Tuesday, September 30, 2014

De 'Ponchos rojos' y otros ponchos



Demetrio Reynolds

Hay señales que tienen la virtud  de revelar la identidad y la naturaleza de algunos grupos humanos. Tal el caso de los indígenas de Achacachi, cuyo indumento  de guerra es precisamente el “poncho rojo”. Se suele decir  que el hábito no hace al monje, pero ayuda a identificar; aquí se puede decir que la prenda en cuestión hace a un aborigen especial,   como se verá.
Ese lugar del altiplano “desplegado y violento como el fuego” (Cerruto), donde habitan los tales “ponchos”, es escenario de un relato cuyo autor, Néstor Taboada, eligió para una antología del cuento latinoamericano (1968), y bajo el título de El cañón de punta grande (Achacachi en aymara),  retrata a los “Indios en rebelión” después del '52. Allí, el sastre que les vendió un vetusto armatoste de artillería, les dice: “De un cañonazo no hay rosca que aguante en el mundo”. Ahora diríase  que a punta de chicotazos no hay democracia que funcione en el mundo.
En los tiempos de Evo, como escribiera un entusiasta panegirista del jefazo,  el nombre de Achacachi corrió por el mundo junto a una imagen de inaudita  crueldad. Creyendo que la rosca  de otrora se llamaba neoliberalismo,  y para demostrar la ferocidad de que son capaces, los “ponchos rojos”  degollaron en público a unos inocentes canes: “así puede pasarles a los que rechacen los cambios”, dijeron (2007). Quizás asustados por esa amenaza, la mayoría de los opositores ha preferido actuar como aliada que arriesgar  sin apelación el pellejo.
Los “ponchos” van haciendo historia. Son los antihéroes de este tiempo maravilloso. En las tierras del Potosí,  donde las republiquetas soberanas y  los tinkus por la Pachamama, habitan los otros ponchos.  Según dijo un diputado indígena, allá no hay ciudadanos sino ayllus que votan por consigna.  El voto orgánico asegura el triunfo del oficialismo. El brutal imperio de las masas, como diría el filósofo  español José Ortega y Gasset, o los indios en rebelión como dijo Taboada, son los actores que dominan el escenario electoral de hoy,  chicote en mano.
La “Revolución Democrática y Cultural” avanza también en otra dirección. “Debate” es un término elemental, y no hay dónde perderse; sin embargo, para los escuderos del Palacio Quemado tiene otro significado; ahora es una reunión folklórica del caudillo con una muchedumbre que solo sabe aplaudir. A eso han dado en llamar “debatir con el pueblo” sin  sonrojarse, fríamente, como aquellos entes belicosos de Achacachi.
Octubre los tiene nerviosos.
La parafernalia millonaria  se les puede volcar como con  los jueces truchos. Con ese miedo, los “ponchos rojos” volvieron a ser noticia. Blandiendo sus chicotes, emplazaron a los opositores a debatir con ellos, so pena de sufrir el vejamen si no los convencieran. ¿Y cómo convencerlos?  Esta es la cosa. No conocen más “democracia” que la del látigo, y con él pretenden imponer la reelección –por segunda vez  consecutiva- del “hermano Evo”.  El peligro es inminente. ¿Quién se animaría  a transitar por esa jungla?
El autor es escritor, miembro del PEN Bolivia
_____
De El Día (Santa Cruz de la Sierra), 30/09/2014

Monday, September 29, 2014

¿Qué fue de los intelectuales? - Enzo Traverso



¿Qué fue de los intelectuales?


Enzo Traverso
traducción: María de la Paz Georgiadis
Siglo Veintiuno Editores
(Buenos Aires)


Araceli Otamendi

“Si se acepta la cronología que estableció el historiador británico Eric Hobsbawm, para quien el “breve siglo XX” comenzó en 1914 y terminó en 1989, debe admitirse que hemos entrado en el siglo XXI hace veinticinco años y que nos sigue pareciendo opaco. La culpa podría caberle a un modo de vida que algunos califican de “presentista”: nuestras sociedades contemporáneas vivirían en un presente constante, sin capacidad de proyección hacia el futuro y en una relación obsesiva con el pasado, celebrado religiosamente y convertido en mercancía (por medio de la obnubilación ante los museos, las conmemoraciones, el patrimonio nacional…). En este contexto, la dificultad para imaginar un futuro podría afectar también a los denominados “intelectuales”. Actualmente se los oye poco y parecen tener dificultades para definir nuevas utopías. Su historia, desde que aparecen con el caso Dreyfus y se radicalizan durante el período de entreguerras, hasta su borramiento en el gran ruido mediático contemporáneo, es lo que retoma el historiador Enzo Traverso en estas páginas... “
Régis Meyran




En el libro, son varios los intelectuales que aparecen: Edward Said, George Orwell, Marc Bloch, por ejemplo, en la historia del siglo XX, donde la noción de intelectual no puede disociarse del compromiso político.
“...Edward Said y Theodor W. Adorno, que eran refinados musicólogos, dedicaron páginas muy interesantes al contrapunto y la disonancia, una escritura musical y una forma estética fundadas sobre el contraste más que sobre la armonía tonal. Son excelentes metáforas para definir el papel del intelectual…”.
A través de distintas épocas, la definición de intelectual es distinta. Así, por ejemplo:
“...Se suele fechar el nacimiento de los intelectuales con el caso Dreyfus, vista su dimensión ética y política. En Francia, el caso Dreyfus pone en cuestión la República, la justicia, los derechos humanos, el antisemitismo: podemos considerarlo, simbólicamente como un monumento fundacional. Por supuesto, también podemos buscar precursores: los “filósofos”, los hommes de lettres del Siglo de las Luces, eran intelectuales. ..” (...)”Pero la transformación del adjetivo “intelectual” en sustantivo ocurre a finales del siglo XIX. El primero en utilizarlo con su significado actual es sin dudas Georges Clemenceau el 23 de enero de 1898, cuando alude a una petición en defensa del capitán Alfred Dreyfus en su diario L´Aurore. Zola, el autor de “Yo acuso”, se convierte en el paradigma del intelectual. La palabra se emplea luego de manera peyorativa por los antidreyfusistas de la Acción Francesa y en especial por Maurice Barrès, quien ya había abordado la cuestión en su novela Los desarraigados (1897). Para ellos el intelectual era el espejo de la decadencia, una de las grandes obsesiones de la reacción europea en el cambio de siglo: el intelectual lleva una vida puramente cerebral, desvinculada de la naturaleza; está encerrado en un mundo artificial, hecho de valores abstractos, donde todo es medido y cuantificado, donde todo se vuelve feo, mecánico, antipoético. El intelectual encarna una Modernidad anónima e impersonal, no tiene raíces y no representa el espíritu o el genio de una nación. Es un espíritu “cosmopolita”, incapaz de comprender la cultura de un pueblo arraigado en su terruño. El intelectual lucha por principios abstractos: la justicia, la igualdad, la libertad, los derechos humanos; quiere que triunfe la verdad, defiende valores universales…”.
Marx, Trotski, Niezstche, Thomas Mann, Gramsci, Sartre, Camus, André Glucksmann, Bernard-Henri-Lévy, Habermas, John Rawls, Hannah Arendt, Oppenheimer, son algunos de los intelectuales que aborda el libro.
También el pasaje de la “grafosfera” a la “videosfera”, retomando los términos de Regis Debray: “...Esa es una mutación gigante cuya dimensión todavía no se aprecia del todo. La “grafosfera”, que comienza en el siglo XV con la invención de la imprenta y el nacimiento de la cultura del libro, es sustituida por la cultura de la imagen. En la década de 1980, la imagen triunfa con la multiplicación de las cadenas televisivas, a tal extremo que pone en discusion el estatuto de la palabra escrita y, por lo tanto, la función del intelectual…”.
El caso de Michael Onfray, “que sigue siendo un filósofo muy sofisticado cuando se lo compara con Bruno Vespa, el “ensayista” que - cada vez que publica un libro, cualquiera sea su tema - encabeza durante meses las listas de los más vendidos en Italia. Junto con el caso de Onfray, podría citarse el de Roberto Saviano, el autor de Gomorra, que - más allá de cuáles fueran sus intenciones - ya se volvió una verdadera empresa cultural orientada a difundir su imagen y un producto de consumo…”.
Asimismo, las mutaciones de la actividad editorial en Europa y en los Estados Unidos, que se produce a partir de los años noventa, inciden en el contenido de los libros publicados. Los grandes grupos monopólicos deben obtener grandes márgenes de beneficios planificados, que a su vez deben aumentar regularmente. “...Era inevitable que estas transformaciones incidieran de manera considerable en el contenido de los libros publicados. Todo eso está imbricado dentro de un circuito mediático, que hace que, llegada esta instancia, un gran grupo editorial  controle toda la trayectoria del libro en su proceso de ideación, producción y distribución como mercancía: posee el sello editorial que lo publica, las cadenas de radio y televisión, los diarios y revistas que hacen la promoción, las librerías, puestos de venta o incluso los supermercados en los cuales podemos adquirirlo. Estos grupos estipulan contratos exclusivos con autores de éxito que deben escribir sus libros dentro de las coordenadas de una estrategia comercial. Así, el destino de un libro no es muy diferente al de un auto o cualquier otro producto. La publicidad y el marketing son fundamentales en el circuito global del producto “libro”...”.
El caso de Michel Onfray y su libro El crepúsculo de un ídolo, por ejemplo,  se impondría más por marketing y presentación de manera espectacular, a golpes de mensajes publicitarios: “nos mintieron”, “Freud era un impostor”, etc., en lugar del trabajo cuidadoso de un historiador que buscaría reconstruir con paciencia las razones sociales y culturales de la aparición del psicoanálisis, sus crisis, deudas intelectuales, limitaciones o las ambigüedades políticas de algunos de sus representantes.
El caso de Robert Oppenheimer, convertido en intelectual por haberse pronunciado contra   la carrera armamentista, como dijo Sartre y no poder haber fabricado la bomba atómica, también es abordado en el libro.
Traverso dice “...No estoy de acuerdo con decretar el fin del intelectual crítico, que supuestamente ya no tendría papel alguno que desempeñar … El intelectual de presente, que a menudo no es un escritor sino más bien un investigador, debe ser crítico y específico a la vez. La dominación, la opresión, la injusticia no han desaparecido. No podríamos vivir en este mundo si nadie las denunciara…”.
Por otro lado, el cuestionamiento del eurocentrismo en el plano cultural, un nuevo desplazamiento, cuando ocurre la “provincialización” de Europa, en el plano económico y geopolítico, entre las dos guerras. La primera, marca el desplazamiento del eje del mundo de Europa a los Estados Unidos. La segunda divide a Europa, que se convierte en un lugar de confrontación entre las grandes potencias en un mundo bipolar. “...Actualmente asistimos a un nuevo desplazamiento, de orden cultural. En la década de 1930, los Estados Unidos aprovecharon la emigración masiva de los científicos europeos perseguidos por el nazismo. Ahora contratan sobre todo asiáticos, latinoamericanos y muchos africanos. En los departamentos de historia de las universidades estadounidenses, se reduce el espacio otorgado a Europa mientras se expande sin cesar el de Asia y Latinoamérica. Vivimos en un mundo en que la cultura y el imaginario se moldean principalmente fuera de Europa.
Sin embargo, la política de la identidad (identity politics) surgio de las luchas de los grupos dominados y subalternos - los afroamericanos, las mujeres, los homosexuales - que se sumaron a una crisis mayor de la identidad estadounidense tradicional, provocada por la Guerra de Vietnam. Más tarde, con la crisis del marxismo y el final del socialismo real, la noción de identidad comenzó a reemplazar  a la de clase en las ciencias humanas y sociales...”.
¿Qué fue de los intelectuales? es un libro que sintetiza en poco más de cien páginas la historia y los casos de los intelectuales más relevantes  y su incidencia y rastros en la cultura contemporánea. Incluye también los cambios tecnológicos, internet, las pequeñas editoriales, los periodistas y periódicos no sometidos al gran capital ni a las directivas de los dueños de grandes grupos empresariales que prueban que también puede haber una información libre y crítica.

Enzo Traverso es uno de los más destacados historiadores de las ideas del siglo XX, reconocido por sus estudios acerca de las consecuencias del nazismo, de la violencia totalitaria y de las dos guerras mundiales en la cultura europea. Graduado en la Universidad de Génova, se doctoró en la EHSS de París y durante dos décadas ejerció la docencia universitaria en Francia a la vez que fue profesor visitante en distintos centros de Europa y América. Actualmente enseña en la Cornell University de Ithaca, Estados Unidos. Entre sus libros se destacan La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945), El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, El totalitarismo. Historia de un debate, La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX. Sus publicaciones acerca de la historiografía contemporánea, formación de identidades colectivas y memoria son una referencia constante en el campo académico. 


_____
De ARCHIVOS DEL SUR, 28/09/2014

Sunday, September 28, 2014

LITERATURA YONQUI (un recorrido personal por el uso de drogas en la literatura)

PABLO CEREZAL



Bolivia ya es casi un presente en blanco y negro... ya voy cerrando puertas, o al menos entornándolas. Un par de días atrás tuve la fortuna de disfrutar una memorable noche de abrazos, amistad, alcoholes, nicotina y palabras, invitado por la gente del proyecto mARTadero a dar una charla sobre Drogas y Literatura. Gracias a ellos, gracias a los asistentes, gracias a los amigos que, al fin, son los mismos y lo mejor que de Bolivia intentaré acomodar en la mochila de viaje.
proxy.jpg
Gracias a todos y, aunque largo y excesivo, dejo aquí el texto que sirvió de armazón a tan inolvidable noche, por si a alguien pudiera interesar:






No sé por qué se escribe. En realidad, creo que nadie sabe muy bien por qué escribe. A pesar de ello todos los autores tenemos un buen catálogo de explicaciones epatantes preparadas por si llega el afortunado momento en que seamos entrevistados, o algo por el estilo. A mí, personalmente, me gusta asegurar que escribo para evitar convertirme en asesino en serie.

El caso es que, a pesar de no tener muy claro el motivo que nos induce a escribir, es evidente que para escribir hay que salir de la realidad. Primero: vivir, mucho y muy intenso, empaparse de realidad. Luego, escapar de ella para poder recrearla en la escritura. A veces no es fácil, muchos de ustedes lo saben, puede llegar a ser incluso doloroso. Para evitar ese dolor, muchos literatos, al igual que creadores de otras disciplinas, han recurrido, históricamente, a las drogas. Además, está comprobado científicamente que el uso de drogas psicoactivas excita la zona del cerebro en que se procesa el lenguaje, provocando una estimulación de la capacidad verbal. Otro motivo de peso para el que tantos y tan grandes literatos hayan recurrido al uso de drogas durante su proceso creativo.

Hacer un recorrido histórico de la utilización de drogas en la creación literaria sería tarea que podría emplear varios tomos bien surtidos de páginas y referencias. Por ello me propongo en esta breve exposición un par de objetivos: en primer lugar ser, efectivamente, breve; y por otra parte recurrir a mis propios gustos y obsesiones (en cuanto a drogas y a escritores), que al fin, uno no sabe escribir si no lo hace acerca de sí mismo. Llámenme ególatra si lo desean, pero ya dije en principio que de no escribir posiblemente me hubiese convertido en un asesino serial, así que la mejor terapia para evitarlo es dejar impresas en papel mis obsesiones. Tampoco deseo hacer una enumeración de obras literarias escritas bajos los efectos de los psicotrópicos, no, más bien deseo ceñirme al título de esta exposición, y hablar de Literatura Yonqui, o sea, aquella escrita por literatos fuertemente enganchados al uso de diversas drogas. ¡Ah!, lo olvidaba, también dejaré a un lado el alcohol. Sería más fácil hacer un brevísimo recuento de los escasos escritores abstemios que hayan tenido algo importante que decir en la Historia de la Literatura.

Para iniciar este egocéntrico viaje al maravilloso mundo de los estupefacientes en la literatura, nada mejor que comenzar con mis amados Baudelaire y Rimbaud.

Charles Baudelaire (cortesía de "la red")
Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito por excelencia, consumidor desordenado de alcohol (por supuesto), láudano, opio y hachís, autor del mítico poemario Las Flores del Mal, que tanto ha hecho por la poesía posterior al siglo XIX. Hubo muchos otros antes que él, ya lo dije, pero para mí es el primer yonqui de la literatura digno de sincero y eterno elogio. He enumerado algunas de las drogas que consumía el decadente bardo francés, citando por separado el láudano y el opio, cuando el primero es un preparado del segundo. Un preparado en que el opio acompaña a ciertas dosis de azafrán, canela, clavo, alcohol… suena delicioso, ¿verdad? Nada que decir del opio, creo que es de sobra conocido y en el imaginario popular quedan demasiadas imágenes de fumaderos de opio orientales en que serviles chinos proveen recoletas y decoradas pipas a los abandonados clientes. El láudano, a diferencia del opio puro, no se fuma. Se consume por vía oral. Los efectos son idénticos, la variación está en la velocidad con que los mismos acometen al usuario. El opio provoca el abandono total y absoluto del físico humano a los enrevesados vericuetos de la mente, proporcionando una sensación de relajación difícilmente obtenible por otros medios. Pero no olvidemos que, en el siglo XIX, estas drogas eran medicamentos de uso común para tratar todo tipo de dolencias.

Y volviendo a Baudelaire y sus drogas. Sí, las probaba, las consumía, analizaba sus efectos, los disfrutaba pero, presa de su carácter dolorido y controvertido, también las sufría. Sus experimentaciones con estas drogas verían la luz en la obra Los Paraísos Artificiales, en que, lejos de hacer una defensa a ultranza de su uso, pone en entredicho la poca moralidad del mismo, y el peligro de que sean ellas quienes comiencen a usar a la persona, y no al contrario. De hecho, deja escrito que “está prohibido al ser humano, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las condiciones primordiales de su existencia y romper el equilibrio de sus facultades”, o “toda persona que no acepta las condiciones de la vida vende su alma”. A uno, personalmente, le agrada más el Baudelaire drogadicto, producto del cual serían esas Flores del Mal que reverdecieron de grandiosa belleza la lírica del siglo XIX. Si es preciso ponerse hasta las cejas de hachís, opio, o derivados para escribir tal obra maestra, y dejar en ella frases como la deliciosa “¿Qué es el Arte? Prostitución”… ¡bienvenidos sean!

Rimbaud (cortesía de "la red")
Arthur Rimbaud (1854-1891), elenfant terrible por antonomasia, el joven anarquista de la palabra y la vida sin cuya existencia la de la poesía estaría claramente a la baja, o seguiríamos declamando cosas del tipo “Brilla el sol de septiembre radiante / reflejando la gloria inmortal / del gran pueblo que firme y constante / fue el primero en la lucha marcial”. Sí, lo sé, estos “versos” forman parte del Himno de Cochamba, pero es que hay algunos que lo consideran poesía… espero que nadie se ofenda por este exabrupto Al caso: si Baudelaire inauguró el malditismo literario, Rimbaud, sencillamente, inauguró la poesía moderna. 

Rimbaud, efebo maligno, delicuescente magnificador del exceso, a pesar de amar la poesía de Baudelaire, le llevaba la contraria enalteciendo la alteración de las condiciones naturales de la vida humana por todo medio a su disposición. Así fue que desordenó sus años adolescentes, aquellos en que se dedicó a la escritura, con todo tipo de sustancias intoxicantes, del láudano al hachís, pasando por la absenta, obsesionado con agudizar hasta el extremo todos los sentidos. “Caer en el abismo, cielo, infierno, ¿qué importa? / al fondo de lo ignoto para encontrar lo nuevo”. ¿No es acaso este deseo común a todo el que escribe, e incluso a todo el que aspira a abandonar la vida asegurando haberla vivido? Y, por si acaso el deslumbrante torrente verbal y sensorial de sus Iluminaciones y suTemporada en el Infierno lo dejaban poco claro, el poeta insistió, en susCartas del Vidente, al exclamar: “Yo es otro”. Eso, amigos, y nada más, es o puede ser la Poesía. Allá quien no lo comprenda.

Rimbaud puso punto a final a la más influyente obra poética de la historia conocida a la edad de 20 años. Por aquel entonces ya había experimentado en su cuerpo los efectos de toda droga disponible en la época, todo ello con el ánimo, como digo, no ya de escribir sino de vivir al extremo. Objetivo logrado.

En ambos casos, encontramos que la utilización de sustancias psicoactivas potencia la sensibilidad de los autores, llevándoles a liberar la pluma de los estrictos corsés de la realidad impuesta y el academicismo. Como decíamos al principio: ambos logran salir de la realidad que les impone la sociedad para poder recrear esa otra realidad en que habitamos todos: la verdadera, la que no confesamos al prójimo, la que sufrimos y gozamos.
Siguiendo con mi personal periplo por los viajes psicoactivos de literatos famosos, pasaríamos de estos dos fenómenos, saltando casi un siglo de Historia, para llegar a la egregia locura de Antonin Artaud. Pero sería de mal gusto ignorar, en el ínterin, la adicción a la cocaína de Robert Louis Stevenson (1850-1894), que daría obras tan jugosas y dignas de estudio como El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde, paradigma de la esquizofrenia del hombre moderno, o el infierno opiáceo de Jean Cocteau(1889-1963), cuyo intento de desintoxicación narró memorablemente en la obra de nombre homónimo a tal sustancia.

Artaud (cortesía de"la red")
Antonin Artaud (1896-1948), decía, el enajenado por excelencia de la literatura, el terrorista del clasicismo y la estrechez de miras, el padre de todo lo que puede considerarse Teatro Moderno, gracias a los dictados teóricos de su inevitable Teatro de la Crueldad, ese que “apuesta por el impacto violento en el espectador”. Ignoro si influyeron más, en el polifacético autor marsellés, el largo historial de electroshocks sufridos a lo largo de su recorrido por psiquiátricos varios con el objetivo de “curarle”, o la larga lista de sustancias intoxicantes que consumió con la avidez de un naúfrago sediento, parece ser que con la misma intención: curar sus desequilibrios mentales. Lo que es evidente es que su navegación tóxica le hizo siempre estar más cerca de los sueños que de la realidad, anticipando así los surrealismos y demás ismos. “Hay que darle a las palabras sólo la importancia que puedan tener en los sueños”, aseguraba, no sin razón.

De entre todas estas sustancias a que aludimos refulge, cual perla mirifica, el peyote, que el literato aprendió a consumir en México, en compañía de los indios tarahumaras. Por primera vez, la historia de la literatura, abre sus puertas a los enteógenos: drogas que provocan estados alterados de conciencia y que, si hacemos caso a su origen etimológico, logran que Dios habite dentro del consumidor. Estados de realidad alterada, más que intensificada. Artaud escribe Un viaje al país de los Tarahumaras que se constituye, prácticamente, en un tratado antropológico que abre la vía de escape de la sociedad mercantilizada occidental a distintas formas de pensamiento y vida más enraizadas a la tierra y lo natural, lo indígena, y todos esos términos que tanto daño han acabado haciendo, lamentablemente, a la literatura con sus hijos subnormales: los best-sellersy los libros de autoayuda. También en otros campos, Pachamama y demás, ustedes saben de lo que hablo.

La adicción a las drogas, para Artaud, fue un verdadero suplicio. Por el contrario, para la Literatura, su sufrimiento fue una bendición, y a su impuesta huida de la realidad debemos algunas de las páginas más memorables de la misma.
Años después, recién iniciados los ’50 del pasado siglo, aparecerían en escena, arrasando convenciones lingüísticas y sociales, los jinetes del apocalipsis literario. Hablo, es evidente, de los beatniks. Y, entre ellos, siguiendo con mi personal preferencia, las voces inmaculadamente sucias de Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William S. Burroughs. 

Aquí la franja de lo psicoactivo se amplía hasta límites insostenibles: mescalina, bencedrina, morfina, ácido lisérgico, cocaína, marihuana, heroína… 

Pero vayamos por partes.

Burrooughs (cortesía de "la red")
William S. Burroughs(1914-1997), homosexual y yonqui ávido y confeso, convierte su periplo vital y literario en mitología moderna. Cualquiera de las normas no escritas por las que se regía la puritana sociedad estadounidense de la época fue destrozada a dentelladas por el autor. El joven heroinómano se transforma, con el tiempo, en reverendo de la modernidad del exceso y la vanguardia literaria. Por el camino, sin importarle nunca la opinión ajena, deja un desastroso rastro de atropellos vitales y lingüísticos que pasarían a la historia de esa cultura que hemos dado en llamar underground

El escritor norteamericano se estrena en el mundo editorial con Yonqui, un descarnado descenso a los infiernos de la heroína narrado en primera persona y desde el conocimiento más absoluto. Más tarde llegaría el uso de otros opiáceos y la visionaria utilización del lenguaje que estos imprimen a sus textos. Textos de difícil asimilación, carentes de argumento, pero plagados de imágenes de violencia y desarraigo difícilmente olvidables una vez recorridas por el lector. Burroughs lo tenía claro: “El lenguaje es un virus”. Y como tal lo propaga en sus obras, cuya lectura es lo más cercano a un viaje de ácido que pueda experimentar cualquier lector atento.        
    
En cualquier caso, la obra de Burroughs se constituye como una clara denuncia de las drogas duras. Más bien, lo que denuncia, es la utilización que de las mismas hacen las autoridades para aniquilar a toda una generación, y así lo deja por escrito: “El comerciante de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente”. El Almuerzo Desnudo se inicia (o finaliza, ya no recuerdo) con un memorable glosario de drogas y sus efectos, como acompañamiento al bizarro desvarío textual, sexual y sensorial de unas páginas que pasaron a la Historia como la más desquiciada genialidad escrita hasta la fecha. Una genialidad que expone metafóricamente los métodos de control utilizados por las fuerzas del orden establecido para desbaratar los sueños de progreso y cambio de la juventud: las drogas duras de las que apenas rozando la venerable ancianidad pudo llegar a desengancharse el autor. Durante su redacción, las dosis de morfina que se inyecta el escritor son decididamente desmedidas y, por si fuera poco, las adereza con ingentes cantidades de mayún, un contundente pastel de hachís especialidad de las tierras marroquíes que por aquel entonces habitaba. De ahí surge un libro que a día de hoy, lo aseguro, ningún editor en su sano juicio osaría publicar.

Ginsberg (cortesía de "la red")
Allen Ginsberg (1926-1997), homosexual y psiconauta ávido y confeso, hace de la vida de sus coetáneos material literario con que desollar la métrica monocorde de la poesía de la época. Al igual que su compañero de correrías, Burroughs, el poeta denuncia la utilización de las drogas como veneno que corrompería las mentes y cuerpos de toda una generación: la más brillante, aseguraba, que había parido el pensamiento U.S.A. Un pensamiento, el de aquellos jóvenes, en eterna confrontación con el militarismo gubernamental. “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando uns dosis furiosa…”. Aullido, épico poema fundacional de la lírica inducida por el consumo de estupefacientes.

Fue Ginsberg quien arrastró hasta Marruecos a sus compañeros beats, para iniciarles en las ceremonias de hachís y mayún. Él mismo se arrastró más allá, al menos sensorialmente, hasta La India y el Tibet, quedando sensiblemente afectado por el contacto con dichas culturas. En sus viajes físicos y psíquicos hizo acopio de misticismo y de sustancias que lo potenciasen. Su uso de las drogas, más que recreativo o creativo era personal e íntimo. Buscaba en las drogas el yo perdido en el marasmo de una sociedad acorralada por el mercantilismo y la individualidad violenta, y encontraba en ellas potencia para seguir defendiendo una vida contraria a la política que obligaba a muchos de sus conciudadanos, por aquellas épocas, a dar la vida por causas ajenas.

Dignas de estudio son Las cartas de la Ayahuasca, un compendio de correspondencias cruzadas con Burroughs alrededor del uso y efectos de dicho cóctel de plantas enteógenas. Ayahuasca, la droga mítica, cuyo nombre proviene del quechua que aquí aún hablan algunos y que viene a significar algo así como “soga de muerto”, al creer sus ancestrales inventores que era la soga que permitía al espíritu abandonar el cuerpo sin que este perdiese, definitivamente, la vida. Casi nada.

Kerouac (cortesía de "la red")
Jack Kerouac (1922-1969), bisexual encubierto, drogadicto recreativo y alcohólico ávido y confeso, hace del camino su vida y de su literatura trayecto sin destino. El beatpor excelencia, el Padrino de la alteridad vital y literaria, el devorador de ritmos que deben ser vomitados sin filtro alguno sobre las páginas y los locales de jazz clandestinos. 

Kerouac escribió la Biblia del movimiento beatnikEn el camino, supuestamente en un rollo de papel continuo y sin revisiones ni pausas, llevado por la incombustible actividad psíquica que proveen las anfetaminas. Pueda ser. Las suelas de los propios zapatos como único mapa probable, y las drogas como compañeras fieles e insustituibles: bencedrina y marihuana, mayormente. Y otra droga, sí, el jazz, cuyo ritmo sincopado regía el deambular de unos párrafos plenos de euforia y ganas de vivir. “La única gente que me interesa es la que está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando como arañas ante las estrellas”.

Literatura del trance. Trance de la droga, el alcohol, la euforia desatada y la gana de vivir, como los buenos rockeros, rápido y deprisa para dejar un bonito cadáver. Pero las drogas psicodélicas, en aquel tiempo, iban de manera inevitable unidas a la espiritualidad oriental. Atracción de lo exótico, supongo. También visitó Marruecos, el amigo Kerouac. De hecho fue quien, allí, recogería, del suelo de una habitación de pensión regentada por cucarachas, las páginas desperdigadas por el temblor morfínico de Burroughs, para incitarle a publicarlas bajo el nombre de El Almuerzo desnudo. Luego, él, iría más lejos, en busca de inspiración zen que le arrebatase, quizás, de los designios de una vida de alcohol que se le llevaría en brazos de la cirrosis. De aquel interés por lo zen nacieronLos Vagabundos del Dharma, obra que debería estudiar, por si acaso, el renombrado Paulo Coelho.

Aquellos años, aquella literatura, dieron un giro brutal al timón de este velero que muchos deseamos habitar: la Literatura. Imposible negar la influencia, en esta nueva travesía, de las drogas. Pero continuaron años en que los estupefacientes arrasarían las calles de las principales ciudades occidentales, especialmente estadounidenses, cebándose en la negra piel de los descendientes de los esclavos, los únicos estadounidenses verdaderos, esclavizándolos con nuevos métodos, más retorcidos, que les hacían soñar con desertar de una vida que les devoraba las entrañas. La alegría desbocada de Kerouac y compañía nada tenía que ver con el inframundo de los supermercados de la droga establecidos en los suburbios. 

Thompson (cortesía de "la red")
Sólo pudimos rescatar, de aquella literatura milagrosamente ebria, después, las alucinadas crónicas periodísticas deHunter S. Thompson(1937-2005) que, en plena orgía consumista de sustancias tóxicas, decide reordenar para siempre las normas no escritas del periodismo. No dejen de leer Miedo y Asco en Las Vegas, quizás la más alocada y a la vez lúcida historia de cómo la literatura puede devorar a las drogas. El autor, periodista, genera la crónica gonzo al hacerse protagonista principal de lo narrado: un desquiciado tour por L.A. generado por el impulso protagónico de consumir ingentes y desmedidas cantidades de drogas de todo tipo. Importante recordar que la droga de la que más se provee el autor durante tan alocado viaje es la mescalina, componente principal de ese San Pedro tan conocido por estos lares. Si cada uno de los cochabambinos que me ha asegurado subir al parque Tunari a viajar con San Pedro hubiese escrito al menos una página como las del inventor del periodismo gonzo, otro gallo cantaría a la literatura boliviana.

Carroll (cortesía de "la red")
La otra cara de la moneda la muestra Jim Carroll (1949-2009), en su sobrecogedor Diario de un rebelde, que desgrana con meticulosidad casi científica su adicción a la heroína. Relato sucio, duro y desgarrador, pero de una limpieza ética y literaria pocas veces sorprendida, y que abriría paso a muchos de los que hoy se autodenominan, en literatura, realistas sucios. Y a remarcar el hecho de que fue Leonardo Di Caprio quien le dio vida en el cine, en The Basketball Diaries. El mismo actor que emuló de manera memorable a Arthur Rimbaud en Total Eclipse. O sea, que no todo es Titanic

Y no deseo olvidar que Jean-Paul Sartre (1905-1980), digan lo que digan, contó para su particular batalla contra el tiempo, su fecundidad literaria y filosófica, con la inestimable ayuda de las anfetaminas. 

Para finalizar, y haciendo honor al desmedido ego de un servidor, he de hablar de mi primera novela, Los Cuadernos del Hafa, que muchos han querido ver como una apología del hachís. Ni confirmo ni desmiento. Sólo aseguro que sin la existencia de tan deliciosa sustancia tal vez no hubiese escrito lo que en realidad creo es dicha novela: una apología del amor. Amor a Marruecos, a la Música, a la Mujer y, por encima de todo: amor a la Literatura.

Como dejé dicho al inicio: para escribir hace falta salirse de la realidad. Una vez fuera, es más fácil volver a darle forma. Los métodos para huir esa realidad, para poder contemplarla desde el exterior, son múltiples. De cada uno depende elegir uno u otro. Pero es evidente que si no hubiesen existido las drogas, como método estrella de dicho proceso, la Historia de la Literatura hubiese sido más aburrida, y muchos de nosotros nunca hubiésemos llegado a plantearnos la escritura como aliento vital.

Por cierto, por si no se habían dado cuenta, los autores nombrados, todos, escribían, como un servidor, sobre ellos mismos. Y es que la vida propia, cuando se afila y apura, es la más dura de las drogas.

_____
De VISLUMBRES DE EL DORADO (blog del autor), 26/09/2014 

Largo invierno/Cuadernos de San Fabián

Jorge Muzam


Septiembre de manos frías y pies congelados. El invierno se alargó demasiado, como en el jardín del gigante egoísta. Las plantas siguen floreciendo con un sol esquivo, a menudo ausente. Las rosas alargan sus tallos, se empinan hasta lo alto para divisar a su gran revitalizador. La tierra está reblandecida, atiborrada de agua celestial y brotan manantiales por todos lados. Los conejos no perciben el peligro en medio de la tempestad nocturna y los cazadores se hacen un festín.
Queda poca leña, troncos amagosos de avellano, olorosos e inútiles laureles, cercos podridos convertidos en astillas. La chimenea ya no da calor.

_____
De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor, 27/09/2014

Fotografía: Lorena Ledesma

Bar La Frontera

Pablo Cingolani


Cada cual debería tener su mapa. En la cartografía de mi existencia, hay recurrencias, rutas señaladas, hitos brillantes, marcas de antigua data y sitios que son imanes. Uno de estos últimos es un bar cuyo nombre lo devela: La frontera. Está ubicado en La Quiaca, epítome de lo que es frontera, y esto no lo supe hasta que me lo informaron: mi vida y la vida del bar fueron casi juntas a lo largo de los últimos treinta años. ¿Será posible tal correspondencia? Vaya uno a saberlo. Lo que sí me consta es que el bar, desde el momento que se cruzó conmigo, siempre estuvo ahí y nunca cambió. Resistió, altivo y sereno, los embates de la modernización forzada que vivimos todos por estos lados del mundo. Pero el bar sigue siendo el mismo: un bodegón en el medio de la puna, una fonda en el nervio fronterizo, una pascana a uno de los lados de la raya.

El ritual en La Frontera fue siempre pródigo. Llegabas mutilado, hachado, sediento a mares, alucinado de hambre, llegabas con toda la arena a cuestas y el ardor del cuarzo y los brillos de los cerros espolvoreados por tu cuerpo, llegabas y te derrumbabas en una silla, frente a una mesa. Un dependiente, acaso un mozo, alguien, acudía.

El menú era tan escueto que me lo aprendí de memoria: asado o milanesa con papas fritas o puré pero eso sí, en todas sus combinaciones posibles, descartando desde ya que alguien ose elegir comer puré con papas fritas o viceversa. En suma, el menú en La Frontera eran esos sentenciosos cuatro platos –la globalización gastronómica a la argentina- pero cuando llegabas al sitio aguijoneado por los caminos, desesperado por mascar algo más que aire, rumbeabas a la mesa y sabías –este es el secreto-, sabías que te esperaba uno de ellos y, esto es lo mejor, sabías también que no te defraudaría. Que comerías como un sultán en medio del desierto, qué volverías a recobrar el lazo nutriente con las energías del cosmos, que te ibas a regocijar con el jugo de la carne de la vaca, gloriosa vaca, bendita vaca, y que cuando sintieras crujir a la papa en tu boca, todos los abismos quedarían atrás, todas las distancias se licuarían, y vos, de puro placer sensual, de puro sentirte bien, reconfortado, te sentirías por un momento y una eternidad, el rey del mundo.

Pero esto no era todo. Falta algo esencial. Falta la mojadura del banquete de los andariegos. Falta aplacar la sed y complementar el bolo alimenticio con algo que fluya, con el ingrediente líquido. El océano donde perderse de alegría. El arroyo cristalino que te salva y que redime tus pasos. Falta que te metas entre pecho y espalda un buen vaso de vino tinto, enloqueciéndolo con un buen chorro de soda. Entonces sí: ya no sólo eres el rey del mundo sino que eres el rey del mundo en una fiesta, el día de tu coronación ha llegado y lo estás viviendo.

El vino es danza perpetua y cuando lo inoculas en tu ser, activa hasta la más mínima y absurda de tus moléculas, potencia la sangre, la aclara y la embellece, y eso incide de manera directa en todos tus sentidos. Es por eso que te elevas, te empiezas a elevar, y al principio no lo entiendes, pero luego adviertes porqué ves tan claro todos los caminos, ves tan nítidos todos los destinos y el destino mismo: es porque estás arriba, porque subiste, porque te has elevado, como te iba diciendo. El vino es la alfombra mágica y su pista de despegue no es otra que el bar La frontera, La Quiaca, la puna, los Andes, centro sur oeste de Sudamérica.

Luego, regresas a la mesa y calibras con tus ojos, ojos que ahora ven el destino de frente, a tus compañeros de sitio. Antes, tu concentración estaba puesta en un plato de delicias y una copa milagrosa. Ahora, resucitado y volando, puedes aterrizar en medio de la humanidad que te rodea. A veces, no hubo nadie más que uno y sus sentimientos. Pero otras veces, he encontrado en el ámbito austero del local, a seres tan extremos como las coordenadas geográficas que nos juntaron. Estaban allí, igual que uno, comiendo ese suculento bife, embuchándose el elixir de alboradas. Podían ser mineros o vagabundos. Poetas o parias, que en el fondo es lo mismo.

Uno de ellos me trató de convencer, una noche perdida en la misma noche, de que todo el oro del mundo nos estaba esperando en algún lugar de la puna. Todo-el-oro-de-la-puna: el impetuoso tenía el mapa que le heredó un abuelo que había cateado los despoblados, hacia el oeste, hacia Chile, hacia la nada. Otra vez nos conversamos con uno de esos maestros de escuela que trabajan en esos pueblos olvidados de tanto olvido, se me olvidó que te olvidé a mí que nada se me olvida, como dice esa canción desgarrada. El hombre quería hacer la revolución social, y salvar a los pobres, y quería sumarme a sus filas: arranqué para los lados de Atacama. Unos changos cargaban guitarras y panderetas. Eran un grupo de blues, de rock, de amor, de dolor, de devoción, de sueños: iban en busca de América pero no de cualquier América, sino de una que les partiera la cabeza y amarrara su corazón.

Un antropólogo buscaba un cactus especialísimo, y te juraba que no pararíamos hasta Neptuno. Un tipo medio destemplado y limado el pobre, como Lady Gaga firma autógrafos, había firmado cheques sin fondo en una ciudad del sur y estaba de huida a Bolivia. Un ex trapecista de circo, ex mago de circo, ex domador de leones de circo, me preguntaba si no había visto alguna carpa grande, carmesí y azul, por donde había venido. Un devoto de la Virgen de Quillacas me aseguró que no se detendría hasta su altar pero que no tenía la más puta idea de cómo llegar: hicimos su mapa en una servilleta. Un vendedor ambulante de libros cambió la edición popular de Diez días que conmovieron al mundo por una jarra de combustible espiritual y díganme ahora que la literatura no vale nada. Mientras tanto, mientras todo eso sucedía, íbamos tomando de a sorbos el vino fuerte del encuentro, el vino honesto de lo fraterno, mientras afuera el sol rajaba el universo o las estrellas se encendían para agasajarlo.

Salir del recinto, salir del bar La frontera, era como salir de la caverna, era como salir del oráculo. Siempre sabías hacia donde debías ir, te devolvía certezas (que costaban el precio módico de un pingüino de vino espeso), te iluminaban allí adentro y te iluminabas por dentro. Sentías que a pesar del frío, a pesar de la distancia, a pesar de todo, la misión no estaba concluida. Y te echabas a andar, volvías al camino, y no mirabas atrás y menos decías adiós. Ese es el aguante: simplemente, te ibas. Simplemente, sentías: volveré, y seguías tu rumbo, seguías tu vida.

_____
De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 27/09/2014

Wednesday, September 24, 2014

No disparen al novelista



Jaime Fernández
Cuando Thomas Mann publicó su primera gran novela, Los Buddenbrook, en 1901, en la que se narra la decadencia de una antigua e ilustre familia de Lübeck, la ciudad hanseática en la que transcurrió su infancia y adolescencia, algunos de sus paisanos se sintieron ofendidos, reprochándole que los hubiese introducido en la obra, si bien con otros nombres y disfrazados. En los salones y cafés de Lübeck los contertulios se pasaban una lista en la que figuraban los nombres de las personas y de los personajes de la novela en los que se sentían representadas. Hubo vecinos que recriminaron a Mann su insolencia y hasta lo tacharon de hijo degenerado de la ciudad.
A pesar del indudable éxito de la novela, por la que se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 1929, uno de sus profesores del instituto recordaba que había sido un  alumno mediocre, de escasa inteligencia e incapaz de escribir una simple redacción escolar. El célebre crítico teatral berlinés Alfred Kerr, siempre poco complaciente con Mann,  se burló de la novela, publicando un poema satírico: Thomas Bodenbruch.
Portada de la primera edición de "Los Buddenbrook" (1901)
Portada de la primera edición de “Los Buddenbrook” (1901)
Al parecer ninguno pensó en la posibilidad de que el propio Thomas Mann se hubiese tomado a sí mismo como modelo para alguno de los personajes de la novela. Al menos su nombre no figuraba en la lista que circulaba por los cafés de Lübeck. De todos modos, si lo hubieran descubierto, seguro que les habría parecido adecuado que el escritor se tomase a sí mismo como modelo. Un asunto muy distinto es que utilizase a los demás para semejante fin. Se opusieron a que el novelista los retratase sin su permiso en las páginas de su novela. En aquellos primeros días de vida de ésta no podían sospechar que, gracias a la pluma de Mann, gozarían de un sucedáneo de inmortalidad, si bien con otros nombres y algo desfigurados.
La polémica desatada tras la publicación de Los Buddenbrook se complicó a raíz de un proceso judicial celebrado en Lübeck en el que se acusaba a Fritz Oswald Bilse, autor de la novela mediocre En una pequeña guarnición, de reproducir los rasgos de algunos militares de la guarnición de la ciudad, lo que ocasionó un escándalo público, desembocando en una demanda ante el Juzgado y en la prohibición de la obra que, sin embargo, fue enseguida traducida a varios idiomas y tuvo cierto éxito, principalmente en Francia. El fiscal, con ínfulas de crítico literario, apuntó a Los Buddenbrook como culpable de haber inspirado a Bilse su novela. Incluso se atrevió a acuñar un nombre a la práctica de los novelistas de crear personajes ficticios inspirándose en personajes reales: “estilo Bilse”.
Thomas Mann respondió a esta sarta de necedades con un artículo en una revista en el que defendía el derecho del artista a retratar de forma artística a personas vivas. Alegaba que si hubiese que bautizar con el nombre de “Bilse” a todos los libros en los que el autor retrató a personas que él mismo conocía, guiado únicamente por criterios artísticos, habría que agrupar bibliotecas enteras de obras de la literatura universal. Recordaba que autores como Turguéniev o Goethe tuvieron problemas derivados de esta práctica literaria. Tras la publicación de Las penas del joven Werther, este último trató de apaciguar a los modelos reales en los que se inspiró al dar vida a Lotte y a su marido. Turguéniev despertó la indignación de los hacendados rusos que le habían brindado su hospitalidad al retratarlos en Memorias de un cazador.
Mann justificaba su argumento afirmando que no es casualidad que los grandes poetas sean aquellos que, en vez de “inventar”, recurrieron a algo ya existente, tomado de la realidad misma. A la hora de detectar una vocación poética no puede tener validez absoluta el criterio basado en el talento para la invención. En todo caso, se tratará de un talento de segundo orden que los grandes escritores han menospreciado, prescindiendo de él sin reservas. Prueba de ello eran los testimonios de Schiller, de Wagner, pero sobre todo  de Shakespeare, quien, dotado con creces para la invención literaria, prescindió de ésta al servirse para sus obras de piezas antiguas, novelas italianas y otras fuentes. “No es el talento inventivo lo que hace al poeta sino la inspiración”, concluía Thomas Mann en su artículo.
Bilse
Fritz Oswald Bilse
En 1906 publicó un ensayo titulado Bilse y yo, en el que defendía el derecho de la literatura y del novelista a tomar los motivos para sus fines artísticos de donde juzgase conveniente y necesario. ¿Dónde va a encontrarlos mejor que en la realidad que conoce de cerca? ¿Es que sus historias no versan sobre seres humanos y asuntos que incumben a los hombres? En el libro anotó una confesión destinada a sus paisanos, pero que bien podría hacerse extensiva al resto de sus novelas y relatos: “No se habla de vosotros, nunca jamás, estad tranquilos, sino de mí, de mí…”. Fue al describir a otros personajes –sus peripecias y desventuras- cuando hablaba de sí mismo.
Tanto debió de preocuparle a Mann la vinculación del personaje ficticio con el modelo real que decidió abordarlo en su novela Carlota en Weimar, escrita en 1939, en la que recrea el episodio de la visita a Weimar, donde residía Goethe, de Charlotte Kestner (Buff de soltera), muchos años después de que ambos vivieran el episodio amoroso que el escritor trasladó con las pertinentes modificaciones a su famosa novela Las penas del joven Werther. Charlotte, ya viuda de Johann Christian Kestner, el prometido de la muchacha que impidió a Goethe seguir cortejándola, vuelve con el pretexto de visitar a su hermana Amalia, aunque el propósito oculto sea reencontrarse con Goethe, ya convertido en una celebridad y con una edad parecida a la de Charlotte.
Charlotte Kestner
Charlotte Kestner
En su relato Tristán retrató al escritor Detlev Spinell, quien, interno en un sanatorio sin que se sepa muy bien cuál es la enfermedad que padece, se dedica a espiar a sus compañeros, interrogándolos para sonsacarles alguna información sobre sus costumbres cotidianas y hurgando en sus sufrimientos, sin hacer nada para aliviarlos, con el único propósito de plasmarlos en su obra. Inmaduro, pedante, esquivo y sin amigos, Spinell sólo se muestra sociable cuando “caía en estado de contemplación estética”, ante un vaso de forma refinada o un crepúsculo tras las montañas, etc. La imperfección de la realidad le defrauda, por lo que en sus escritos tiene que corregirla con su imaginación. Los escritores como Spinell no son más que parásitos crueles, chupatintas que se alimentan de sangre ajena.
Novelar consiste en un proceso de descomposición de la realidad y de los personajes que la conforman. Al descomponerla, el novelista puede observarla con una mirada nueva. La novela será el resultado de ese punto de vista inédito. Mientras recuerda, el novelista inventa, es decir, descompone los recuerdos a los que acude para reordenarlos en consonancia con sus propósitos (o los que les dicten sus personajes cuando éstos abandonen su condición de meras criaturas y asciendan a la categoría de seres autónomos). Cualquier parecido de sus ficciones literarias con la realidad no es pura coincidencia, sino el fruto de la combinación de sus recuerdos con su capacidad para adaptarlos al objetivo de la ficción. Aunque al dar vida a un personaje se sirva fundamentalmente de detalles tomados de un modelo real, ello no significa que se base por completo en éste. El resto del personaje estará conformado por retazos extraídos de varios modelos reales. A fin de cuentas para el escritor la realidad no es más que un pretexto para el texto.
Al igual que Mann, Marcel Proust hubo de soportar las protestas de sus amigos aristócratas por un motivo similar a las que llovieron sobre el autor de Los Buddenbrook. En cuanto se publicaron los primeros tomos de su ciclo novelístico En busca del tiempo perdido circularon numerosos comentarios y chismes acerca de quién era quién en la novela. Algunos de sus amigos reprocharon al novelista que hubiese trasladado a los personajes determinados episodios privados de sus vidas.
Portada de la primera edición de "Du coté de chez Swann" en la editorial Grasset
Portada de la primera edición de “Du coté de chez Swann” (1913), en la editorial Grasset
En su novela, el Narrador –alter ego de Proust- nos dice que la inspiración del novelista le debe todo a la memoria y que, bajo el nombre de un personaje inventado, puede “colocar sesenta nombres de personajes vistos, uno de los cuales posó para la mueca; otro, para el monóculo; éste, para la ira; el de más allá, para el ademán presuntuoso del brazo, etc.” Por ello, el literato envidia en el pintor que éste pueda hacer croquis y apuntes de los modelos reales que plasmará en sus lienzos. Si el pintor necesita haber visto muchas iglesias para pintar una sola, el escritor necesita aún en mayor grado haber conocido a muchas personas para plasmar un único sentimiento. De ahí que un libro sea “un cementerio de gran tamaño en la mayor parte de cuyas sepulturas no pueden ya leerse los  nombres borrados”.
El Narrador lamenta que la gente considere perverso al novelista porque observa los ademanes más ordinarios que los demás exteriorizan de forma involuntaria. Pero a continuación matiza que el artista aprecia en un rasgo ridículo una espléndida generalidad y no cree que agravie a la persona a la que ha estado observando. “Por desgracia, es más desdichado que perverso cuando se trata de sus propias pasiones”.
El ama de llaves de Proust, Céleste Albaret, confesó que ni a ella ni a nadie le entregó la clave de sus personajes. Creía que si no lo hizo no fue por  malicia o diversión, o para despistar y confundir, sino que respondía a la realidad de la obra. “A pesar de todas las llaves que se han metido en la cerradura, no han bastado para abrir todos los compartimentos de la caja de secretos porque para cada personaje haría falta un gran manojo de llaves”.
El conde Robert de Montesquiou-Fezensac, modelo del barón Charlus. Retrato de Giovanni Boldini (1897),  París, Musée d'Orsay
El conde Robert de Montesquiou-Fézensac, modelo del barón  
Charles. Retrato de Boldini (1897), París, Musée d’Orsay
En cada uno de los personajes principales de su novela confluyeron dos o más modelos reales. Quizá el más plural de todos sea la amante del Narrador, Albertine, en la que se cruzan modelos femeninos con masculinos. Para el barón de Charlus, el personaje con más empaque de la novela, se inspiró principalmente en el conde Robert de Montesquiou-Fézensac, al que Proust admiraba por su ingenio y erudición, y en el barón Doazan, de quien tomó su aspecto físico. Pero en algunos pasajes, sobre todo en la etapa decadente del barón, el propio Proust proyectó sobre él el lado más turbio de su homosexualidad, como ya hizo también en el episodio –involuntariamente espiado por el Narrador- en el que la hija lesbiana del difunto músico Vinteuil profana el retrato de su bondadoso padre mientras practica un ritual erótico con su amante. Todavía hay un tercer personaje, esta vez también ficticio y universalmente conocido, que recuerda a ese barón de Charlus sumido en la decadencia: el Caballero de la Triste Figura Don Quijote de la Mancha.
Para Charles Swann le sirvieron dos hombres con los que mantuvo cierta amistad: Charles Hass (1833-1902), un dandi muy culto, de familia judía al igual que Swann, que frecuentó la alta sociedad parisina, y Charles Ephrussi (1849-1905), crítico, historiador y coleccionista de arte, y miembro de una acaudalada familia judía. Una vez más, como en el caso del barón de Charlus, un tercer personaje en el que se inspiró fue él mismo. Proust comparte con Swann su doble ascendencia cristiana y judía, los celos, el cultivo de las amistades aristocráticas y su gusto por las artes.
Retrato de Charles Ephrussi (1849-1905), por Léon Joseph Florentin Bonnat
Retrato de Charles Ephrussi (1849-1905), por Léon Bonnat
En el personaje del escritor Bergotte confluyen rasgos de Anatole France, al que Proust trató, y de Ernest Renan. Pero de nuevo hay un tercer modelo real que se repite también en Charlus y Swann: el propio Proust.  En cuanto al personaje del Narrador, que como el novelista se llama Marcel y también aspira a escribir una gran novela autobiográfica, es evidente el parecido que guarda con Proust, por lo que bien podemos decir que de todos es el personaje que más semejanza guarda con el modelo real, si bien con una excepción significativa: Proust era homosexual, mientras que su personaje es heterosexual, aunque ambos están poseídos por una sutil sensibilidad para los afectos humanos.
Una vieja amiga de Proust, Laure Hayman, entonces septuagenaria y atractiva  cortesana en su juventud, se molestó al leer la descripción de la cocotte Odette de Crécy, la amante de Swann y con la que, después de haber consumido la pasión amorosa, termina casándose. Resulta que, al igual que ella, el personaje ficticio tenía la manía de intercalar términos ingleses en la conversación y al igual que ella, vivía en la misma calle de París. Proust le respondió que Odette no sólo no era ella, sino que estaba en sus antípodas. El que hubiese algunos rasgos suyos en el personaje no significaba en absoluto que se tratase de una copia, pues había otros muchos rasgos que estaban tomados de otras tantas mujeres a las que conoció. Luego había que añadir, por supuesto, aquellos que habían surgido de su imaginación.
Laura Hayman en su juventud, retratada por Nadar
Laure Hayman en su juventud, retratada por Nadar
Como señala André Maurois, pensar que un novelista puede crear un carácter vívido a partir de una sola persona revela un desconocimiento absoluto de la técnica novelística. Se remite a Balzac, quien había comentado que “a menudo es preciso unir varios personajes en uno solo, incluso si se encuentran originales en quienes lo ridículo abunde tanto que hasta permita desdoblarlos en dos personajes”.
Norman Mailer prevenía a los jóvenes escritores de la tentación de extraer material para sus relatos y novelas de la familia o de los amigos. El riesgo de que éstos se sientan “citados” en la ficción es muy elevado. A nadie le agrada que alguien se aproveche de esa manera del conocimiento íntimo de las personas. Con esta práctica el novelista sólo se granjeará enemigos y toneladas de desconfianza. Mailer confesó que  siempre se mantuvo apartado de ella. Nunca escribió sobre sus padres o su hermana. Se trataba de rehuir el uso de las experiencias más privadas, el “núcleo de la experiencia”, en palabras de Mailer. Algunos de los personajes de sus novelas se inspiraron en personas reales. Uno surgió de cinco individuos; otro, de una persona muy cambiada; otro más, de su imaginación.
Prefería moldear un personaje a partir de una persona que apenas conocía –como, por ejemplo, a un futbolista profesional al que hubiese tratado superficialmente podía transformarlo en estrella de cine-, pero que excitaba su instinto de novelista, confrontándolo con situaciones muy alejadas de las que podría vivir en la realidad. Después de este proceso, casi no quedaba nada del modelo original. Lo esencial es que los personajes crezcan una vez que se los ha separado del modelo real en el que se inspiraron, hasta independizarse y adquirir una personalidad propia, como si fuesen personas de carne y hueso. “Sin que importe el camino elegido, hay un placer cuando el personaje se vuelve en cierto sentido independiente de ti mismo”.
Norman Mailer
Norman Mailer (1923-2007)
Mailer distinguía entre personajes y seres. Al primero se lo puede captar como a un todo, pero el segundo se halla inmerso en un cambio constante. El propósito de un escritor es que sus criaturas dejen de ser personajes y se transformen en seres.
No obstante, también admite que si los novelistas pensaran en el daño que pueden causar, no podrían escribir un libro: “no si son razonablemente decentes”. Compara al escritor que teme herir con su obra los sentimientos de alguien con un cirujano que, al hacer una incisión en el vientre de una muchacha, pensara que con ello perjudicará su vida amorosa en los próximos treinta años. Al igual que el cirujano profesional se limita a hacer el corte con la insensibilidad necesaria ante el resto del contexto, el novelista no puede permitirse pensar que el retrato que haga de un personaje dejará una cicatriz en el buen amigo que le ha servido de modelo. Más aún, Mailer aconsejaba a los jóvenes escritores, siempre temerosos de herir a personas de su entorno, que estén dispuestos a continuar con su novela sin importarles las bajas psíquicas que dejen a su paso. Aun así matizaba que un autor joven hace bien en no obtener una ventaja inmediata sobre lo individuos que le desagradan, arrojándolos en las páginas de sus libros, a modo de fría venganza. “Es una mala costumbre cobrar cheques tan fáciles”.
Un buen novelista debe ingeniárselas para que sus personajes no resulten identificables con los supuestos modelos reales en los que se inspiró para crearlos. Tiene que dotarlos de la suficiente autonomía, de manera que parezcan personas reales, como si hubiesen existido de verdad, y los lectores los consideren también como si fuesen personas de carne y hueso, hasta el punto de que piensen en ellos y hablen de ellos como si los conociesen, al igual que piensan en sus parientes y amigos y hablan de ellos.
Honoré de Balzac
Honoré de Balzac
Los personajes de una novela, así como sus historias y peripecias, están destinados a integrarse en la vida de los lectores, convirtiéndose en una prolongación de sus experiencias reales e incorporándose a su universo de recuerdos, como los vividos en el mundo real. Bien es verdad que el primero que tendrá que verificar la autonomía de los personajes de una novela es su propio creador, el novelista.
Se cuenta  que poco antes de morir, en pleno delirio, Balzac llamó a Horace Binchon, el médico de La Comedia humana , que obraba prodigiosas curaciones. Dicen que exclamó: “Si Bianchon estuviera aquí, Bianchon me salvaría”. En una ocasión un amigo se presentó en su casa sin anunciarse. Balzac, que estaba escribiendo una novela, se levantó de repente y tomó  por el brazo al visitante, exclamando entre lágrimas: “¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto”. Perplejo, el amigo le respondió que en París no conocía a ninguna duquesa con ese nombre. Se trataba de un personaje de la novela cuya muerte acababa de describir en ese momento.
Proust vivió con una intensidad similar la evolución vital de los personajes de En busca del mundo perdido, evolución que, como en el caso de Balzac, corrió paralela a la de su vida. Murió poco tiempo después de que escribiese la palabra “Fin” en la última página de su novela de las Mil y Una Noches.