Tuesday, December 2, 2014

Una tarde aurorista y un ají de campeonato



José Crespo Arteaga

El sábado pasado me invitaron al cumpleaños de un sobrino que alcanzaba la cota de catorce pepinos y casi la altura de su padre. Con los gallos aflorando en su voz había pedido un plato muy especial para su diachaku. De sopetón, ya quería ser adulto el muy fresco: a cucharadas. La expectativa de un suculento uchu me había hecho salivar días antes, por ningún motivo iba a faltar a la cita. Hay promesas que hacen que se sienta la vida.


Nada había sido casual. Un patio trasero todavía oliendo a pasto recortado. Un horno de barro en una esquina y adjunto un fogón de leña. Esa vista: unas ráfagas de memoria y retorno a la niñez, a los ñaupa tiempos. Toldo y mesas de alquiler con manteles blancos y sobremanteles celestes: el homenajeado había sido raro como su tío, otro perdedor aurorista en medio de una familia de bolivaristas que lo ganan todo y wilstermanistas rayados los menos. Una torta decorada con crema celeste y el escudo del equipo fue el colofón para despedir a los críos. En la familia, los simpatizantes del Aurora cabemos en una mano. Mejor. 


A lo que íbamos. Con estómago rugiente asomé las narices por ahí. Un chuflay (pisco nacional, hielo, Sprite y rodaja de limón) como aperitivo a modo de espera. Hasta el clima acompañaba con cielo bastante nublado pero sensatamente tibio. Al poco rato sirvieron los platos humeantes del divino uchu, la sopa de dios por el regusto y la del demonio por su laboriosa preparación. En la antigua Palca (la comarca de los antepasados), hoy Independencia, era costumbre y todavía sigue siendo, preparar en la festividad religiosa de Todos Santos dos platos específicos: uchu y sopa de maní, que los familiares de un difunto solían enviar a sus amistades en esos portaviandas de fierro enlozado, a la hora del almuerzo. El otro día vi uno de esos trastos antiguos que todavía conservaba en la base unas letras borrosas con la leyenda “Made in Czechoslovakia”, y casi lagrimeo de emoción, pues de chico se me hacía agua la boca con sólo ver a cualquier paisano llevando sus viandas a alguna parte. Creo que hasta adivinaba qué comida llevaban escondida. Antes de que los dichosos tuppers chinos de plástico lo inundaran todo. 


Los palqueños (nadie sabe si habrá que llamar “independentinos” o “independencieros”, ni a nadie le preocupa) han extendido la costumbre de cocinar el citado picante al tiempo que se manda celebrar la misa de cabo de año del difunto, invitando a los participantes a un almuerzo a modo de despedir el duelo. Curiosamente, por extraña razón, algunos vivos se festejan el onomástico con este manjar destinado a la memoria de los muertitos. De ahí que sorprendía doblemente el singular antojo del sobrino: el uchu palqueño es sumamente picante, que prácticamente sólo los adultos lo degustan y además en caliente, para mayor suplicio y copiosas sudoraciones de no pocos. En frio es desagradable como cualquier otra sopa. 


En los pueblos de Aiquile y Totora tienen un preparado similar llamado Uchuku, servido con guarnición de papas, arroz y chuño, podría decirse que se parece bastante al picante de gallina. El uchu de Independencia es único, no admite otros ingredientes secos. Es una roja y copiosa sopa servida con papas blancas y bocadillos fritos de cebolla verde, zanahoria u otra hortaliza. Antes se preparaba los rebozados con flor de ceibo, pero como este magnífico árbol ha ido desapareciendo de los valles ya es cosa rarísima. Se imaginarán lo moroso que era recoger del suelo cada florcilla, arrancar los pétalos y los estambres y cocer en agua una y otra vez sus capas internas para quitarle el amargor antes de rebozarlas en harina.


La preparación del ají es lo más tedioso del asunto, pues comienza con el remojo de las vainas secas de ají colorado y posterior molienda en batán hasta formar una pasta uniforme. Luego se procede a añadir agua y caldo de vaca, y se hace hervir la mezcla por varias horas porque de lo contrario sería muy dañino para la barriga,  aseguran los que saben. A intervalos se añade la phala (un preparado de harina negra de trigo) -y he ahí el secreto artístico del cocinero, incluyendo otras especias-, poco a poco para evitar que se formen grumos. Desde ya resulta agotador remover con el cucharón a ratos para que el fondo no se pegue o queme. Para darle cierta consistencia se le aumenta puñados de pan molido hasta dar con el espesor requerido. Aparte se hace cocer la carne de res, chancho o pollo, según el gusto. Se sirve con arvejas, papas blancas, perejil picado y el bocadillo frito de rigor bien sumergido. A la mesa y a disfrutar. Yo me zampé dos sendos platazos; el segundo recalentado al anochecer después de que la tarde se esfumó entre chuflays y evocación de jugosas anécdotas palqueñas, en quechua; tal vez ya no lo hablo tan fluidamente pero, ¡carajo!, cómo disfruto ese aire socarrón que tiene su fonética (sigo pensando que el más sabroso legado de los incas es su lengua). Total, pecar de glotón una vez al año no hace daño.  

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De EL PERRO ROJO, blog del autor, 29/11/2014

Fotografía: Uchu palqueño, un auténtico "levantamuertos"

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