Thursday, July 24, 2014

El ciempiés humano y otras historias



Álex Ayala Ugarte
En las inmediaciones de la frontera boliviana con Argentina, la ambulancia que hace el trayecto entre la comunidad de Pampa Grande y Emborozú —una pequeña población a orillas de una vía asfaltada— es humana: una especie de ciempiés compuesto por un nutrido grupo de hombres en sandalias que en este instante avanza al trote y hace turnos para cargar una camilla precaria. En ella, Donato López, un octogenario castigado por la próstata que no logra mear desde hace una semana, se retuerce debajo de una manta. El combustible que anima a los valientes que llevan al enfermo es un poco de aguardiente que toman en botellitas plásticas. Matan el cansancio acullicando hoja de coca. Y lucen angustiados: quieren que el viejito aguante, que no se muera antes de conseguir auxilio.
Aquí, en el corazón de la Reserva Nacional de Tariquía, en mitad de un paisaje de postal, el camino que conecta con la carretera es sólo apto para caballos, mulas y personas. Y salir de Pampa Grande para llegar a Emborozú es desde hace décadas una aventura complicada. Por acá, jamás ha circulado un auto y a duras penas se podría abrir paso una moto. Ríos, quebradas, una vegetación abundante y el barro, una trampa difícil de sortear en época lluviosa, son el escollo natural que impide a los habitantes de la zona una comunicación fluida con lo que algunos han llamado “mundo civilizado”, con los lugares en los que proliferan los escaparates, los bares, las discotecas, los hospitales.
Ramón Civila, de 46 años, es uno de los que forman parte hoy del ciempiés humano. Tiene un bigote escueto y un sombrero sucio y descuidado estilo cowboy. En sus terrenos, a más de 40 kilómetros de aquí, cuida vacas y gallinas y cultiva la tierra, como muchos de los otros miembros de la ambulancia improvisada.
Ninguno de ellos es político, artista, estrella de rock o economista. Ninguno tiene un apellido ilustre. Seguramente, ninguno se ha abierto una cuenta en Facebook. Y su hazaña no aparecerá en ningún noticiero. Pero todos, en momentos complicados como éste, se vuelven imprescindibles.
“Éstos son unos machos”, comenta a su paso Nicolás Ruiz, más conocido en el área como Nico, 37 años, pelo corto y negro, chompa sobre los hombros, pantalón remangado hasta la espinilla.
Nico es profesor itinerante del Centro de Educación Técnica, Humanística y Agropecuaria (CETHA) de Emborozú y recorre ahora el mismo trazado que la ambulancia, pero en sentido inverso, rumbo a Pampa Grande, donde transmitirá sus saberes en matemáticas, agronomía y gestión de proyectos. En los arroyuelos, salta de una piedra a otra con el equilibrio de un monje Shaolin, las manos en los bolsillos y la espalda levemente inclinada; y es capaz de atravesar un vado repleto de lodo sin ensuciarse una sola uña.
“Despacito se avanza lejos”, dice con el tono pausado de un maestro zen que alecciona a sus pupilos sobre la serenidad, aparentando calma. Su reloj, sin embargo, le contradice: está 40 minutos adelantado porque no le gusta llegar tarde a ningún sitio.
La anfitriona
AA buen paso, Nico dice que es capaz de completar todo el trayecto en 11 o 12 horas; y cada vez que arriba a Pampa Grande, la primera vivienda que visita es la de Erlinda Mendieta, de 70 años. Hoy es miércoles, ha caído ya la noche y Erlinda prepara café para que Nico se caliente mientras su esposo, Mauro Civila, mira acostado desde su cama una telenovela en un reproductor de devedé portátil con pantalla incorporada que se ilumina gracias a unas placas solares que acumulan energía en los días de cielo raso.“Antes, nos distraíamos con la vitrola”, cuenta divertida Erlinda, ojos claros, aretes lindos. “La casa de su dueño siempre estaba llena porque era la única que había”.
De vez en cuando, mientras conversa con Nico, Erlinda también echa un vistazo a la telenovela en un ambiente que es a la vez sala de estar y dormitorio y que no está decorado ni con muebles importados ni con cuadros de corte costumbrista, sino con clavos de acero de los que se deslizan chicotes, camisas, poleras, machetes y cuchillos.
Las más de 70 familias de Pampa Grande se dedican fundamentalmente a su ganado y a la siembra de productos como el maíz, el maní y la yuca. Erlinda y Mauro atienden además una tiendita en la que venden refrescos, cervezas, chocolates, gomitas y algunas otras chucherías. Traer la mercadería hasta aquí fue una odisea: supuso un viaje de ida y vuelta con mulas y caballos por el sendero que conecta con Emborozú, que la pareja conoce tan bien como Nico. Según Erlinda, la excursión se repite casi todos los meses.  
“¿Y cómo le has visto a don Donato?”, le pregunta a Nico, pensando quizás en la posibilidad de que algún día le toque a ella ser evacuada en la ambulancia humana.
“Da pena lo que le pasó”, dice acto seguido, antes de que Nico le conteste.
Y poco después, se despide y se acuesta.
“Pampa Grande es lindo”, comenta al día siguiente, a la hora del desayuno. “Pero no hay trabajo y los jóvenes se van para ganar al menos para poder comprar ropita”.
Luego, mientras da unos cuantos granos a sus gallinas y azuza con entusiasmo el fuego para empezar a alistar el almuerzo, Erlinda trata de pegar su oído a una radio que sintoniza más emisoras de Argentina que de Bolivia. La usa normalmente para escuchar las últimas noticias. Y dice no  importarle estar mejor informada del país vecino que del suyo, pues, como muchos acá, también tiene familia más allá de la frontera. Algunos se marchan para ocuparse como jornaleros durante las épocas de siembra; y los hay que emigran y nunca más retornan.
Ninguno de los hijos de doña Erlinda —ocho varones, tres mujeres— radica hoy en la comunidad; y ella, que parió a los 11 sin que le atendiera un médico y los conoce mejor que nadie, considera una quimera que alguno decida volver para quedarse.
“Vivir en Pampa Grande siempre ha sido duro —trata de justificarles—. Sobre todo, porque nunca hemos disfrutado de una carretera. Cocinamos, por ejemplo, a leña. Trasladar una garrafa de gas hasta aquí cuesta 100 pesos (casi cinco veces más de lo que vale en otros puntos de Bolivia). Y eso no se lo puede permitir nadie”.
La enfermera
Pampa Grande es una aldea dispersa, conformada por llanuras con abundante pasto en las que las construcciones se levantan distantes entre sí, como si fueran plantas que buscan dónde echar raíces. Una especie de paraíso bíblico perdido en una esquina del mapa. Pero como todos los edenes terrenales tiene su trampa.
Puertas hacia fuera, se trata ciertamente de un paraje idílico: con ovejas que campean a sus anchas luciendo unos mechones punk de color rosado —que permiten al pastor diferenciarlas de las que no han sido vacunadas—, atardeceres cinematográficos y un molino de piedra con varias décadas encima. Puertas hacia dentro, en cambio, la realidad es otra: cuartos en los que duermen cuatro, cinco, seis personas, rincones invadidos por el polvo, espacios mínimos en los que conviven a menudo niños, gatos, perros, abuelos, niñas y gallinas.
Nadie sabe cuál es la edad exacta de Pampa Grande: se calcula que tiene entre 200 y 300 años. Y son varias las personas que aseguran que esto apenas ha cambiado con el tiempo. Una de ellas es Emelda Mendieta, 46 años, bata blanca, brazos robustos, flequillo a un lado. Cuando ella nació, ya estaban en pie muchas de las casas de adobe y también la iglesia. Ahora hay además un colegio, un internado en el que entre semana se alojan los estudiantes de las poblaciones vecinas, una cancha de fútbol que a primera vista parece más grande que las reglamentarias y una posta de salud con forma de ovni que inauguraron en 2009.
Emelda, que es la enfermera auxiliar del ambulatorio y la empleada más antigua, indica que recientemente ha visto pasar por aquí a muchos compañeros. “Algunos no logran aguantar y piden su traslado al de un año o año y medio”. La razón es simple: no sólo tienen la obligación de velar por el bienestar de los que les rodean, sino también por el del resto de los pobladores de la reserva del Tariquía, que con sus 2.469 kilómetros cuadrados tiene la misma superficie que un país chiquito, del tamaño más o menos de Luxemburgo.
“Somos una especie de consultorio móvil”, dice Mendieta, quien una vez al mes agarra medicamentos contra el resfrío, contra los males digestivos y de vesícula y contra los dolores musculares y la diarrea y se traslada a otras comunidades que necesitan de sus servicios, como Volcán Blanco, San Pedro, Puesto Rueda, Cambarí, Chillahuatas o Acheralitos.
“Y no es nada fácil moverse por el camino. Como a todo el mundo acá, nos perjudica. Cuando hay emergencias, sufrimos mucho. El año pasado tuve que sacar a una embarazada que se puso mal y corría peligro. Pensé que no resistiría”, recuerda.
En casos extremos, como ése, la evacuación es casi la única posibilidad para evitar la muerte. Quizás por eso, la última solicitud de material que se ha tramitado —que incluye cuatro ponchos medianos para la lluvia, cuatro pares de botas número 38 y dos bicicletas de montaña— parece más adecuada para un guía de turismo que para un centro médico.   
La curandera
Cuando a Guadalupe Mamani —profesora del colegio— no le dan buen resultado ni las inyecciones ni los remedios que le recetan en el dispensario, recurre a Sergia Flores, una de las curanderas más veteranas de Pampa Grande. Sergia, de 75 años, luce dos trenzas bien amarradas que resbalan por su espalda, camina como si tuviera un clavo torcido incrustado en la columna —totalmente encorvada— y está a punto de examinar al hijo de Guadalupe, que tiene un año y medio y el estómago suelto desde hace varios días.
“No sé qué le pasa. Las pastillas que me dieron no le hicieron efecto alguno. A mí me parece que se asustó. Cuando los niños se asustan, se enferman y vomitan.
Se sienten incómodos por la noche: saltan y lloran todo el rato. Y para que se recuperen, para que vuelvan en sí, tiene que llamarles alguien que sepa”, comenta Guadalupe.  
Sergia, que apenas ha pronunciado una o dos palabras, le toma luego el pulso al hijo de Guadalupe para descubrir lo que le pasa, como si los latidos en su muñeca diminuta fueran una nítida radiografía o el análisis de sangre más completo. Y después, le soba la cabeza y las articulaciones haciendo fuerza con sus dedos chuecos.
“Ella suele friccionar a los bebés con vinagre o licor de caña”, dirá Guadalupe otro día. Ahora, sin embargo, calla; y quien da las explicaciones es la pareja de Sergia, Delfín Civila, quien a sus 78 años es uno de los más longevos del pueblo.
"A veces, llama al ánima del niño con agua bendita o con crucifijos”, puntualiza Delfín sentado a pocos metros con dos chompas, una camisa y una polera encima.
Delfín, que tiene un bigotito canoso y recto y fuma como un gánster, sin dejar caer la ceniza al suelo, dice estar cansado: “El frío está grave. Yo quisiera morir pronto. Otros, para no seguir aquí se ahorcan, ¿no ve?” (se ríe, arquea las cejas). Según Delfín, esto antes era muy agreste y había muchos tigres y muchos pumas. “Arrasaban con todo: potros, terneros. A un joven de otra comunidad lo devoraron y nos dio miedo. Fue así hasta que algunos abrimos el monte a machete y hasta que otros mataron ocho de esas bestias para que dejaran de atacarnos. Yo no podría enfrentarme con esos animales.  Yo no soy valiente. ¿Qué será bueno para criar valor? ¿Comer un pollo?” (de nuevo, risas).
A Delfín le gustaría conseguir unos lentes para distraerse leyendo un poco. Pero aquí no hay forma de hacerse con un par y él ya no se atreve con el camino. Le han contado que están construyendo una carretera que desembocará dentro de poco en Pampa Grande. Pero es lo que todos llevan escuchando desde hace mucho. Por eso, Delfín, que fue testigo, entre otras cosas, de cómo el correo llegó aquí durante años a lomos de burro, con los últimos rumores y su kepi con papel, no alberga demasiadas esperanzas de verla.
El facilitador
Para Silverio Llanos, 36 años, gorra blanca, tez aceitunada, la nueva carretera será fundamental para que entren los vehículos y la gente pueda vender lo que produce. “Y también, para que todos puedan abastecerse. Ahora, cuando se acaban los víveres, uno tiene que salir a pie para traer arroz o fideo por quintal.
Para los jóvenes, es algo bastante sencillo. Pero a los mayores, como mis papás, los años les pesan. A ellos les cuesta mucho, demasiado”.
Silverio, como Nico, es un nómada circunstancial acostumbrado a recorrer a pie las comunidades intentando implementar mejoras en la calidad de vida de los lugareños. Acaba de terminar sus clases con un grupo de mujeres en el invernadero que el Cetha —la organización de educación alternativa a la que ambos dedican su tiempo— tiene en Pampa Grande y se dirige ahora a los terrenos de otros vecinos, a media hora del centro del pueblo. Avanza a pasos cortos, con una radiecita colgada en el cuello que escupe un canto gregoriano. “Siempre está conmigo —aclara—. Nunca la dejo. Me hace compañía”.
Después comenta que ha perdido la cuenta de los kilómetros que ha caminado  en toda la comarca. Y luego dice que para él eso no es un sacrificio. “Yo, como facilitador (así llaman a los del CETHA), tengo el compromiso de devolver los conocimientos que he aprendido”. Esos conocimientos buscan apuntalar el desarrollo productivo; y han permitido a los pampagrandinos, por ejemplo, poner en marcha un proyecto de apicultura para comercializar miel de abeja nativa en otros lares.
Silverio nació en Motovi, otra población del Tariquía, y hasta los 20 ayudó a su padre con las tareas del campo. “Sembraba, pastoreaba —cuenta—. Él me enseñó a trabajar fuerte. Y para mí fue el mejor aprendizaje posible”. Luego, por intermediación del CETHA, Silverio consiguió sacar el bachillerato. Lo hizo tarde, a la edad en la que uno suele estar casado y con wawas. Y hoy está tan familiarizado con Pampa Grande que hasta es capaz de impartir  lecciones de geografía local mientras conversa.   
“Esa de ahí es pampa La Paja. Esta otra, pampa El Valle. Y aquella, pampa Grande, la que le da nombre al pueblo”, señala con el dedo. Todas parecen iguales: planicies color menta que se pierden en un racimo de arbustos o en el horizonte.
“Y ésta, la pampa de aterrizaje”, ríe.
Aquí, hace varios años, parece ser que descendió con éxito una avioneta.
De retorno a las oficinas del CETHA en Pampa Grande, Silverio menciona otra vez la nueva carretera, pero ahora lo hace con vocación crítica. “Traerá explotación sobre la tierra. Se expandirá la frontera agrícola. Sacarán madera. Erosionarán los suelos, se eliminarán fuentes de agua y muchas parcelas subirán de precio. El impacto será grande. Y quizá, con los años, desaparezcan incluso todas estas pampas”.
Por el momento, los que ya han desaparecido son los peces. “Antes, uno podía encontrar diferentes especies a 10 o 15 minutos de distancia. Pero la pesca con dinamita acabó con todas ellas poco a poco. El pescado es un gran manjar, un alimento sano para los niños, muy bueno. Y ahora uno debe caminar seis o siete horas para hallar un río en el que haya ejemplares”.
Para Jaime Ríos, uno de los 15 guardaparques del Tariquía, el talón de Aquiles de la región es la falta de conciencia ambiental entre los pobladores. “La basura se quema al aire libre. Hay caza indiscriminada: a menudo, me toca incautar cueros de tigre en las mismas comunidades. Y se tala, pero luego no se reforesta. Las condiciones no son las más apropiadas y para nosotros es difícil afrontar las labores de preservación con garantías. Aquí hay riquezas inimaginables: más de 26 variedades de orquídeas, helechos arborescentes de la era de los dinosaurios, hojarasca petrificada de la época de los glaciares. Y a veces pienso que lo mejor es que nadie sepa todavía bien dónde queda todo esto”.
Para él, la ignorancia es el mejor arma para que estos tesoros permanezcan.    
El hombre volador
Hoy es sábado y Pampa Grande está de fiesta. Hay festival y se han reunido en torno al colegio muchos de los vecinos del pueblo. Llevan camisas de domingo, blusas sin arrugas, peinados perfectos. La actuación estelar viene de la mano de Evelio García —51 años, cara redonda como un queso, violinista autodidacta, tío de Silverio—, que acaba de llegar de Volcán Blanco con una mochila al hombro como único equipaje y su peculiar instrumento.
Cuentan que Evelio, hace algunos años, durante otro evento similar —aquella vez, en la comunidad de San Pedro— quiso terminar con broche de oro su interpretación y se subió a lo más alto de uno de los árboles de los alrededores con unas alas de cartón que él mismo había hecho. “Voy a volar”, anunció con solemnidad a la concurrencia. Y se lanzó al vacío como si se tratara de una pluma traviesa. Según él, logró volar. Otros aseguran que acabó con sus huesos en el río, maltrecho. Y Silverio dice ahora que seguramente la anécdota es una leyenda que de tanto que la repitieron unos y otros se volvió cierta. Desde entonces, su tío es conocido como el “hombre volador”. Desde entonces, es famoso en toda la reserva.
Cuando Evelio baja de la tarima, algunos aplauden. Y luego, animado por un vino blanco que se vende con mucho éxito en un práctico envase de cartón, Evelio toca sin parar e improvisa algunas coplas junto a una banca de madera donde se acaba de acomodar parte de su público.
“Tú ya estás viejo, Evelio. Deberías dejar paso a los jovencitos”, le jode un borracho con sombrero chapaco y un enorme bolo verde de coca en uno de sus carrillos.
“Pero si siempre vengo con músicos nuevos para lucirme”, bromea Evelio.
La historia del primer violín de Evelio, como casi todo acá, también está vinculada con el camino. Lo compró en Tarija su hermano mayor, durante una travesía que hicieron juntos. En lugar de hacerse de provisiones para un mes, tal y como les encargaron, la pareja prefirió gastar la plata en el instrumento. “Al menos, volvieron más livianos”, dice Silverio. Y luego, Evelio se convirtió en un músico de primera fila.
El sonido más característico de Pampa Grande, sin embargo, no es del violín —entre otras cosas, porque Evelio no pertenece a la comunidad—, sino el del teléfono.     
El teléfono —el único que funciona acá, ya que no hay señal de celular— queda en casa de Agustina Civila, 45 años, madre de ocho hijos.
Agustina dice que el aparato suena a cualquier hora del día o de la noche, que a veces le despierta, que trae buenas, pero también malas noticias, que ella sólo gana dos pesitos de las llamadas que hacen los vecinos desde Pampa Grande, y que no suelen reconocerle nada de nada por las que recibe de fuera. “Cuando llaman de fuera —explica—, me toca ir a avisar a la persona que buscan, a veces cerca, a veces lejos. Se trata de una carga extra que tengo que compatibilizar con las tareas del hogar, de un servicio que hago a la comunidad”.
Cuando hace viento, está nublado, hace frío o llueve, la conexión telefónica con el exterior suele fenecer durante horas. A veces, durante días o semanas enteras. Y el patio de Agustina se ve envuelto en un silencio extraño. Entonces, el único cordón umbilical que queda con las tierras que hay más allá de la reserva es el camino, como hace 100 años. 
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De Escape (La Razón/La Paz), 17/11/2013
Ilustración: Martín Elfman

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