Thursday, April 30, 2015

Árbol de castaña, endémico de Pando, entre los que más absorben emanación atmosférica

Silvia Antelo Aguilar/Redacción SOL DE PANDO

Un nuevo estudio publicado ayer en la revista científica Nature Communications estableció que la capacidad vegetal de capturar carbono de la atmósfera en la Amazonia depende principalmente de poco más de 200 de las especies arbóreas que sobresalen por su gran tamaño, llamados “árboles hiperdominantes”, los cuales concentran el 50% del carbono almacenado en los bosques amazónicos, según explicó Vincent Vos, que participó en el estudio por parte del Instituto de Investigaciones Forestales de la Amazonia Boliviana, de la Universidad Autónoma del Beni (UAB). Entre dichas especies figura la del árbol de castaña, endémico en los bosques de Pando y Beni.
El investigador holandés Hans ter Steege, de la Universidad de Urtrech, precisó anteriormente, en un estudio publicado en octubre del 2013, que los árboles hiperdominantes cuyos diámetros de tronco son mayores a 70 centímetros, llegan a un total de 227 especies, las cuales representan el 1.4% del total de la población arbórea en la Amazonia que contiene 16.000 especies.
El bosque amazónico está conformado por un estimado de 400 billones de árboles distribuidos entre esas 16.000 especies que almacenan cerca de un quinto de la biomasa de la tierra, es decir el 20% del carbono atmosférico en el planeta.
El reciente estudio realizado en el marco de la red Rainfor integrada por investigadores de Sudamérica y Europa, verificó el rol de estos árboles en bosques amazónicos que incluyen a Bolivia, utilizando una amplia base de datos de más de 500 parcelas y 200 mil árboles correspondientes a 3.458 especies. Tras el análisis estadístico comprobaron que la biomasa y la productividad se concentran en al menos de 147 a 167 especies de árboles. El estudio también muestra que las especies más abundantes o con mayores concentraciones poblacionales no necesariamente almacenan o procesan grandes cantidades de carbono. Un árbol hiperdominante puede concentrar hasta 3.000 veces el contenido de carbono de uno pequeño de 10 centímetros de diámetro, coinciden los investigadores.
La autora principal del trabajo, Sophie Fauset, de la Escuela de Geografía de la Universidad de Leeds, comentó que “en base de anteriores estudios, ciertas especies ya son reconocidas por ser especialmente abundantes en la Amazonia, pero no conocíamos si éstas dominan también el ciclo del carbono en estos bosques. Encontramos que, mientras parte de las especies comunes también almacenan una gran cantidad de carbono, también hay especies que no son muy importantes para los ciclos de carbono, a pesar de su abundancia, mientras que otras especies almacenan o crecen mucho más de lo que su abundancia sugiere”. 

Los titanes vegetales de la Amazonía
Las especies que son capaces de alcanzar un gran tamaño tienden a dominar en forma desproporcionada, mientras la mayor parte de la diversidad de la Amazonia corresponde a árboles pequeños que viven en el sotobosque o en estratos inferiores del bosque. “A pesar de que existe una menor diversidad entre las especies de árboles grandes, éstas contribuyen más con ciertos servicios ecosistémicos”, añadió la doctora Fauset.
“Los árboles producen azúcares a partir del dióxido de carbono, la luz solar y el agua, a través del proceso de fotosíntesis, y algunos de éstos son eventualmente almacenados en forma de madera o tejido leñoso”, explicó la doctora Michelle Johnson, coautora del estudio. “Los bosques Amazónicos nos ayudan al almacenar billones de toneladas de carbono que de otra forma estarían en la atmósfera contribuyendo al efecto invernadero”, agregó.
En un ecosistema tan extenso y diverso como la Amazonia, entender el ciclo del carbono es un gran desafío. Encontrar que sólo una pequeñísima fracción de las especies es responsable por la mitad de la biomasa, puede ayudar a los científicos a predecir cuál puede ser el destino de los bosques tropicales en un clima cambiante. 

No subestimar la demás riqueza vegetal y forestal 

Pasar por alto o subestimar el restante 99% de la diversidad de especies en la Amazonia puede resultar peligroso. El Profesor Oliver Phillips, también coautor del estudio advierte: “nuestro equipo ha trabajado sobre cuáles plantas ´importan´ más actualmente. Sin embargo, a medida que el clima en la Amazonia continúe cambiando, podemos esperar que un conjunto muy diferente de árboles entre en acción, incluyendo algunos apenas conocidos hoy”.
Los bosques de la Amazonia son los más extensos a escala global y presentan una extraordinaria diversidad, siendo el hogar de cerca de 16 mil especies de árboles. Anteriores estudios han resaltado el rol de los bosques amazónicos para el clima global, y en especial su contribución a la mitigación del cambio climático gracias a la capacidad de la vegetación de capturar carbono de la atmósfera. 
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De SOL DE PANDO, 30/04/2015




Imagen: Las especies de árboles grandes, catalogados como “hiperdominantes”, almacenan y producen más biomasa que las especies de menor tamaño. | Foto Roel Brienen

Wednesday, April 29, 2015

El último rey negro

Alex Ayala Ugarte

Julio Pinedo, campesino de los Yungas, fue condecorado como monarca de los afrobolivianos en 1992 y 2007. Sin embargo, parte de la comunidad negra no comulga con la designación. El debate gira ahora en torno a la sucesión y al linaje real.
El camino a la pequeña localidad de Mururata parece interminable. Es parte de un viaje en el que uno tiene la sensación de que puede llegar a todas y a ninguna parte en un instante. Anclado en pleno Yungas, a unos 96 kilómetros de La Paz, mecido por las nubes y como descolgado de un cielo de alabastro, el pueblo se esconde trepando el cerro, rodeado de una luz difusa, de verdes desgastados y azules filtrados por los árboles. Cuando ya casi estamos llegando, un campesino, con una seña, hace parar la movilidad. Nos pide que le acerquemos a su terrenito, que queda cerca; y el trayecto se convierte en un intercambio de impresiones. ¿Qué le parece a usted el rey negro?, le pregunto. «Regular», contesta como un tiro. ¿Y por qué? «Ya lo verán ustedes».
Cuando su rastro se pierde por una estrecha vereda, aparecen las primeras construcciones, la mayor parte de adobe y calamina. Un viento suave se adueña de todo como un eco. De las puertas de las casas, entreabiertas, se asoman algunos pares de ojos para observar la escena. Y cerca de la plaza, en plena esquina, se alza la morada de Julio Pinedo, el monarca de los afrobolivianos. Según la historia, descendiente directo de un antiguo rey de Senegal cuyo hijo fue traído a Bolivia como esclavo.
Angélica Larrea, la esposa de Julio, se asoma tímidamente al advertir nuestra llegada. Son las cinco de la tarde del 14 de agosto, y el sol juega moldeando sombras. La mujer, de mediana edad, viste pollera de colores frescos y sombrero hongo. Está entrada en carnes, y nos recibe con una sonrisa franca. ¿Qué desean? «Vinimos a ver al rey». De las entrañas de la edificación sale una figura. Es Julio. Su rostro es duro, un tanto hosco, y su frente está esculpida por arrugas, como si mantuviera el ceño fruncido permanentemente. Tarda en pronunciar palabra. Está acostumbrado a las esperas. «Pasen», señala.
En el interior, latas de conserva, sacos de fideos y de harina, dulces, mantequilla, azúcar y un sinfín más de productos se agolpan desordenadamente. Con un rústico peso de metal, Angélica despacha la mercadería cada día. En los bajos de la casa, donde ahora nos encontramos, funciona una tienda de abarrotes. En el segundo piso se encuentra el dormitorio, con grandes ventanales de madera que dan a parar a la calle. Las paredes lucen desgastadas. Su tono azul se perdió hace mucho tiempo, pero es como si nada hubiera cambiado en los 14 años que tiene la estructura; la humedad lo impregna todo.
Una vieja mesa de madera es el lugar escogido para recibir a las visitas. Julio Pinedo se sienta al lado de una radiecita Sony que le sirve de compañía. Es parco en sus gestos. Y su vestimenta —un pantalón viejo, un camisa sucia con los primeros botones abiertos y una gorra negra— es la de un agricultor, no la de un rey. ¿Qué quieren saber?, interroga mostrando un diente roto. «Su vida», resumo en un segundo.

El linaje real
«Yo soy el mayor de dos hermanos. Nací el 19 de febrero de 1942. Mi papá nunca pudo reinar. Murió en un accidente. A mí me crió mi abuelo, Bonifacio Pinedo. Mi bisabuelo era José Pinedo. Y ambos trabajaron en una hacienda que actualmente pertenece a la familia Cariaga. Mi abuelo también asumió como rey, y hablaba a menudo de nuestros antepasados. Eso nomás le puedo contar», dice conciso.
Según Martín Cariaga, director del Grupo Boliviano de Turismo (GBT) y dueño de la hacienda Mururata, Julio Pinedo es descendiente directo de Uchicho, un príncipe africano que arribó a Bolivia en uno de los últimos contingentes de esclavos, alrededor de 1820, y terminó en la zona de los Yungas, en el norte del departamento de La Paz, trabajando los terrenos de cultivo del Marqués de Pinedo, un hacendado español muy reconocido.
«A Uchicho lo coronaron en 1832 —relata Cariaga—. Los más ancianos cuentan que su padre, antes de morir, mandó para tal fin su corona, su capa, su bastón de mando y un chaleco bordado en oro y plata. Después, vino Bonifaz, quien, como era la costumbre, adoptó el apellido de sus patrones, Pinedo». Y más tarde, como antes comentaba Julio Pinedo haciendo memoria, la sucesión estuvo protagonizada por don José y don Bonifacio, a quien todavía recuerdan los nonagenarios de la zona.
Frente a la casa del actual monarca, reside Pedro Rey Pinedo, de 91 años, quien en calidad de peón trabajó en condiciones de esclavitud durante varias décadas. Pedro parece ausente, como sumido en una duermevela. Está levemente recostado sobre un catre, con un par de muletas de madera a su lado. Una barba escueta y canosa da brillo a su tez oscura. Sus manos son grandes y robustas. Y, cuando habla, pareciera que podría ahogarse en cualquier instante. «Yo fui tratado como esclavo desde los 10 años —me confiesa—. Se trabajaba tres días para la hacienda y tres para uno mismo. Si no hacías bien las cosas o te atrasabas, te sacudían con el látigo. Y eso bien lo sabía Bonifacio». «Bonifacio —prosigue— era gordito, buena persona. Vestía como rey; y los muchachos le jaloneaban siempre de sus ropajes».
Martín Cariaga asegura que en la hacienda Mururata todavía se conservan extrañas incisiones en las piedras laja. «Seguramente —precisa—, son las marcas por los días trabajados en favor del rey negro, pues éste no trabajaba, ya que la mayor parte de sus labores eran realizadas por la servidumbre, por el resto de los afros».
Jorge Medina, director ejecutivo del Centro Afroboliviano para el Desarrollo Integral y Comunitario (CADIC) añade, por su parte, que Bonifacio se rebeló. «No aceptaba imposiciones y por eso se escapó a vivir a un terreno al que llamó La Soledad. Los patrones, temiendo que se levantara, le ofrecieron que asumiera el liderazgo entre los suyos y le dieron privilegios, lo que evitó que se concretara una revuelta».

Las coronaciones
Es temprano, 15 de agosto por la mañana. Julio Pinedo continúa con su rostro impávido, inexpresivo y afilado, como si un molde hubiera fijado en sus facciones una huella permanente de desolación y de tristeza. Sujeta el machete como si fuera la prolongación de su brazo. Ha desayunado apenas un café y un pedazo de pan, pero se siente ya con fuerzas. Está colocando unos espinos en la entrada de su propiedad. «Si no, entran a robarme», se lamenta. Y comienza su habitual peregrinaje por un paraje con alrededor de cinco hectáreas. «Cultivo cítricos y coca. La cosecha de la fruta es anual, pero la hoja de coca se produce tres veces al año», explica. «Es por eso que la mayor parte acá somos cocaleros».
De lunes a sábado se repite la rutina. «De 8:00 a 17:00 estoy en el campo. Allá como plátano, arroz, huevo o charquecito. Luego, cuando vuelvo a casa, trato de descansar un poco. A veces, miro la novela. Uno aprende. Ahora estoy justo viendo una de un hombre que se ha separado de su mujer y se ha casado con una muchacha joven. Todo un lío. Pero esas cosas pasan, incluso en estos pueblos».
Julio es hacendoso, un sabio en las cuestiones del campo, pero no es el rey que muchos se imaginan. El traje real descansa posiblemente en un armario —no quiere decirme—, no tiene palacete, y ni siquiera una oficina en Mururata —es decir, cero privilegios—. Le molestan las visitas, le incomodan las preguntas, y, sin educación formal, no es hábil para la diplomacia. Su aspecto es taciturno y su cadencia al caminar, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante y la mirada gacha, es más propia de campesino que de monarca. Sin embargo, ha sido coronado ya dos veces.
La primera fue en su pueblo, en 1992. «Casi tuve que convencerle de su condición. Mi madre siempre me hablaba del rey negro, de su abuelo Bonifacio. Y yo quise rescatar la tradición. Tuve que mostrarle libros de Paredes Candia. Me presté la capa y la corona originales del Museo Costumbrista de La Paz. Hasta que por fin aceptó la designación», me sitúa Martín Cariaga.
La ceremonia se celebró en la capilla del Timbel de la hacienda Mururata, recuperando una tradición antigua, la Fiesta del Rey, que solía celebrarse el primer sábado de la Semana Santa, fecha que estaba dedicada a San Benito —patrón de los afrobolivianos—. Aquel día, un 18 de abril, zampoñas y coplas homenajearon a Julio Pinedo. Se bailó a ritmo de saya y se leyó un bando real que así decía: «Todas las personas, hasta los blancos, mestizos e indígenas, deben guardar por el rey respeto y consideración (…); y pobre del que se haga la burla, pues guardas negros munidos de látigos le harán rendir honor a su figura».
La segunda coronación, entre tanto, es más reciente. Fue auspiciada por la Prefectura después de un estudio y tuvo lugar el pasado 3 de diciembre en el hotel Presidente de La Paz. Para la ocasión, Julio vistió una capa roja con detalles africanos diseñada por Beatriz Canedo Patiño —quien elaboró la vestimenta del presidente Evo Morales para sus palabras de investidura en el Congreso—. No hubo grandes discursos. Pero una alegría especial se sentía entre los presentes, la mayoría afrobolivianos.
No en vano, hasta el momento, Julio Pinedo es el único descendiente reconocido en América Latina de un rey africano. Antaño, en otros países, hubo otros: Benkos Biohó en Cartagena de Indias (Colombia), Miguel en Venezuela y Balanco en Panamá. Pero Julio Pinedo es el único con linaje real en la actualidad.

La esclavitud
El calendario señala el 16 de agosto. Y la localidad de Tocaña, próxima a Mururata, está de fiesta. Frente a la iglesia, don Manuel, un viejito afro de lentes gruesos que viste un colorido traje de domingo, aguarda la misa. «Yo soy viudo, pero tengo 20 hijos», relata. Manuel fuma como quemando el tiempo. Como tantos otros, tuvo que trabajar como peón en las haciendas, y el cansancio es ya parte indisoluble de su cuerpo.
Para el historiador Fernando Cajías, la historia de Manuel es conocida. La ha escuchado de otras bocas muchas veces. Y es consciente de que el sufrimiento de la comunidad negra se extendió hasta bien entrado el siglo XX.
«Para mí —analiza—, en la conquista no se produjo el encuentro entre dos mundos, sino de tres. El tercero es el africano. Entre 13 y 20 millones de esclavos fueron arrancados de sus países para ser llevados hasta el Nuevo Mundo. Mucho más que el europeo, el negro fue el gran colonizador de América».
Los textos que mejor recogen esta realidad son los de los cronistas españoles, que dan fe de que desde el año 1500 puertos colombianos, peruanos y argentinos daban cobijo a los barcos de prisioneros que llegaban desde las aguas del continente negro. La mayor parte venía de Benguela, Biafra, Angola y Congo, y hacía escala en la isla senegalesa de Gorée, utilizada como albergue transitorio.
Si sobrevivían a la navegación, a los negros les esperaba un intenso maquillaje para ser vendidos en los mercardos o en las ferias, donde a menudo eran marcados con fierro como vulgares cabezas de ganado. Tal era su condición de mercancía que sus dueños les llamaban «piezas».
En Bolivia, en un principio, los esclavos se ocuparon en la Casa de la Moneda. Allá trabajaban el metal que salía de la profundidad de los socavones. Para la tarea se empleaba a diez obreros, y los gases que emanaban del mercurio y el azogue mataron a muchos en pocos años. Dormían en la buhardilla, donde aún pueden verse las marcas de los grilletes. Finalmente, fueron mandados a los Yungas para trabajar en las propiedades de los terratenientes. Y, pese a que la esclavitud fue abolida en el país por Isidoro Belzu hace más de 150 años, no disfrutaron de una independencia real hasta 1953, cuando se impuso la reforma agraria impulsada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario.
Llegó la libertad, sí, pero, en cierta manera, siguieron condenados al ostracismo; y en 2001 se excluyó a más de 30.000 afrobolivianos de la catalogación de etnias elaborada por el Instituto Nacional de Estadística para la realización del censo, como si lugares como Chijchipa, Chicaloma, Chulumani o Dorado Chico no pertenecieran a ninguna parte.

Mandato cuestionado
En la cancha de fútbol de Tocaña, las mujeres recogen su pelo en trenzas infinitas. El sonido del reque reque y los tambores hace que bailen coquetamente saya. Menean las caderas al compás de los ritmos de herencias africanas. Algunas toman. La fiesta está en su máximo apogeo.
Julio Pinedo acaba de llegar. Carga dos cajas de cerveza para los prestes. Su semblante es serio, y no tarda en acomodarse en uno de los banquitos de escuela reservados a las autoridades. Pocos son los que le hablan. Viste pantalón gris, camisa clara y una gorra con el número 23 de Michael Jordan. Sus ojos, de un inteso marrón oscuro, se pierden en el horizonte.
«Él es así —me dice José Luis Delgado Gálvez, alias El Pulga, antropólogo que vive en la comunidad hace más de 15 años—. Su carácter es bien especial. Pasa desapercibido y no es nada expresivo. Bonifacio tenía más personalidad. Pero así como es hay que entenderle. Para mí, lo que hay que destacar es que los indígenas tienen a su presidente y los afros a su rey».
A unos metros de nosotros, Juan Carlos Ballivián, ingeniero agrónomo de 31 años quien, como tantos otros, emigró a La Paz en su juventud para estudiar, no para de repartir bebidas, y su musculoso cuerpo se esconde tras un elegante traje negro. Pese a ser afro, está tocado con un sombrero de ala ancha de uso común entre los aymaras. Y ni siquera parece haberse dado cuenta de la presencia de Pinedo.
«En mi opinión —confiesa—, ese señor no representa a los afrobolivianos. Antes, el rey negro tenía una autoridad moral. Bonifacio estaba muy bien considerado. Se permitía el derecho de recomendar a las parejas y era mediador en los litigios. Pero ahora es todo lo contrario. Julio Pinedo no es referente, no es más que un símbolo. Dentro de su cabeza, no se siente rey. Hay otras personas que tienen más convicción de rey que él. No aglutina. Y lo peor es que no socializa ni con los afros».
Similar criterio tiene Juan Angola Maconde, economista negro que lleva años dedicado a recopilar los relatos y vivencias de los abuelos. «Julio Pinedo no tiene carisma. Lo han transformado casi en un elemento decorativo. Ni siquiera ha viajado a las comunidades afros para que se le conozca. No ha asumido su responsabilidad. No conoce bien ni sus raíces. Y no ha hecho nada por los derechos colectivos de nuestra población. Además, las dos coronaciones me parecieron mero ‘show’. La primera estuvo auspiciada por un blanco; y la segunda, por la Prefectura, que para mí lo montó todo para hacer política».
Jorge Medina —del CADIC—, pese a todo, confía en el rol que se le ha asignado. «Yo espero que Julio Pinedo se involucre a este proceso de lucha que tenemos. Pienso que es importante que juegue un papel activo; y cada vez lo veo más abierto. Nosotros, como nuevas generaciones, tenemos que saber cómo llegar a él, teniendo en cuenta que ha sido toda la vida un campesino».

El príncipe Rolando
Escuelita de Mururata, 17 de agosto. Rolando Pinedo, de 14 años, se prepara para jugar fútbol. Lleva una equipación del Barcelona; y sus amigos le llaman «príncipe». Legalmente es el hijo reconocido del rey afro, pero realmente es su sobrino.
Los dientes de Rolando son azucarados, su pelo crespo y, al contrario que su padre, sonríe todo el tiempo. Es su antípoda. «A mí me gustaría estudiar historia para conocer más de nuestros ancestros», dice. ¿Y ser rey?, le interrogo. «Sería un orgullo, pero todavía no se ha decidido».
El debate en torno a la sucesión está más abierto que nunca. Para Juan Carlos Ballivián, el chico no tiene sangre real, y Julio Pinedo debería ser el último monarca. Para Jorge Medina, en cambio, las leyes le amparan para asumir el trono.
Ajeno a tantas circunstancias, Rolando coquetea con las chicas. Aprende rápido. Es uno más. Un muchacho del siglo XXI que trata de patear la pelota con destreza, al más puro estilo Ronaldinho.

Epílogo
Antes de partir de retorno hacia La Paz, toco nuevamente la puerta de la casa de don Julio. Angélica, su esposa, ve televisión sentada en unas graditas; el rey, en una silla; como si la pantalla fuera su particular ventana al mundo. Ella hace un pedido: «Queremos construir un palacete para el rey, a ver si nos ayudan». Él, desde que he entrado, ni siquiera me ha mirado. Por primera vez desde que emprendí este viaje, su impronta me parece la de un rey. Sumido en sus silencios, se ve altanero.
«¿Me permitiría hacerle una fotografía con su corona?», le digo; y mi pregunta se hunde en un profundo vacío.
Julio no contesta. Es una estatua. Ni siquiera parpadea. Sus brazos se entrecruzan dando por terminada la visita, y apenas se reacomoda para dar un apretón de manos tibio. Su pose, hierática, me recuerda a la de un maniquí que hasta hace algunos años mostraba el ropaje original del rey en el Museo Costumbrista de La Paz.
Únicamente los separa una pequeña diferencia. Don Julio, enclaustrado como en un particular exilio, puede que tenga seguidores, pero no súbditos.
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De REVISTA CRONOPIO, 17/08/2010

Foto: Julio Pinedo/AFP

Monday, April 27, 2015

los esclavos también lloran

PABLO CEREZAL

Ha muerto Kim Jong Il, el déspota norcoreano que, durante años, ha mantenido en vilo a las fuerzas del Orden Internacional. No nos sorprende el fallecimiento del dictador, añoso ya por lo que las pocas instantáneas de su rostro nos han permitido intuir. 
Nos sorprenden las imágenes con que el régimen de aquel país ha invadido las televisiones internacionales, hoy. Desgarradoras estampas de uniformes e uniformados ciudadanos deshaciéndose en llantos. Algunos, incluso, autoinflingiéndose dolorosas bofetadas que les permitan superar el dolor por la pérdida de El Líder. Cuando viajé por Corea del Sur promocionaban, ciertas agencias de viajes, la visita de la DMZ, la Zona Desmilitarizada, esto es: la frontera más militarizada del Planeta, la que separa las dos Coreas. No quise visitar dicho lugar, el morbo no me pudo. Imagino que me asustaba llegar a intuir el llanto de los vivos que aún lloran sus muertos, o el de los muertos que aún no saben que ya lo están.
Recuerdo con cierto cariño determinadas películas que veíamos en familia, los sábados por la tarde, después del telediario. Dichos filmes, de procedencia norteamericana mayormente, ahondaban, amén de en los valores propios de un sheriff que como tal se precie, en cierta mirada amistosa y condescendiente sobre las costumbres de los esclavos negros de las plantaciones que regentaban los protagonistas. En 9 de cada 10 de aquellas historias existía un hacendado, propietario de rancia plantación o señorial mansión, que precisaba del trabajo físico de hombres y mujeres de raza negra sin contrato temporal ni derecho a subsidio por desempleo. Aprendimos con aquellas sesiones televisivas que los esclavos también lloraban, y que incluso lo hacían cuando su benévolo dueño sufría por la pérdida de unos caballos, la boda no deseada de una hija o el quebranto de una cosecha. Y descubrimos también, ¡ay!, que lo negro es bello, y que la tensa piel de ébano que recubría aquellos esclavizados llantos era más hermosa y elegante que el arcaico pergamino que rodeaba la mirada hosca del blanco terrateniente, que las mujeres negras no precisaban más que harapos para esconder la amenaza de incendio de sus voluptuosos cuerpos, mientras que los de las hijas del latifundista quedaban ñoños, desvaídos, en sus melindrosos atavíos y miriñaques.

Evoco el llanto de los negros del rancio celuloide y, a pesar de lo retrógrado del mensaje, rescato de su sollozo la energía que supo, años después, reconducir el futuro de toda una raza. La energía de los esclavos, quiso llamarla y bendecirla mi amado y siempre bendito Leonard Cohen. Él no hablaba de los negros en concreto pero apelaba, en general, a todos los humanos que, al albur de un mínimo movimiento, pueden sentir las cadenas que les atenazan y esclavizan. 

Pienso en los llorosos norcoreanos con que nos bombardean hoy las televisiones y me pregunto dónde residirá su energía, y si esta les hará libres algún día.

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De POSTALES DESDE EL HAFA (blog del autor), 19/12/11

Fotografía: Pablo Cerezal

la espalda del mundo (y 2)

PABLO CEREZAL

Abandono el lecho de ocio y siesta en que no tú no te has acostado, y me siento desorientado por el desorden de los relojes y el fragor de las sábanas revueltas. En la cama, cual fósil de reptil o cuchillada de traidor, el sarcófago fugaz de mi erección insatisfecha. Un sepulcro que, lo comprendo al mirarlo, busca los huecos tuyos en que hizo guarida y que hoy, ahora, no dibujan de humedades esta cama.

La siesta, a pesar de saludable e hispana, no termina de sentarle bien a uno. Claro que, la salubridad que los estudios científicos otorgan a la siesta, alude a una brevedad que el español de a pie, y yo con ellos,  no le otorga. Un breve descanso, como intervalo noctámbulo de las excesivas horas de luz, y no lo que por aquí solemos llamar "una buena siesta", ese dormir sin solución de continuidad, con la premisa equívoca de que no existe el mañana. Servidor, por más que haga pública denuncia de no pocas costumbres patrias, en lo de la siesta, cuando la oportunidad lo permite, peca de nacionalista. Y así me ocurre, que despierto de la siesta como un pirata ebrio de ron barato, y acabo conduciendo al desastre a la tripulación de mis deseos, en vez de a la Isla Tortuga, que es donde podrían gozar los placeres del ocio y el descanso.

Despierto desorientado, ya digo, y luego no sé qué hacer con el resto del día. Paseo el breve tablero de ajedrez de la casa cual alfil condenado al exilio, y no acierto a calentar bien el café, ni a presionar las teclas correctas del teclado con que escribo naderías como esta que están leyendo. Al final acabo repasando las noticias, sólo para colegir que este mundo lleva ya demasiada carga a sus espaldas. Las noticias, ese anaquel de latrocinios y exterminios que deberían finalizar en el país en que habitaba nuestro amado Peter Pan. Pero es que, últimamente, no paso de la sección de política, cafre que es uno. Luego intento, de nuevo, escribir.
Hoy, por pereza o negligencia, ya no sé bien, tal vez porque contemplé durante demasiado tiempo la cama sin encontrar la postal turística de tu piel, he acudido al teclado y he comenzado a visionar, de nuevo, las fotografías que tomase, hace años, Jeanloup SieffYa lo dejé dicho: tenía un libro suyo, gran formato, buen papel, exquisitas reproducciones de su obra, que perdí en el naufragio de los exilios y adioses. Y añoro la iluminación de crepúsculo con que el fotógrafo francés supo revelar escalofríos, en la piel de las mujeres que expusieron murmullos de sangre a su mirada de gran angular y grano exacto. Mujeres que colorearon las mil fantasías de mi adolescencia con el glorioso blanco y negro de sus cuerpos. Que la luz es escondite de sombras, me lo descubrió Sieff a muy temprana edad. Que la sombra es vértigo de luces que se suicidan desde los rascacielos de tu espalda, sólo tú me lo enseñaste. Pero no puedo dejar de admirar las fotografías del genio francés, una y otra vez asimilar el gran peso que la espalda de la mujer carga, desde tiempos inmemoriales. Sólo la mujer puede alardear de fortaleza. En su espalda, el peso del mundo, todas esas noticias de vergüenza e indignación que antes repasaba por entre la selva de píxeles de la pantalla. La mujer carga con las penas del mundo, insisto. Pero, también, la mujer, y sólo ella, con una fuerza que no es de este mundo, muriendo su espalda, muestra la ligereza de que están hechos los sueños... al menos los míos. Creo que también los de Sieff. En caso contrario no hubiese empleado, con tamaña maestría, los contrastes, a la hora de retratar a esas mujeres que dan la espalda al espectador para mostrarle que su fortaleza también está hecha de pasión ligera como manzana a medias o luna de beodo. 

A pesar de que la frialdad de la pantalla informática no logra transmitir la efervescencia agreste de esas mujeres que retrató aquel poeta del diafragma, voy pasando imágenes y me apetece, de nuevo, subirme a tu espalda para comprobar que también puedes soportar mi breve peso. Rechazo el descanso que ha de proveer la siesta, y me apetece volver a la cama, para retomar el sueño de tenerte en ella, tendida, boca abajo, despertando gemidos a la almohada, sorprendiendo arañazos en la piel algodón y sueño de las sábanas, desarreglando la horizontalidad del catre con la locura vertical de tus besos más profundos, contemplando cómo, mientras, aligeras el peso del mundo con la cartomancia húmeda de tus manos, que ejecutan entre sus dedos trucos que son milagros en que resucitan gemidos y lágrimas de deseo.

Me gusta cuando te acaricias, amor, incluso si me das la espalda, porque en ella habita un mundo, el mundo, y sólo en ti finaliza como debiera este que vivimos y, sobre todo, sufrimos. El mundo sin ti, hoy, tiene tan poco sentido como la siesta. Ahora comprendo que tienen razón los científicos (por algo son científicos, aunque tengan que huir del país), y que, una vez más, lo típicamente hispano se me atraganta: debo hacer más cortas mis siestas, aunque eso me obligue a ver en televisión las noticias sólo para comprender que el mundo me da la espalda. Llegados a este punto, antes que renegar o contrariarse, lo mejor será bajar la mirada.

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De POSTALES DESDE EL HAFA (blog del autor), 26/04715

Fotografía: Jean Loup Sieff

Friday, April 24, 2015

Historia del arriero Benicio Marmolejo

PABLO CINGOLANI

Benicio Braulio Marmolejo Quispe: la historia ya lo olvidó pero yo no. Benicio fue un arriero singular, letrado y por ello, escéptico. Ballivián, tras vencer en los pedregales de Ingavi, se trajo la gloria hasta Tahuapalca, su refugio al pie del Illimani, la montaña mágica. Una noche de guitarras y macerados de chirimoya, el general jinete, forjador de patrias y putañero célebre, compartía sus piscos y contaba sus hazañas a un grupo de lugareños. Las resacas de las victorias, en el campo, duran semanas, acaso meses. Fue así que Ballivián, dueño de tácticas y estrategias, le enseñó a Benicio, dos cosas que llevaría con él siempre en sus alforjas: le enseñó a leer y también le enseñó a mover las piezas del ajedrez.
Marmolejo Quispe no tuvo parte jamás en batalla alguna. Se jactaba que con jugarlas en el tablero, le alcanzaba. Si alguien se burlaba de él, de su hombría, sacaba alguno de sus libros –que mezclaba con cacao o incienso u oro de Larecaja- y señalando cualquiera de sus páginas, sentenciaba, murando fijo: está escrito aquí que el más valiente de todos los hombres sólo anhela paz y no guerra. Y enmudecía a la audiencia mientras guardaba el mágico artefacto y se armaba una chala con el tabaco más aromático de todos: el de Sopachuy, el que mercaba su tío Eulogio, también arriero, también de Mecapaca.
Benicio Marmolejo Quispe había nacido en el pueblo de Mecapaca con el siglo, con las revueltas, con los ahorcamientos, con la guerra que lo arrasaba todo. Jovenzuelo, tuvo amores clandestinos bajo un sauce con la sobrina de Simona, la más brava, la más temible dama, amazona, guerrera de su comarca, y por esos azares y circunstancias, tuvo que huir de su furia, tras embarazar a la niña Flora. Su padre le regaló una mula negra y un poncho de Ayo-Ayo –que cuando se emborrachaba, juraba que había vestido al mismísimo Julián Apasa- y lo acompañó hasta el crucero, noche cerrada.
Don Luciano lo despidió diciendo: Benicio, ya eres un hombre. Sigue los pasos de Eulogio, tu pariente andariego. Hacia allá, hacia arriba, queda la ciudad, queda La Paz. Allí no hay nada más que disturbios y motines, sables y campanas, demasiadas tabernas y demasiado hambre. Hacia allá –y su brazo señalaba la oscuridad insomne de la nada-, hacia abajo, el río te llevará a nuevos mundos, a mundos desconocidos. Si yo fuera tú, iría y los buscaría.
Benicio lo abrazó mientras el viejo le entregaba una botella de majuelo y dos panes enmohecidos pero saboreados por el cariño. Benicio caminó toda la noche, y cuarenta noches más, y un día llegó hasta a ese otro mundo que le prometió su padre: el que los mapas antiguos indicaban como la Cordillera de los Mosetenes. Doce años estuvo con las tribus. Ellos le enseñaron muchas cosas: a enrumbar tapires, a fumar y a mirar en la noche y a leer el destino en caracoles y plumas de tucanes. En suma, le enseñaron también dos cosas: le enseñaron a cazar y le enseñaron la magia. Le enseñaron casi todo, el general Ballivián le enseñaría el resto mientras comían cuyes bien tostados y tomaban chicha para curar los malos presentimientos.
Benicio Braulio Marmolejo Quispe y el héroe de la batalla de Ingavi se hicieron compadres. Volviendo de Tacna, trayendo un piano que pensaba cambiar por seiscientas chivas, a la altura de la posta de Pucarani, un chasqui militar le dio alcance para comunicarle que su compadre el presidente de la república quería verlo. Benicio bajó pensativo hasta la hoyada. Ya en el palacio, los hombres se abrazaron y Ballivián mandó servir unos picantes de gallina tan deliciosos como las piernas de una ñusta de Coati. Al lado de Ballivián, estaba sentado su canciller –un hombre hosco, que padecía algún mal secreto-, y al lado del canciller, estaba comiendo otro hombre, ameno y lleno de entusiasmo. El general ajedrecista lo presentó así: Benicio, míralo bien, este es Palacios, un buen boliviano, al cual le he impuse un supremo encargo. Te pido que lo acompañes. Guíalo por esos sitios que sólo tú conoces de memoria, preséntale a los caciques, déjalo amigo y luego si quieres te haces escaso y te vuelves. Si vienes por aquí, eso sí, no te olvides de traerme esos ungüentos de víbora que tanto curan y hacen los bárbaros. Palacios se despidió de Ballivián con emoción sincera y le juró, en el último brindis, que no lo dude, mi general, tendrá su Beni.
Días después, Palacios, Benicio, un pelotón de indios asustados y setenta mulas cargando chalona, sidra, sal, brújulas y esparadrapos, partieron rumbo al norte desde la posta de Caiconi, mientras unos músicos les deseaban buen viaje con unas cuecas.  Sesenta y ocho días después, tras cruzar tres cordilleras, arribaron a Sapecho, donde los frailes que unos años atrás se habían enseñoreado allí. Benicio, como flecha, se internó en el monte lujurioso y no descansó hasta encontrar a Munay, el chamán de los Mosetenes.
Munay estaba más gastado, más arruinado, o así lo veía Benicio a la luz de la fogata del campamento que levantaron a orillas del río Bopi. Tres tristes tigres tuve que vencer, Benicio. Las palabras de Munay dolían. Los curas los asustan y los matan y los bichos se han cebado y se han vuelto altivos y tuve que pelearme con ellos, mi hijo. Benicio supo que ya no tenía nada que hacer en esas selvas, regaló todo su tabaco a Munay, le encomendó a Palacios –que, efectivamente, daría cumplimiento al decreto de fundación del departamento del Beni- y se marchó, por un atajo en la sierra, rumbo a su valle, rumbo a su tierra. En una quebrada honda, soñó a Munay dentro de una nube de mariposas, navegando un lago.
Cambió el piano por las chivas y vivió apaciblemente leyendo y jugando al ajedrez con Anastasio, un chico que una tarde llegó medio muerto hasta Tahuapalca escapando de los azotes del capataz de Huayhuasi. Anastasio, lo ayudaba con la cosecha de maíz y de miel y a cargar zapallos con los cuales preparaban un dulce exquisito.
Un día, Benicio se anotició que Ballivián se había muerto en un barranco o en una estepa helada, y tuvo saudades, muchas, pero igual bajó hasta el poblacho, a recordarlo con los otros, en el velorio que organizaron los paisanos.
Esa noche, era sábado, la chicha estaba amarga, picada y Benicio tuvo malos presentimientos. Tres días después, cayó un huayco desde la montaña mágica y enterró la mitad de las casas. Esa noche, era martes, y tras el tumulto, los muertos y unos truenos muy extraños, Benicio sentó a Anastasio en una banca de algarrobo que el mismo había labrado, puso un libro entre sus manos y le empezó a enseñar a leer.
Tres días después, Anastasio ya leía ese libro, cuyo título sigue siendo hermoso, heroico: De la forma y de los principios del mundo sensible y del mundo inteligible. A su vez, Benicio supo que ya era hora de partir, lo sintió tan adentro que no pudo resistirse. Se despidió del joven –Anastasio lloraba-y guardó queso de Lipari y unas botellas de aguardiente en su mochila y se fue caminando lento, lejos hasta la casa de su compadre Antonio Llanos, en Uma, una comunidad de indios medio cerriles, en el faldeo alto del Illimani. Nadie vivía más alto que esos seres. Desde sus casas de piedra laja, los glaciares de la gran montaña no sólo podían verse, casi podían tocarse.
Antonio Llanos lo recibió como siempre: dispuesto a conversar como sólo se confiesan los amigos, bebiendo cada palabra, celebrándolas todas. Y fue así, y así hubiera sido eternamente, sino fuera porque al tercer día, Benicio se levantó y mirándolo a los ojos, abrazándolo con la mirada, le dijo a Antonio: me voy, mi hermano querido, pero ya nunca más me esperes.
Y fue así, que esa vez, se fue Benicio pero, esa vez, Benicio, no bajó hacia el valle, hacia su tierra, sino que empezó a subir, el corazón palpitante, acariciando los glaciares con la punta de los dedos.
Mientras se elevaba, mientras dejaba atrás la piedra y caminaba y se hundía, se hundía pero seguía caminando en la nieve, no estaba triste, no cargaba pesar, no lo ensombrecía la incertidumbre por lo que vendría.
Sabía que esa noche, volvería a encontrarse con Munay, con Ballivián, con Luciano, con su padre. y eso, tan puro y tan simple de entender, eso, le daba fuerzas.

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Imagen: Sello conmemorativo del Centenario del Beni, 1942

Thursday, April 23, 2015

Memories of Galeano’s Fire: My Afternoon with the Late Uruguayan Writer


by Danny Postel


My heart has been heavy since learning over the weekend of the 
death of the radical and marvelously lyrical Uruguayan writer Eduardo  Galeano, whom I had the enormous pleasure of meeting some 20 years ago.
Galeano was an iconic literary and intellectual figure of the Latin American Left, but his work has a global footprint. Arguably among the most influential books of the second half of the 20th century,  1971 Open Veins of Latin America has been translated into more than a dozen languages and sold over a million copies. It stands with Fanon’s Wretched of the Earth, Albert Memmi’sThe Colonizer and the Colonized, and Gillo Pontecorvo’s film The Battle of Algiers, as part of the pantheon of anti-colonialism and Third Worldism. Hamid Dabashi calls Galeano a “creative voice of an alternative historiography, a mode of subaltern thinking and writing before a number of Bengali historians made the term globally popular.”

Open Veins of Latin America was banned under the murderous military dictatorships in Chile, Argentina and Uruguay alike, and Galeano  himself was driven into exile under his country’s regime during the 1970s. In 2009 the book made international headlines—and saw a major surge in sales—when Venezuelan president Hugo Chávez personally presented Barack Obama with a copy.
But while Open Veins was Galeano’s best-known work, his magnum opus was a trilogy titled Memory of Fire. My friend Scott Sherman captures it beautifully:
Unquestionably Galeano’s masterwork, Memory of Fire is a kind of secret history of the Americas, told in hundreds of kaleidoscopic vignettes that resurrected the lives of campesinos and slaves, dictators and scoundrels, poets and visionaries. Memoirs, novels, bits of poetry, folklore, forgotten travel books, ecclesiastical histories, revisionist monographs, Amnesty Inrnational reports — all of these sources constituted the raw material of Galeano’s sprawling mosaic.
Indeed, Galeano “rivals such masters of the fable as Kafka,” the literary critic Michael Dirda once wrote.
Galeano’s Book of Embraces occupies a special place in my heart, in part because it was a gift from my then-girlfriend, Debbie Bookchin. Our mutual love of Galeano was bond-forming. “A Diego Rivera mural in words,” the literary critic John Leonard felicitously called it. I read it the way I read Adorno’s Minima Moralia (another book Debbie and I bonded over), sipping from its aphorisms here and there, drawn back in by its charms over years, decades now. 
The Galeano book that has always meant the most to me as a physical object is Walking Words. Illustrated by the Brazilian woodcut artist José Francisco Borges, it is work of arresting, hypnotic visual beauty. One reviewer called it an “assemblage of tales, fables and parables [full of] intense lyricism, subversive humor and spellbinding storytelling.”
I feel deeply fortunate to have spent an afternoon with Galeano almost exactly two decades ago, in the summer of 1995. I hosted a radio show in Chicago at the time. When I found out that Galeano was coming to Chicago to do a literary reading, I scrambled to get an interview with him. I contacted his US publisher, W. W. Norton. They were not encouraging. It was too late, they informed me. Galeano’s itinerary was already full and in any case he was in Seattle and out of contact (this was before cell phones and e-mail). And besides, who was I? I hosted a show on a college radio station.
I refused to take no for an answer. I asked them which hotel he was staying at in Seattle. They somewhat reluctantly told me. I called and got the hotel’s fax number. I rushed over to a nearby printing and computer shop (I didn’t own my own computer) and composed a desperate but serious letter to Galeano requesting an interview. I poured my heart into the letter, expressing my profound admiration for his books. I also mentioned how much I liked an article he had just published in the magazine NACLA: Report on the Americas (a staple of the left-wing Latin Americanist diet) on the tyranny of cars (cleverly titled“Autocracy: An Invisible Dictatorship”). I faxed the letter to the hotel and called (more than once) to make sure that the front desk had received it and gotten it into Galeano’s hands.
The next day, my roommate, Benjamin Ortiz, called me at work and said, incredulously, “Yo, there’s a message for you on our answering machine from Eduardo Galeano!” Time stopped. It was one of the coolest moments in my life. Galeano would later tell me that it was the specificity of my letter that won him over: in particular the fact that I had read his NACLA article. He was impressed by this obsessive metabolism and by my stalking techniques, he told me. It was a refreshing departure, he said, from many of the media requests he got, for example, in New York — from journalists who had never even heard of publications like NACLA, let alone read them.I met Galeano at the hotel he was staying at in downtown Chicago and we conducted the interview in his room. I was in such awe of his presence, and so captivated by his eyes, that I can barely remember what he said. It torments me to no end that no recording of that interview has survived. (If anyone reading this happened to be listening to WLUW when it was broadcast, and recorded it, and saved the recording, please contact me!) One of the great regrets of my career is that I never transcribed that interview and published it…
The one thing I vividly recall from the interview is that when I said, by way of introduction, “My guest on this week’s program is Eduardo Galeano, author of the classic Open Veins of Latin America: Five Centuries of the Pillage of a Continent…” he stopped me in my tracks and asked me to start the interview over (I was recording it for later broadcast). He explained that he hated the subtitle and wanted me to leave it out. It was only the English edition that carried that subtitle, he told me. The original Spanish edition had no subtitle, just Open Veins of Latin America. The book’s US publisher, Monthly Review Press, was a Marxist operation that specialized in political nonfiction. It was they who added Five Centuries of the Pillage of a Continent as a subtitle, which Galeano, a prose stylist of the first order, found utterly leaden.
I didn’t dare tell Galeano that I loved that subtitle. I remember the first time I held the book in my hands and took in those words on its cover. Open Veins of Latin America: Five Centuries of the Pillage of a Continent. Veins. Pillage. Centuries. A cascade of images, ideas, sensations. I knew I had to read the book and that doing so would turn my world upside down.
But I was a poetically tone-deaf leftist. Galeano was an artist. I of course obliged and started the interview over.
It’s because of that experience that I wasn’t as shocked as some were when it was reported last year that Galeano had disavowed that book, or at least distanced himself from it. “I wouldn’t be capable of reading this book again,” he remarked at a book fair in Brazil. “I’d keel over. For me, this prose of the traditional left is extremely leaden, and my physique can’t tolerate it.”
But this recoil was more than just stylistic. He went on to say in Brazil:
Reality has changed a lot, and I have changed a lot. … Reality is much more complex precisely because the human condition is diverse. Some political sectors close to me thought such diversity was a heresy. Even today, there are some survivors of this type who think that all diversity is a threat. Fortunately, it is not.
As far as I know, Galeano never wrote an essay or gave a full-blown interview elaborating on the this line of thinking. I interpret his comments not as an abandonment of leftism as such but as an affirmation of pluralism. In a brilliant talk at a recent conference at Columbia University, the Tunisia scholar Monica Marks distinguished between the politics of “purists” and “pluralists”. I read Galeano’s comments in Brazil as an expression of disdain for the former and sympathy for the latter.
Walking Words. Memory of Fire. What fitting images Galeano conjured with these titles. His words will continue to walk, to wander the earth, to inhabit our thinking, and to ignite our imaginations. Thank you, Eduardo, for the memory of your marvelous fire.
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De CRITICAL INQUIRY, 20/04/2015  

Wednesday, April 22, 2015

El altar de un templo azteca


Pablo Moreno


Cuando al fin te saliste con la tuya/nuestra habitación fué roja. Una sala de juicios.
Ted Hughes

El dique que contiene al pasado ya no reprime nada. El dique se rompe y el dolor todo lo inunda. Uno cree que maneja las compuertas de un mecanismo ilusorio, mentiroso, falso.
La Fotógrafa me dice a través del chat que su tía se quiso suicidar tomando pastillas. Vió en su cuerpo desnudo, tendido en el piso, los signos de un adiós. Me levanté del teclado y las respuestas se fueron haciendo esporádicas. Y la noche se fue tornando nórdica, eterna, sin indicios del sol. Establezco una lucha contra la angustia, fumando hasta la nausea, buscando aire donde no hay. Me voy al jardín, la casa esta vacía. Nada puedo contestar. Hay demanda de ternura que no puedo suministrar. Afuera la noche esta suspendida. Subo a mi habitación. Desde la ventana se puede ver las luces de los edificios hacia Villa Urquiza, trazando una línea en el horizonte. Enciendo otro cigarrillo. Ni el recuerdo impide que la noche sea bella.
Una faja policial clausuró la que era mi habitación, la que fue la oficina de mi padre cuando me fui de casa.
Detrás de la puerta corrediza de madera estaban los restos del encuentro con un universo en descomposición. Technicolor del horror. El altar de un templo azteca decorado en la fiebre de la inmolación. Tuvimos que sacar la alfombra otrora naranja , mi hermano llorando, yo impávido con resabios del estallido de la noche anterior, cuando la noticia llegó, aquella que no se espera pero que se presiente. De tanta sangre y coágulos desperdigados nos quedamos sin definición para el espanto. Limpiamos el vendaval de sangre. Miré a mi madre y me pareció una extraña. Me fui a casa, me fumé y me tomé unas pastillas para dormir. Edifiqué el dique en una zona sísmica. Y me acosté sin buscar los porqués. Años después no me hice esas preguntas, no eran las correctas. No hay mucho que preguntarse luego que el cajón fue cerrado. Y me lo había anunciado y yo con mi mejor sonrisa incrédula pensaba “qué boludo, nadie ensaya su capitulación”.
Cuando cremamos los restos de mi padre me entregaron sus cenizas en una bolsa que estaba caliente. Mi madre me preguntó donde las dejábamos. Las arrojé en un cantero olvidado de la Chacarita como quién no quiere rendirle cuentas al pasado. Era una tarde soleada.
La otra noche Link en su clase deslizó una frase transparente de Lacan: una personalidad que no se realiza sino en suicidio. A veces se puede decir algo sin ser enigmáticamente pelotudo. Afuera llovía.
Estaba distanciado de mi padre antes del tiro final. Habíamos hablado unas pocas palabras unos días antes, unos libros quedaron en un banco, ni él no yo teníamos dinero para retirarlos y las obras completas de Goethe y otros libros de pintura con diapositivas terminaron humedeciéndose en algún sótano húmedo. Uno se va de la vida y se pierde el lenguaje. Aventuro ese estado: en la locura y en la desesperación soy, en la fuga existo. Al fin de cuentas, la soledad de mi viejo decanto en la ausencia de palabras. Una arista más en su aislamiento.
Ahora veo una foto de él en blanco y negro. No debe pasar los veintipico de años. Pantalones ajustados, zapatillas de básquet, remera con cuello y saco de invierno. Esta sentado en una roca. Un joven tan “nouvelle vague”. En su rostro hay seriedad y aplomo, sus hijos aún no eran los sueños del porvenir. Y me parezco a ese joven desde mis 43 años. En mi por momentos “saludable” inmadurez porque me sigo creyendo joven. Entonces en esa distancia nos reconocemos. Deje de recordarlo cuando se marchitaba hacia el final.
Buenos Aires, junio de 2006-06 de agosto de 2010.
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Del blog ESCRITOS EN LAS MANGAS, 26/06/2013

The Music Itself Is a Form of Protest

JOHN DONOHUE

Music and politics have long had an intimate connection. Woody Guthrie painted “This Machine Kills Fascists” on his guitar and sang folk anthems about rights and justice. Billie Holiday didn’t revert to slogans when she performed “Strange Fruit”—her voice was enough. When the electric-guitar pickup met napalm, a roaring cast of rock-and-roll artists made their voices heard. Later, in punk music, politics were as important to the form as spiked hair and short songs—and if some bands’ anti-establishment posing could be perceived as a marketing plan, others, such as The Clash, were earnest in their intent. 
Then popular music entered a period (in which, it could be argued, it still remains) when it was less a form of consciousness-raising than a means of escape—the MP3 as the opium of the people. Countless gigabytes’ worth of data chronicle the online comings and goings of pop stars, and we eat it up: Miley Cyrus’s transformation from teen idol to mature pop star, or what Kanye said last, or Taylor Swift’s departure from Spotify. Given the recent stir about Hilary Clinton’s fast-food habits and her failure to tip at Chipotle, this shallowness might a problem with the media, not music, but there is also something more pernicious at work. In 1987, Nike shocked many when it chose the Beatles’ ”Revolution” to sell sneakers. The Royal Caribbean cruise line selected “Lust For Life,” a veritable heroin anthem by the anti-establishment icon Iggy Pop, for its TV ads a decade ago. “Fortunate Son,” Creedence Clearwater Revival’s searing 1969 song protesting élitism and the Vietnam War, has been used to sell jeans. The maw of late-stage capitalism has swallowed these songs, neutered much of their meaning, and pressed them into service selling products. This has become so common that it’s hardly remarkable, but it comes at a cost: voices of dissent and protest need to be heard. And if music becomes solely a soundtrack for selling, that’s a loss.
Younger artists are faced with a larger existential problem—the collapse of the music business. Last year, only two albums sold more than a million copies, and over-all sales of all music formats are shrinking. Streaming services are the exception, but, as is widely known, they don’t pay artists well. Jay Z made this the central feature of his announcement about Tidal, his new streaming service, which is co-owned by Jack White, Usher, Rihanna, Nicki Minaj, Madonna, Deadmau5, Kanye West, and other musicians. Geoff Barrow, the founder of the English trip-hop innovators Portishead, recently lit up the Internet when he tweeted that thirty-four million streams of his music had netted him a mere thousand seven hundred pounds, after taxes.
To get a start, young artists need to do things themselves. This isn’t terribly new. What’s called indie rock was built outside the mainstream decades ago, but, back then, the hope of a major-label triumph remained a golden carrot. Not any more. A young British band called Shopping knows the current paradigm well. The trio—which is made up of two women, Rachel Aggs and Billy Easter, and one guy, Andrew Milk, all with clever haircuts and grit under their fingernails—started making music together in 2012. They pressed their first album themselves and delivered it by hand to record stores in London. They had a hit; it sold out. But it was a hit of diminished expectations—they had pressed just a thousand copies.
The album is called “Consumer Complaints,” and it’s full of short, sharp, and snappy songs in a post-punk vein, with nods to ESG and the Gang of Four. Jagged guitar truncheons joust with stomping bass lines while the front woman, Aggs, howls like she’s descended from Ari Up and the Slits. The jocularity of the B-52’s bubbles up from time to time. Motifs from the album echo in the head easily, though the songs have a tendency to sound the same. It’s post-punk for the Snapchat generation.
Thanks to the album’s title and the band’s sneering anti-capitalist leanings, the group projects a political edge. But it turns out that that’s not exactly by design. Easter, the bassist, said that the band’s music is a comment on overconsumption and greed. “But that’s only some of the songs, and it’s kind of an accident,” she said. “We don’t have a conscious political agenda.” Milk, the drummer, observed that he sings “about fancying men and Rachel sings about fancying women,” which, he concludes, “is inherently political,” though he added, “we never discussed having a particular political message at all as a band.” However, in a climate where music doesn’t pay like it once did, except for a few winners who take all, success and politics are defined in new terms. Easter said that D.I.Y. culture “opens peoples minds to possibilities they thought weren’t possible. It’s more important than money.” Using one’s time to make music becomes a singular protest act.
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De THE NEW YORKER, 21/04/2015
Imagen: On their new album, "Consumer Complaints," the band Shopping offers post-punk for the Snapchat generation. PHOTOGRAPH BY JENNA FOXTON

Tuesday, April 21, 2015

Para comprender el principio y el fin de la Nación Guaraní/Reseña a la novela "Irande" De Elio Ortiz

Por: Elías Caurey

La obra de mi hermano mayor Elio Ortiz García o “Kapiiatä” en guaraní (hierba o pasto duro y resistente) IRANDE: Ara Tenondegua Jaikue Kuñatai Oiko Vae fue la ganadora de la “III versión del Premio de Narrativa en Idioma Originario ‘Guamán Poma de Ayala’ en idioma guaraní”, concurso lanzado por el Ministerio de Cultura y Santillana. Y, sin duda, justa ganadora. Puesto que, en este trabajo, nuestro coterráneo, nos narra de una forma prolífica y muy pulcra sobre el principio y el fin de la Nación Guaraní.
Soy un afortunado por haber tenido el honor de editar la obra, en su versión guaraní ¡por supuesto! Y, en virtud de eso, me permitiré o, al menos, intentaré comentarles algunos elementos que me parecen centrales. Ahí va:

  • •La historia que se narra es sobre la vida de una muchacha que tiene por nombre “Irande”. El nombre viene, o tiene su origen, del pez “Irandetà” (Rhamdia microps). Este pez suele andar siempre de último, o mejor dicho, es el último en pasar y anuncia que el tiempo de pesca se acabó, señal que los pescadores acatan sin cuestionamiento. Elio nos dice al respecto: “El nombre de ‘Irande’ viene de la siguiente frase*: como Irande iré mucho más después (…). Es por esta razón que la muchacha Irande es como la Irandetá, camina de último para anunciar que se acerca el fin de los tiempos, que están envejeciendo y que la vida está llegando a su final; de igual forma, por sus anuncios la comunidad estará al tanto de que se acercan nuevos tiempos…”. Como se puede apreciar, la escritura de Elio conjuga la poética de la lengua guaraní con la mitología sobre el origen de los tiempos. Y, por esta razón, él concluye diciendo que Irande fue “La muchacha que anduvo detrás del tiempo primigenio”. Aquí radica el argumento del título de la obra, lo que traducida al castellano sería: Irande: La muchacha que anduvo detrás del tiempo primigenio.
  • En la obra también se resalta el rol de su abuela Nanui en su crianza y en la educación en los principios y valores de la cultura guaraní, pero sobre todo en la destreza para leer las señales cósmicas. Asimismo, hay dos personajes más en la historia, aparece la figura de Apiaguaki, el muchacho con quien Irande debía casarse; y, la del anciano Yupaire, un connotado chamán, quien crió y educó al muchacho en los conocimientos chamánicos. A Irande y Apiaguaki los unen varias situaciones, una de ellas es que ambos crecieron sin padres porque terminaron muertos en mano de los karai reta. A la postre, al margen de estos cuatro personajes, hay otros más con lo que se completa la narrativa, empero serán ustedes los que los descubran. ¡Dónde se ha visto que todo se dice de una sola vez!
  • En la medida que iba leyendo el texto de Elio, ¡caray!, sensaciones de todo tipo iba sintiendo: desde arrancarme suspiros hasta sentir escalofríos. Mucha risa hasta derramar algunas lágrimas, como nos solía pasar cuando charlábamos en nuestras caminatas. De igual forma, viajar en el imaginario hasta el tiempo primigenio y desde allí emprender viaje hasta el final de los tiempos, te provoca muchos sentimientos: coraje e impotencia por las situaciones de abusos que tuvieron que pasar nuestros abuelos y abuelas en mano de los karai reta, también mucha alegría y esperanza por la fortaleza que aún goza nuestro modo de ser (ñande reko). No quepa la menor duda de que Elio es un auténtico poseedor del don de la palabra (Ñee Iya), las palabras de por sí se sienten dulces y agradables al oído, son como una especie de terapia al corazón. Así describe Elio la salida de Irande al momento de cumplir con su resguardo (ritual que implica el paso de la adolescencia a la vida de adulto): “¡He ahí! Ante los ojos anonadados de la comunidad, cual si fuera los primeros rayos del sol, Irande sale a paso lento de la habitación donde cumplió el ritual del resguardo. ¡Extremadamente bella! Lucía un atuendo de color rojo púrpura y la cinta de su cabeza de color verde fosforescente que daba la sensación de que hipnotizaba a cualquier persona que la mirara, la chaquira de su pecho brillaba como el relámpago y su rostro radiante que parecía el mismo sol; sus cachetes y sus labios lucían rojos como fruto de la ñakaraguairä [especie de cactus cuyo fruto en su interior es de color carmesí], al mirarla ¡se sentía la dulzura y el aroma a pureza! ¿Será que existe en algún lugar del mundo una muchacha tan hermosa como ésta?, se preguntaban unos a otros mientras divisaban a la doncella”.
  • Esta obra es como un manantial de agua cristalina, donde el que se mire ve lo que tenga que ver. Aquí encontraremos pistas de algunas respuestas a muchas preguntas que uno lleva en el corazón. Interrogantes recurrentes como: ¿De dónde venimos o cuál es el origen de nuestra nación y cuándo será su final? ¿Por qué morimos y dónde vamos cuando esto ocurre? ¿Cómo es nuestro mundo, qué forma tiene? ¿Por qué tenemos un nombre y qué misión tenemos en esta vida? ¿Qué va a pasar con nuestro territorio y nuestra nación, o será que nuevamente tendremos que pasar lo que pasaron nuestros abuelos y abuelas en Kuruyuki? A todas estas interrogantes encontraremos respuestas, siempre y cuando leamos con el corazón abierto, solo así seremos capaces de leer los mensajes que encierran los mitos y daremos testimonio de vida sobre nuestro ñande reko. Si acaso se actúa en sentido contrario, Elio nos advierte: “En la posteridad serán los karai reta quienes cuenten la historia del pueblo guaraní”. En esa línea, Elio, cierra su obra con este mensaje: “Por los errores de los dioses nos extinguiremos, para estar condenados a vivir con el dolor y el sufrimiento en las tinieblas, hasta que nuevamente llegue la sabiduría y nos ilumine, para volver a vivir, para volver a crecer hasta la plenitud y para que luego nuevamente volvamos a perecer por sus errores. ¡Por eso, cuando la oscuridad llegue sepan escuchar y sentir el universo, vean con los oídos e interpreten al tiempo! ¡Cuando el tiempo llegue, escuchen, sientan la Palabra! ¿El tiempo se aproxima? ¿La oscuridad se aproxima? No se sabe”.

Este pequeño esbozo puedo ofrecerles. Y, quisiera cerrar esta pequeña reseña, con dos apuntes más que a continuación les presento:

  • Es muy probable que el tiempo esté llegando, porque la Arakuaa (sabiduría fundada en la razón) y la Ñee (la palabra fundada en el sentimiento) están comenzando a dialogar, esperemos que dure mucho tiempo esto. Cuando veo y siento nuestro ñande reko (modo de ser) es como la lluvia que comienza de gota a gota hasta que llueve. Desde la fundación de nuestra Asamblea del Pueblo Guaraní, en 1987, fuimos fortaleciéndola. Ahora, tenemos en nuestras manos esta obra que nos deja Elio, donde encontraremos temas como: la importancia del resguardo; la importancia de entender por qué cada cosa tiene un espíritu tutelar; la razón o el motivo, desde lo guaraní, sobre lo acontecido en Kuruyuki en 1892 entre guaraní y karai; mitos que nos orientan de acerca de cómo debemos actuar como guaraní en cada contexto… Por estas y otras razones, los expertos en la lengua guaraní que estuvieron como jurados eligieron este trabajo, como ellos dicen: “La narración recoge aspectos culturales del pasado, del presente y del futuro…”. Ahora, la pregunta y, al mismo tiempo, la respuesta es de cada uno de nosotros, considerando que es la primera novela que se escribe en la nación guaraní de Bolivia o, si hay otra, disculparan mi ignorancia: ¿Se tendrá que traducir al castellano la obra? ¿O será que debe quedar como está, para que los karai que quieran leer aprendan nuestro idioma guaraní?

  • Kapiiatä – Elio, “mi hermano mayor de mentón alargado” como le solía decir por la confianza que nos teníamos, amaba con locura a nuestra cultura (ñande reko). Este amor apasionado lo ha llevado a trabajar sin tregua, escribiendo noche a noche sobre nuestro modo de ser para que los que vienen detrás conozcan, valoren, practiquen y defiendan lo que somos; de igual forma, para que nos conozcan los no guaraní y nos respeten por lo que somos, sabiendo que somos iguales a ellos, solo que diferentes. Cuando estaba escribiendo esta obra estaba muy contento, me solía decir: “Si acaso no sale escogida la obra, buscaremos a algún interesado que quiera imprimirla o, finalmente, nos endeudaremos para sacarla. Los hermanos guaraní tienen que conocer este trabajo. ¡Siento, una tremenda satisfacción de que lo estoy haciendo bien! Estoy inspirándome y poniendo los conocimientos de nuestros abuelos y abuelas que ya no están con nosotros…”. Elio se fue de este mundo para ir a vivir a la “Tierra Sin Mal”, donde moran nuestros ancestros, el 1 de agosto de 2014; dejándonos una importante cantidad de escritos donde se refleja el modo de ser guaraní, para que la nación guaraní encuentre pista y “camine por el camino correcto”, como él solía decir. Mi hermano mayor Zacarías, en el prólogo de la obra señala: “Recordamos a Elio con mucha tristeza, pero también con mucha alegría; pues, esta obra nos da aliento y nos contagia esa pasión por nuestra cultura y comenzar a escribir sobre ella, profundizar cada aspecto de nuestro modo de ser…”.

Nota: Esta obra se presentará el 21 de abril de 2015 en la ciudad de La Paz. De igual forma, se hará conocer el 30 de mayo en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra en ocasión de la Feria del Libro. La obra estará muy pronto a la venta en librerías de Santillana.

* Sobre la frase, según el Diccionario etimológico y etnográfico de la lengua guaraní hablada en Bolivia (guaraní-español), “…se cuenta que una vez, cuando los peces estaban emigrando, uno de ellos le pregunta a Irandetá: -¿Usted también se va con nosotros, abuela?- a lo que ella contesta: -“Iraaaande tá taikue kuri yo iré muuuucho más después…” (Ortiz y Caurey, 2011).

“IRANDE”
Yaikuaa vaerä ñande rëta iyipi jare iyapi
 Kuatiapo: Elías Caurey

Kei Kapiiatä (Elio Ortiz García, jee karaiñeepe) jembikuatia IRANDE: Ara Tenondegua Jaikue Kuñatai Oiko Vae oyeparavo oë “III versión del Premio de Narrativa en Idioma Originario “Guamán Poma de Ayala” en idioma guaraní” jei vaegui, Ministerio de Cultura jare Santillana oyapo vae. Jupi rupiko oyeparavo. Kuae mbaravikipe, ñande rëtara, imiari ñandeve yaikuaa vaerä ñande rëta iyipijuare iyapi.
Che, kuae tembikuatia amoguemí ikuatia amoñesiro kavi ramboeve, tachemiari peve amogue-moguemí ñee reta oï japipe vae:
  • Kuñatai imiari vaere jee “Irande”. Kuae tee ou pira “Irandetá” jee vaegui, echako kuae pira pochi jaeñomai oguata japicha reta jaikue rupi. Jaeramo, oasama yave kuae pira, opirapo vae reta oikuaama pirapo iara iyapi Kapiiatä, joko raï jei kuae teere: “Tee “Irande” ou ñee: Irande taja taikue taiko kuri, jei vaegui (…). Kuñatai Irande ndaye jae Irandetá rami vae, ou taikueete tëtape omombeu vaerä ara reta iyapimako oï vae, ara reta opamako indechi oï vae jare teko reta opamako oguiapi oï vae, jae jeigue rupi tëta oikuaa vaerävi irü arapiau oyearomako vae…”. Echa! Jaeramo omoyoapimiyé chupe ñee, jokoraï: “Ara Tenondegua Jaikue Kuñatai Oiko Vae”.
  • Kuae arakae ndaye vaepe, kei, imiari Irande jekore jare iyari Nanuire, kia ombokuaakuaa kuae kuñatai arakuaape. Jokoraiñovi, oï japipe Apiaguaki, kunumi kia ndive omendata teï Irande, jare ndechi Yupairere, paye yavaetegue vae ndaye jare jae ombokuaakuaa kuae kunumi arakuaape. Irande jare Apiaguaiki tuu mbae jare ichi mbae opa okuakua reta, karai reta ipope ndaye opa omano. Oimevi irü-irü reta, kuae arakae ndayepe, ereï pema peikuata kiara jokuae reta pemongueta kuae tembituatia yave, Kiepeya opavoi yae guasu!
  • Kapiiatä imbaekuatia amongueta aja yave, Tatai!, chemo pia yeki-yekijare che rete chiii jeipa, chemombuka jare chemboyaeovi; jokoraiñovi, chereraja amae ara iyipire jare iyapire; javoi, chemboarasi janga teï karai reta oyuvanga ñande tenondegua reta vaere, ereï chemboyeroviavi paravete keraï yaguata ñai añave ramo. Kei avaete, ipokíye-ye oiporu vaerä ñee, Jee teï!! yaendu oa yande apisape jare yande pi Mase!, jokoraï oikuatia Irande oë ou joo oyekuaku oï vaegui yave: “Jokoräi yave, tëta jovakei, oë ou jirugui Irande michi! Iporäyee-yeepa kuñatai michi! Jemimonde michi moropitäasi jare iyatira michi joviasi vaepe ñanderesa oipiakayeepa, ipoi mati overa ipitiare jare jova michi jësakaetei kuaraipe; iyiguaa jare jembe imopitäa ñakaraguairä nunga, jëe-etei ñamae jese! Oimerako kuae kuñatai rami ipöra vae keti? Jei oparandu amogue reta oyoupe…”.
  • Kuae tembikiatiape i jësaka vaechako, yayecha ramboeve pípepe yave, kuaepe ñavaëta ñee amogue marandu reta ñanoi yande piape vae. Echako, amope yae: kiaguipa yayu ani kereïpa ñande rëta iyipi jare keapepa iyapi?, Maerapa ñamano jare keape yaja ñamano yave?, Kereïpa ñande ara?, Maerapa ñanoi tee jare mbaepa yayapota tekove ñanoi ramboeve?, Mbaepa oasata ñande ivi ndive jare ñande rëta ndive kuae ara rupia ani yasusere yetara karamboe Kuruyukipe rami? Kaue marandu-randu reta ñavaëta chupe ñee, yamongueta piaguive yave arakae-kae reta oï kuae tembikuatiape vae yaguata vaerä ñande reko rupi. Jokoraiä yave, Kapiiatä, jei ñandeve: “Arakae Karai retaimako imiarita kuri oiko peve karamboe yaikoguere”, jokoguiyé, oyokenda vaeräma imbaekuatia, oeya kuae ñee ñandeve: “Tüpa reta imbaeyavi rupi ñakañiteita, tekoasi yaiporara yaiko vaerä pitümimbi guasu rupi, ou regua Arakuaa oesapeyee kuri tape ñandeve, ñañemoingoveyee, ñanembokuakuaayee jare ñandeyuka yevi kuri arakae, imbaeyavi Jaeramo, Pitü ovaë yave peyapisaka Arare! Ara ovaë yave peyandu kuri Ñee!”. Ara oyearomara? Pitü oyearomara? Mbaeti yaikuaa.
Kuaemí che puere jae peve. Aipota ayokenda kuae kuatia mokoi ñee ndive, jae kuae reta:
  • Ipuere ndipo ara ovaë oï yandeve, aecha ramboeve ñande arakuaa jare ñande ñee oñeovatï oï reta. Kuae ñande rekore, amae jese ama oa rami, otiki-tikipe Oooo oki! Ñande Yemboatiguasu oñemopua guive jare ñamomirata avei yaraja ramboeve, añave ñanoi yandepope kuae tembikuatia, Kapiiatä oeya ñandeve vae; kuaepe ñavaeta ñee reta: maerako eyeapo ñemondia jare kereïko, maerako opa mbae-mbae reta oime guinoi iya, kereïaguako oasa susere tëta Kuruyukipe karamboe karai reta ndive, oimevi ñee mbaeko yayapota vae guaraníra jaiko vae reta…Jaeramo, kuae tembikuatia, Ñee Iya reta oiparavo vae reta jei: “Kuae miari arakae vaeré oechauka ñandeve teko reta kereïko karamboe, añave vae jare kuri kerëitako vae…”. Añave marandu oï ñandeve, echako kuae tembikuatia jae tenonde oyekuatia vae, oime yave mbaeti aikuaa, peiro cheve: Oyepoepitara karai ñeepe kuae mbaekuatia? Ani, joko raïño oyeyata, oikuaa vaerä ñande ñee?
  • Kaapiiatä ani Elio, che jaese chupe “Kei Chañika”, oaiuye-yeko ñande reko. Jaeramo yavaete oparaviki paravete, oikuatia oiko ñande rekore kuri okuaa vaerä sambia reta jare, jokoraiñovi, oechauka vaerä karai retape kuri omboete vaerä. Kuae tembituatia oyapo oiko yave oyerovia oiko, jeise cheve: “oyeparavoä yave, yaeka kia oeki vaerä ani yaiporu pochi korepoti yaeki vaerä, oikuatako tëtara reta kuae tembikuatia. Ayandu eteipa jae kaviye-yé ayapo vae!! Opa ñee reta yande yari jare ñande ramii reta amiri añono…”. Kapiiatä ñande reya kuae ivigui ojo vaerä oiko “Ivi Maraëipe”, ñande tenondegua reta oïape, aravitu guasupe (arasa 2014pe); oeya ñandeve jeta tembikuatia reta, tëta “tape jupi” rupi kavi oguata vaerä, jae jei rami. Jaeramo, Kei Sakaría jei rami yaikuaa vaeräpe: “yande maendua jese pia titi ndive, jaeramiñovi yerovia ndive; echako, kuae mbaekuatia omee yandeve ipuere vaëra opaete reve yamboipivi yambaekuatia jare yamboipi yambotipi opaete mbae-mbae ñanoi vae…”.

Yaikuaa vaerä: Kua tembikuati oyechakauta oï 21 de abrilpe, kuae arasape, La Pazpe. Jokoraiñovi, oyechakauta oï 30 de mayope, Santa Cruzpe. Yandepuere vaerä yagua, oimetavi oï Santillana ilibreria retape.

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De la página web de Elías Caurey, 04/2015

Imagen: Elio Ortiz en el filme Yvy Maraey, de Juan Carlos Valdivia