotaba sus pensamientos no para fijarlos, “sino para probar si se relacionan”, calificándolos de hipótesis (“vivo permanentemente según alguna”), una forma de explorarse y de explorar la realidad, evitando la sentencia concluyente.

No hay tema ni motivo que escape a la mirada incisiva y a menudo sarcástica de Lichtenberg, de quien puede decirse, al igual que de Montaigne, su precursor en tantos aspectos, que nada de lo humano le era ajeno. Del mismo modo que para el autor francés el único límite a la hora de desentrañar su yo era “el respeto público”, el alemán no conocía otra forma de expresarse que la sinceridad descarnada.

“Hace ya tiempo que vengo escribiendo la historia de mi espíritu tanto como de mi lamentable cuerpo y eso con una sinceridad que quizá despierte en muchos una especie de vergüenza ajena”.
Imaginación, ingenio, observación y curiosidad fueron los puntos cardinales que orientaron a este espíritu despierto, aunque tuviera que admitir que la razón y la imaginación habían vivido en él “un matrimonio bastante desdichado”. Y todo ello sin alejarse del sentido común, que define como “el conocimiento intuitivo y siempre vigilante de la verdad de unos cuantos principios de utilidad general”, y al que se accede persiguiendo cada cosa “hasta el último extremo, de suerte que no quede la menor idea oscura”. Sin sentido común no hay virtud –matiza en una de sus anotaciones- y sólo éste hace al gran escritor. Los cinco volúmenes de los Cuadernos constituyen el mejor testimonio de ello, el reflejo vivo de una mente en acción que, desde los años de estudiante hasta pocos días antes de morir, no cesó de observar, mirar e indagar, balanceándose constantemente sobre un sinfín de hipótesis.
Resumió su noción del método de conocimiento en una suerte de mandato personal: “Permanece atento, no sientas nada en vano, mide y compara: tal es toda la ley de la filosofía”. Esta curiosidad insaciable, trufada de ironía, de la que nos beneficiamos sus lectores, lo salvó de las tentaciones suicidas que le persiguieron durante casi toda su vida. Sus intereses carecían de límites: la comida, la bebida, el cuerpo, el amor, la sexualidad, los sueños, la soledad, el lenguaje, la religión, la muerte, el mundo de los libros, la ciencia, la filosofía, la situación política del momento. Si los demás escribían públicamente sobre pecados secretos, él se había propuesto escribir secretamente sobre pecados públicos. Un escritor que aspira a conocer la naturaleza humana debe tener el don de decirles sus secretos a los hombres.
Apreciaba por igual las verdades de a céntimo que las de vuelo elevado. “Toda una Vía Láctea de ocurrencias”, reza una de sus anotaciones, y no hay una metáfora más apropiada que ésta para definir la obra de Lichtenberg. Ocurrencias que, anotadas todos los días de una vida, terminaron conformando una galaxia.
Seguramente porque hablaba por experiencia propia, aventuró que “si alguien reuniera todas las ocurrencias felices que ha tenido en su vida, haría con ellas un buen libro”. Y como si tratara de animar a los lectores futuros de los Cuadernos asevera que “cada cual es un genio al menos una vez al año, sólo que en los llamados genios menudean más las buenas ocurrencias”. Estaba convencido de que escribir despierta las potencialidades que dormitan en cada persona y ayuda a despejar ideas confusas. Pero esto sería más fácil “si no fuese porque no se nos educa para ser individua en el pensar” y por la costumbre de imitar el estilo de autores consagrados.
Opinaba que cada cual puede seguir su propio sentimiento individual para expresarse de otra forma, incluso al referirse a las cosas más comunes y generales, algo que, a su juicio, sólo se alcanza normalmente en la edad madura, “cuando uno se da cuenta de que es tan hombre como Newton o el predicador de aldea”. Shakespeare era una prueba de ello. Confiaba en las primeras impresiones.
Otra de las ventajas de pensar por uno mismo apuntada por Lichtenberg es que se descubre mucha sabiduría contenida en el lenguaje, tanta como la que pueda existir en el refranero, que también está ahí antes que nuestro pensamiento. Consideraba una fuente universal de desdichas la creencia en que las cosas son realmente lo que significan. Porque apreciaba la sabiduría del lenguaje, se regocijaba en los juegos de palabras y en la magia que se puede ejercitar con ellas (“El cuchillo sin hoja al que le falta el mango”). Ahora bien, advertía a aquellos autores que aspiran a describir sus sentimientos que no creyeran que eso era muestra de una disposición particular de la naturaleza, puesto que otros podían hacerlo igual que ellos. Si no lo hacían era porque juzgaban ingenuo “dar a conocer semejantes cosas”.
Sentía debilidad por las anécdotas, muchas de ellas chistosas pero impregnadas de sutileza e inteligencia, que debieron circular por las tertulias, las posadas y las tabernas de su tiempo, como aquella del misionero que pintó en términos tan terribles las llamas del infierno a una comunidad de groenlandeses, hablándoles del mucho calor allí reinante, “que todos empezaron a desear ardientemente el infierno”.  Su talento para la narración brilla sobre todo en el relato, normalmente breve, de historias curiosas, entresacadas de leyendas de todos los tiempos, países y civilizaciones, y que recuerdan a los relatos de almanaque recopilados por su coetáneo Johann Peter Hebel en el maravilloso Cofrecillo de joyas del amigo renano de la casa.
Pero ¿cuáles fueron los gustos, costumbres y fobias de este hombre hipersensible, atormentado por una malformación en la columna vertebral, hipocondríaco y excluido de la vida social a causa de su “concubinato” con una mujer de extracción social baja? En uno de los esbozos de autorretratos en tercera persona que plasmó en los Cuadernos se presenta con un cuerpo “hecho de tal manera que hasta un mal dibujante lo dibujaría mejor a oscuras”. A pesar de los achaques, estaba contento con su salud. En la comida de mediodía no pasaba de tres platos y dos por la noche, regados con un poco de vino. Unos cuantos tragos surtían en él “poderes mágicos”, convocando a todas las facultades mentales “a una alegre fiesta de la cual queda excluida la razón más severa”.
Su más fiel compañera era la imaginación, que jamás lo abandonaba. Uno de los placeres que obtenía de ésta era instalarse detrás de una ventana, “con la cabeza apoyada en ambas manos”. Mientras quienes pasaban a su lado sólo veían “un personaje cabizbajo y melancólico”, él se confesaba en silencio que una vez más se había entregado a divagaciones muy placenteras. Una vez, de visita en Hannover, se alojó en una habitación cuya ventana daba a una calle estrecha que servía de enlace entre dos grandes. Desde ella observó cómo la gente, sintiéndose menos observada, cambiaba de cara al llegar a esa callejuela.

Así, “uno orinaba allí al lado, otro se ataba las medias un poco más allá; éste se reía a solas, mientras aquel meneaba la cabeza. Y las jovencitas sonreían pensando en la noche anterior y se acomodaban las cintas para hacer nuevas conquistas en la próxima calle”. 

No tenía más que unos pocos amigos y su corazón estaba abierto a uno solo, presente, y a varios ausentes. Por su afabilidad, muchos lo tomaban por amigo. Había amado tan sólo una o dos veces, la primera con un amor desgraciado y la segunda, uno muy feliz. Conquistó un corazón a costa de jovialidad y ligereza, cualidades que veneraba como “los atributos espirituales que le han deparado las horas más placenteras de su vida”. Convivió con dos mujeres: tres años con Dorothea Stechard, hasta la muerte de la joven, a la que conoció con doce años, siendo vendedora de flores. Se arrepintió de no haberse casado con ella. Al año siguiente de la muerte de Dorothea se enamoró de otra jovencita, Marguerete Kellner, una vendedora de fresas de veinticuatro años, con la que se casó después del nacimiento del primero de los seis hijos que tuvo con ella. 
Jamás tuvo por un honor considerarse un librepensador ni tampoco creer sin excepción en todo. Era capaz de rezar con fervor y leía el Salmo 90 embargado por “un sentimiento sublime e indescriptible”. No se avergonzaba de “la extraña superstición” que le llevaba a descubrir “un presagio en cada cosa y a convertir en un día cientos de objetos en un oráculo”. La forma de arrastrarse de un insecto le servía para responder a preguntas sobre su destino, algo bastante extraño en un profesor de Física. No sabía qué odiaba más, “si a los jóvenes oficiales o a los jóvenes predicadores”, con ninguno de los cuales podría haber vivido mucho tiempo. Ni su indumentaria ni sus convicciones eran normalmente aptas para las reuniones sociales.
Leer y escribir eran para él ocupaciones tan necesarias como comer y beber. A veces podía pasarse ocho días sin salir de casa y vivir contento. Pero habría enfermado si hubiese tenido que permanecer el mismo tiempo bajo arresto domiciliario, porque “donde hay libertad de pensamiento, uno se mueve con facilidad en su propio círculo”, al contrario que cuando se reprimen las ideas.
Desconfiaba de las costumbres. “Me gustaría poder desacostumbrarme de todo, poder ver, oír y sentir todo de nuevo: la costumbre echa a perder nuestra filosofía”. Al plantearse qué pensarían de él “diferentes cabezas”, concluyó que Jöns Mattias Ljungberg, probablemente su mejor amigo, habría dicho de él que “no tiene mal corazón, es huidizo a más no poder y sus máximas, que algunas veces formula, son acuñadas sólo por una hora, pues a la siguiente vuelve a fundirlas”.
Reconocía que, si bien estar a menudo a solas y reflexionar sobre uno mismo puede procurar un gran placer -al menos no era tan peligroso “como afeitarse solo”-, se corre el riesgo de cimentar una filosofía “que admite y aprueba el suicidio”, además de conducir a desarreglos nerviosos. Para sortear estos peligros recomendaba “aferrarse de nuevo al mundo a través de alguna chica o un amigo, a fin de no derrumbarse del todo”.
Como no encontraba ningún entretenimiento fuera de su cabeza, que estaba siempre ocupada, era lógico que los nervios se fatigasen. Pero cuando se encontraba con gente se animaba y su mente descansaba; en lugar de producir cosas, las recibía de fuera. Esta experiencia debió de llevarle a la conclusión de que el hombre ama la compañía, aunque sea la de una velita encendida. De ahí que considerase la lectura un descanso, aunque nunca equiparable al de la compañía humana, pues al final siempre acababa por dejar el libro a un lado para empezar de nuevo a darle vueltas a alguna idea.
Para Lichtenberg el matrimonio, o fratrimonio, como lo llama en uno de sus ingeniosos juegos de palabras, era una ampliación del propio yo hasta límites a los que una persona sola no podría llegar con ningún arte en el mundo. Si el amor es ciego, el matrimonio se encarga de restaurarle la vista. Dedujo que la mayoría de los hombres no se conocen tan bien a sí mismos como los conocen los demás.
Contemplar los rostros de la gente común en la calle fue siempre su diversión favorita. “Ninguna linterna mágica iguala a este espectáculo”. Más aún, el rostro le parecía “la superficie más entretenida de la Tierra”. Las caras en una gran reunión de personas se le antojaban una síntesis de “la historia del alma humana escrita en una especie de ideogramas chinos”. “Nada podemos ver del alma si no se manifiesta en el rostro”. Decía que si uno observa con detenimiento las caras de las personas, podrá descubrir en aquellas que suelen tildarse de adocenadas ciertos rasgos que las individualizan. Sostenía que la alegría y la tristeza se  manifiestan con muchísima menos evidencia en la nariz, “aunque esté situada a tres escasas pulgadas del alma”. Sin embargo, aventuró que la cabeza y los pies se hallan muy próximos “en un sentido moral y psicológico”.
Viajó a Inglaterra para aprender alemán porque “entender el significado real de una palabra en nuestra lengua materna nos suele llevar muchos años”. Goethe se había pronunciado a este respecto en unos términos similares, recurriendo al tono sentencioso: “Quien no conoce ningún idioma extranjero, tampoco conoce el suyo”. 
A lo largo de su vida le llamó mucho la atención el mundo de los sueños. Le extrañaba que siendo uno de los privilegios del ser humano soñar y saber que sueña, no se hubiese sabido hacer uso de él. De ahí que le sorprendiera que todavía no se hubiera escrito la historia del “hombre dormido”, que quizá tuviese tanto interés como las de los despiertos. Anticipándose dos siglos a Freud, subrayó que una tarea digna del más grande de los psicólogos sería estudiar la naturaleza del alma a partir de los sueños. Aunque dormidos actuemos menos, “es precisamente ahí cuando el psicólogo despierto tendría muchísimo que hacer”.
Creía que si la gente “estuviera dispuesta a contar sus sueños con sinceridad, éstos, más que el rostro, permitirían descubrir cosas sobre su carácter”. Los sueños son útiles “en la medida en que representan el resultado natural de todo nuestro ser, sin la coacción de un reflexión muchas veces artificial” y están compuestos por las ideas y representaciones que tenemos en estado de vigilia. Es cierto que cuando soñamos “somos todos locos y nos falta el cetro: la razón” -él mismo soñaba a menudo que comía carne humana cocida-, pero sentimos igual que en la vigilia, por lo que es preciso sumarlos a nuestra existencia real.
También se adelantó a Freud y al psicoanálisis al imaginar el extraño espectáculo de una boca de alguien “que empezara a contar un día sus historias más secretas sin que hubiera forma de pararla y teniendo que observar el interesado la plena posesión de su juicio”. La situación se le antojó muy ridícula. Ignoro si conoce esta cita, pero al novelista Philip Roth tendría que encantarle. Esa misma “situación ridícula” a la que alude tan gráficamente Lichtenberg es la que describe en su novela El lamento de Portnoy (1969): un joven que se tumba en el diván de un psicoanalista y se pasa trescientas páginas contándole sus más oscuros secretos. 
Los juicios de Lichtenberg sobre los libros y la lectura ocupan un lugar destacado en los Cuadernos. Como en tantas otras cosas, arroja una mirada de desconfianza en un país atestado de eruditos. “Por leer tanto hemos caído  en una docta barbarie”, sentenció. En otra anotación afirma que leer mucho “vuelve orgulloso y pedante”; en cambio, ver mucho “vuelve sabio, sociable y útil”. Mientras que el lector “desarrolla excesivamente una sola idea”, quien observa el mundo “adopta algo de todas las clases sociales, ve lo poco que se preocupa por el erudito abstracto y se convierte en ciudadano del mundo”.
La lectura no debe sofocar el criterio y la autonomía del lector. Por ello le instaba a que no dejase que gobernaran sus lecturas y mandase en ellas. Opinaba que muchísima gente lee “simplemente para no necesitar pensar”. Uno de sus aforismos más celebrados es aquel en el que compara al libro con un espejo: “si un mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol”. Los hombres retienen poco de sus lecturas porque apenas piensan ellos mismos.

“El espíritu no gana nada y más bien pierde con una lectura en la que no se haga comparación alguna con las reservas personales ni se relacione lo leído con el propio sistema de opiniones”. 

Se mostró muy crítico con los escritores del movimiento alemán precursor del Romanticismo Sturm und Drang. Nunca le perdonó a Goethe que escribiera el Werther. “Furor wertherino” denominó al entusiasmo demente que se apoderó de los jóvenes lectores que se suicidaron después de leer la famosa novela epistolar que Goethe publicó a los veinticinco años. Tampoco se libró de su sarcasmo el sentimentalismo de los autores para quienes escribir con sensibilidad era “hablar todo el tiempo de ternura, amistad y amor al ser humano”. “Lo que ellos llaman corazón está muy por debajo del cuarto botón del chaleco”. En otro pasaje no se anduvo con rodeos: “El hombre está hecho de algo más que testículos”. Quién sabe si no será más proclive “a estornudar que a llorar”.
Dejó patente su recelo ante la ficción literaria en una época en que las novelas se limitaban a entretener a los lectores, sin más pretensiones, cuando se lamentó de que “hoy en día la verdad tenga que poder prevalecer por medio de fiction, novelas y fábulas”. Esta sentencia vuelve a cobrar vigencia en nuestra época, a la vista de la tendencia mayoritaria de los lectores.
Anglófilo empedernido, admiraba a Shakespeare, a Sterne, a Fielding, a Hogarth, célebre por sus pinturas satíricas, a Swift y al actor y dramaturgo David Garrick, al que vio actuar en numerosas ocasiones en los teatros de Londres. De Shakespeare le habría gustado que alguna vez aparecieran en rojo aquellas de sus frases consideradas sagradas pero que se debían “a una copa de vino bebida en un momento de felicidad”. A quienes leían sus obras con las manos juntas y los ojos cerrados, les recordó que el dramaturgo inglés se ganó la vida cuidando caballos ante la puerta de un teatro, se gastaba el dinero en cafés y comía en tabernas.
Son también numerosas las reflexiones que dedicó a la escritura. Como él mismo demostró en su prosa, pensaba que en todos los hombres de espíritu latía una tendencia a expresarse brevemente y a decir con rapidez lo esencial. Aconsejaba la simplicidad en la escritura por el simple hecho de que ningún hombre honesto recurre al artificio o a la sutileza en la forma de expresarse.

“Dada nuestra lamentable educación, tras la que debemos olvidar en la segunda mitad de la vida lo que aprendimos en la primera, escribir con simplicidad exige un esfuerzo”.

Lichtenberg era un ilustrado imperfecto pero, precisamente por ello, no ahorró críticas a sus excesos. Comparó la Ilustración con el fuego, “que da luz y calor, siendo imprescindible para el crecimiento y el progreso de todo lo vivo”. Pero a renglón seguido advertía que fuese tratada con cautela, ya que, como el fuego, “también puede quemar y destruir”. ¿De qué servían la Ilustración y las luces “si la gente no tiene ojos, o, si los tiene, los cierra intencionadamente?”.
Al contrario que tantos ilustrados, que confiaban en un progresivo refinamiento moral y cultural de los hombres si se los educaba en las luces, temía que el camino fuese justamente el contrario. Por desgracia, los hechos habrían de darle la razón en el siglo XX, el de los grandes logros en la ciencia y la tecnología y el de los fanatismos ideológicos y las masacres gigantescas. Vaticinó que en doscientos años -y su anotación debió de estar fechada alrededor de 1770- sería demasiado oscuro expresar una idea, tan corriente para él y evidente en su tiempo, como que antes de dar crédito a algo conviene pasarlo por el filtro de la razón. Ciento cincuenta años después el mundo civilizado caía preso de uno de los ataques de credulidad más letales de la historia: la campaña de propaganda a favor de la Primera Guerra Mundial que unió a millones de personas alrededor de un perverso entusiasmo belicista que pronto demostró su verdadera faz.
Es posible que los brotes de incredulidad que afloraban a su alrededor le indujeran a una reflexión popularizada en el siglo XX por Chesterton: que en la mayoría de los hombres la incredulidad en alguna cosa se basa en la creencia ciega en otra. Pese al determinismo, pensaba que el ser humano era una obra maestra de la creación por el simple hecho de creer que actúa como un individuo libre. No dejaba de interrogarse cómo habremos llegado al concepto de libertad.
Lichtenberg se carteó con Kant y admiraba su sistema filosófico, del que comentó que no era más que la expresión de la filosofía popular y común. En una de sus anotaciones define el espíritu kantiano como un intento por averiguar

“las relaciones de nuestro ser, sea éste lo que fuere, con las cosas que denominamos fuera de nosotros, vale decir, determinar la relación entre los subjetivo y lo objetivo”.

Al igual que Kant, sostenía que no encontramos ninguna causa en las cosas, “sino que vemos solamente aquello que en nosotros se corresponde con ellas”, de manera que “dondequiera que miremos, nos vemos sólo a nosotros”. No percibimos las cosas mismas, sino que “nuestro ojo crea la luz, y nuestro oído, los sonidos”, por lo que “fuera de nosotros no son nada”. Los hombres no pueden explicar cómo ha ocurrido una cosa, “sino cómo creen que ha ocurrido”. Sólo sentimos por nosotros mismos y es imposible sentir por otros.
Su actitud ante la religión concuerda con el espíritu de la Ilustración, aunque matizada por las contradicciones de una inteligencia despierta y cierta sensibilidad religiosa. Del Nuevo Testamento dijo que se trataba del “mejor manual de ayuda práctica que jamás se había escrito”. Otra cosa eran los profesores que lo enseñaban. Cargó sin tregua contra el fanatismo y la intolerancia confesional y de sus mandamases. Citaba como un ejemplo lamentable de ello el que en la ciudad de Andreasberg sus habitantes se hubiesen negado a dar asilo al hombre en cuya casa había caído un rayo, arguyendo que debía ser un canalla por haberse atraído la ira de Dios.
Entreviendo el avance de la secularización, imaginó una época “en la que nuestros conceptos religiosos le resulten tan extraños como a la nuestra el espíritu caballeresco”. Incluso barajó la hipótesis de que si el mundo duraba un número incontable de años, la religión universal se materializase en “un espinozismo depurado”, dado que la razón “abandonada a sí misma no conduce a ninguna otra salida”.
Su concepto de los monarcas y gobernantes que mandaban en los países europeos se ajustaba bastante a la realidad. La mayoría de ellos no eran más que “tambores, furrieles y cazadores”. De poco servía introducir en un país el arte del comercio o publicar revistas que propugnaran los valores de la ilustración de los pueblos cuando el amo de todos “es un loco que no reconoce más superiores que su estupidez, sus caprichos, sus prostitutas y sus ayudas de cámara”.
La lista de admiradores de los Cuadernos de Lichtenberg es muy larga, tanto entre escritores como entre filósofos y científicos. Kant lo leyó atentamente, con un lápiz en la mano. Goethe comparó sus escritos con una maravillosa varita mágica “que convertía sus bromas en problemas ocultos”. Para Nietzsche, con excepción de Conversaciones con Goethe, de Eckermann, los Aforismos de Lichtenberg era lo único de la prosa alemana que merecía ser leído una y otra vez. La profunda huella de sus reflexiones es visible en la filosofía de Schopenhauer. Tolstói fue un lector devoto de su obra.
En el siglo XX la nómina de admiradores fue en aumento: Karl Kraus, Hofmannsthal, Wittgenstein, Robert Musil, Thomas Mann, Robert Walser o Freud. Este último comentó que los chistes de Lichtenberg sobresalen por su contenido intelectual y la seguridad con que dan en el blanco. André Breton lo consideraba uno de los grandes maestros del humor y “padre de la patafísica”. Canetti anotó que había escrito el libro más rico de la literatura universal porque nunca quiso redondear nada, lo cual “es su felicidad y la nuestra”. Albert Einstein dijo que no había conocido a nadie como Lichtenberg “que oyera crecer la hierba con tanta claridad”. También Auden, Tucholsky, Stanislaw Jerzy Lec, Borges y Cabrera Infante se rindieron ante la lucidez y mordacidad del viejo maestro.
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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 14/04/2015

Imagen: Estatua de Lichtenberg ante el edificio que alberga el Instituto de Matemáticas de Gotinga

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