Tuesday, October 7, 2014

Que no se pare de bailar

Sebastián Pozzi-Azzaro
Miss Bolivia no para. Mientras gira por Europa, arranca la cuenta regresiva para el estreno del video de “Tomate el palo”, uno de sus temas más potentes, y su “Rap para las madres” entra en la banda de sonido de Focus, el film que Will Smith filmó en Buenos Aires. Otros artistas ligados a la cumbia electrónica también sacuden las vacaciones de verano del Viejo Mundo: La Yegros, Chancha Vía Circuito, Frikstailers y El G tienen fechas que van desde Portugal hasta Suecia, y El Mayonesa hace tiempo que se mudó con su música de Mendoza a Estonia. La página de ZZK Records, útero de toda esta movida, confiesa: “Hemos creado un monstruo”.
La movida tropical, que fue llegando a Buenos Aires con las clases más populares y ocupó amplios espacios sociales a partir de mediados de los noventa, ya era desde su origen una mezcla de elementos. Cumbia colombiana, ritmos andinos, canción romántica y, eventualmente, la incorporación de sintetizadores y guitarras eléctricas con sonoridades filosas que desplazarían a las filas de bronces. Al auge masivo del género siguió, más cerca de sus orígenes, la cumbia villera, pero con el paso de la década de 2000 emergió la nueva cumbia o cumbia digital, orbitando alrededor del sello Zizek.
Género ligado al remix y la apropiación, fue consolidando un camino también en la canción. El último disco de Miss Bolivia, Miau, es, en ese sentido, un trabajo que profundiza en una lírica de compromiso social y ejercicio de la memoria, sin alejarse de la frescura vital y el impulso bailable que potencia al género.
El mencionado “Rap de las madres empieza: “Soy de 1976, tengo la data grabada en la piel, tengo recuerdos que se pegan como miel, pero transformo la hiel y no me contamina, cambio el veneno en medicina”. Las letras de Paz Ferreyra manejan, como señala en una entrevista, “un estilo que se llama lírica consciente”, es decir, una escritura atenta a ciertas inquietudes personales, que en sus primeros trabajos eran letras “bajalíneas”, diciéndole al otro cómo buscar la felicidad, pero que en Miau se despliegan sobre los puntos principales de la cartografía vivencial: la traición, la mentira, la discriminación, la pobreza, pero también el amor, el baile y la calentura. “Yo compongo por necesidad, para no morir. Prefiero componer un estribillo a enfermarme el cuerpo y la mente. Es mi acción terapéutica más eficaz. Freud le decía sublimación. Yo le digo Alta Yama”.
Es imposible desligar este criterio vital de la composición del baile como parte inseparable de esta música. En el caso de El Chávez, músico y productor de varias bandas, su interés parece más enfocado en la experimentación sonora y en el groove que en el formato canción, aunque en su último disco, Brooklyn Güiros, buscó combinar las dos vertientes.
El movimiento corporal puede ser parte de la música. Pensarlo como movimiento puede servir para distinguirlo de la danza en tanto estilo de baile con sus tiempos, sus pasos y sus normas, algo que hace décadas ha perdido espacio en favor de la libertad. En una fiesta donde tocan artistas de cumbia digital, cada canción, cada groove funciona como impulso para el movimiento. Individual, en pareja, colectivo. A la hora de pensar este género, como sucede con otros, la música es indisociable de su búsqueda de efectividad pulsional. La música busca encender el movimiento, generar una reacción física concreta y previa a la idea.
En su defensa de la música electrónica ante los críticos atrincherados en el rock, Simon Reynolds comparó el rechazo de estos con el de los cineastas intelectuales hacia géneros “menores” como el terror o la ciencia ficción. “Vanamente —dijo— buscaron en estas películas lo que ellos valoraban: actuaciones, diálogos, desarrollo de personajes, una trama ingeniosa, y significado. Irónicamente, estos son valores que más bien pertenecen al drama literario o al teatro antes que al cine por sí mismo”. En un desatino parecido caerían quienes perduren en la postura antibailable para mirar esta música, ya sea por permanecer “atrincherados en el rock”, por rechazar el movimiento como modo banal de escucha o por conservar prejuicios de clase hacia estas músicas herederas del “ascenso social” de la movida tropical.
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De revista OTRA PARTE, 24/07/2014

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