Saturday, May 31, 2014

Su Majestad La Montaña


Pablo Cingolani
Un lugar salvaje! Tan santo y tan encantado…
Samuel Coleridge: Kubla Kan o una visión en un sueño

El kan de todos los desiertos e igual cantidad de estepas, conquistador de China y de medio mundo, el Gran Señor Gengis o Kublai Kan, tras cesar sus ardorosas guerras infinitas, ordena la construcción de un palacio único y majestuoso, “un milagro de raro diseño”, y cuya forja será sólo para estimular el placer humano. Será la cristalización del deseo absoluto, perfecto.
Más de dos siglos han pasado desde su magmático origen, y el poema de Coleridge sigue siendo uno de los más celebrados de la historia humana. “Tedy” Roosevelt, tras ejercer como el presidente del gran garrote yanqui, se aficionó a ir de cacería al Amazonas. Dicen (creo que lo leí en un libro de Bruce Chatwin), dicen que el gringo se enfermó de fiebres, ya cargado de años, en el medio de la selva, y mientras lo sacaban de allí en canoa, deliraba a viva voz y repetía como mantra y como orate: In Xanadu did Kubla Kan (En Xanadú, Kubla Kan)/A stately pleasure-dome decree (Decretó la construcción de un palacio de placer)/ Where Alph, the sacred river, ran… (Donde Alfeus, el río sagrado, corría…). Son las tres primeras líneas del poema de Coleridge. Es una imagen intensa, más allá del protagonista: tan intensa cómo morir a caballo arrastrado por las aguas de un río de la Patagonia.
Lo que es seguro es que la fama del escrito está anclada en la devoción por la naturaleza manifestada por el autor y como ésta se teje, se va tejiendo, con el anhelo del dichoso palacio, que si bien es una construcción humana, armoniza y se nutre del entorno, salvaje, santo y encantado como cité en el epígrafe. Si de adjetivar se trata, suena a gloria, ¿o no lo creen?
Así las cosas, el raro esplendor de la mansión mongola está urdido entre cuevas de hielo y gigantes cavernas, ríos subterráneos (como el  mítico Alfeo de los griegos), mares también yacentes bajo tierra, “mares sin sol” dice el poeta, conjugados con valles con sol y cedros y arboles de incienso y bosques tan antiguos como las colinas, arroyos sinuosos, vida en suma.
El casi invierno en los Andes, estos días previos a los fríos mayores, me trae saudades de este poema inmortal. Por esta cuestión de abrirse y dejarse llevar por la poética de los lugares salvajes, santos y encantados, veo el palacio del kan, veo palacios por todos lados: son las montañas.
Ha vuelto la luz y sus efectos que lo maravillan todo. El primer descubrimiento del día, y cada día, es el sol, que se trepa por detrás de los cerros. La potencia infinita de la colosal estrella es tal y tan movilizadora que te quedas en silencio pero con la boca abierta, cuando de sólo una insinuación, de sólo saberla acechando, ves su reflejo, ves ese resplandor que crece y crece y quiere estallar y se irradia, llenando el espacio de una presencia aún ausencia pero ya dueña de todo.
Un hallazgo que te estremece hasta el fin es ver que algún rayo solar se cuele entre los pliegues y las cumbres de las montañas. Entonces sucede algo tan bello y sugestivo que cuesta no enloquecerse: en medio de las sombras, irrumpe la luz, como una lanza reveladora, y no hay imagen de redención, no hay imagen que no te redima y te inspire, más penetrante que ésta.
Luego, como decía el bueno y recordado de George Harrison: ahora viene el sol. Tras que todo entró en una especie de suspensión inquietante y beatífica, tras que sentiste que todo, todo, se detenía por un momento y que ese momento de epifanías podía ser eterno y de felicidad consecuente y de eléctrica alegría en tu piel; sabiendo del desenlace, te enciendes más, te sacudes más aún: sale el sol, comienza a salir el sol por encima del filo, de las peñas, del cuerpo y la cabeza de los cerros.
Y la salida del sol, esto lo sabe cualquiera y es comprobable, siempre será una fuente perpetua de dicha. Sensación de suprema alegría. Inyección de armonía y sobre todo: de justicia. Porque esto también se sabe, y esto lo sabe especialmente el pueblo, el pueblo que camina: el sol, mi hermano, el sol, mi hermana, el sol sale para todos, Y el sol de invierno, el sol andino por excelencia, es el sol más popular de todos, sol ancestral, sol de ayllu, y por eso es el más nuestro, es más para todos, sale más para todos.
Su Majestad El Sol. Su Majestad Las Montañas. Sube el sol, trepa a los cielos y va develando los lugares salvajes, santos y encantados: vas allí con la mirada, tus ojos te transportan, la radiación del sol, lo diáfano del ambiente, delimita de tal manera el cuerpo de las montañas que estas, en su granítica consistencia, te entran por las pupilas hasta tan adentro que se anclan en el fondo de tu ser y de allí, es improbable, que si ellas se instalan, alguien, algo, pueda jamás removerlas. Su Majestad El Sol, el sol real y el Real Sol de los Andes, es el conductor del milagro: es el gran dador, te brinda –sin pedirte nada a cambio- esta maravillosa circunstancia: que dejes que Su Majestad La Montaña se apodere de vos, que te habite y que no te abandone, que no te olvides.
Y la montaña es profética. En las montañas, está acumulada, guardada, atesorada, la memoria del cosmos. Cuando ni siquiera éramos un proyecto, cuando no existíamos ni siquiera como intención, ellas ya estaban ahí. Vieron a los cometas y a las estrellas fugaces desbarrancarse sobre sus lomos, estrellarse alucinadas contra sus cumbres. Ellas saben más que nadie de caos, de conmoción, de tragedia. Por eso, son portadoras de paz. Por eso, Su Majestad no sólo es Tranquila y Serenísima, sino que apaciguan, calman, extienden su mano de piedra sobre la humanidad para que soseguemos el ritmo, demoremos el instante feliz, aplaquemos frenesís virtuales, en suma: nos dejemos de joder con tanta huevada.
Así, la tierra. Donde las vizcachas. “La región ofrece un gran interés, ya que las vertientes han sido transformadas en erosiones fantásticas, como habíamos visto en Lircay, cerca de Ayacucho, en Yanahuara, en el camino al Cuzco, en Ollantaytambo. No he encontrado nunca, en mi largo viaje, pendientes tan abruptas como al sureste de La Paz, y es curioso ver a las pequeñas mulas criollas escalando caminos por los que el hombre avanza con gran trabajo”. Así describía el viajero francés Charles Wiener el lugar desde donde escribo. Él lo recorrió en mayo de 1877. Aún la fascinación no se ha ausentado: sigue amparándose en rincones, en oquedades, en rumbos, que están allí, lejos de la carretera que ha reemplazado la travesía de mulas, benditos burros de dios.
Esas pendientes abruptas y erosionadas son lo que hoy los geólogos llaman badlands, “tierras malas”, y en su mutación permanente –son montañas que caminan, que se estiran en su búsqueda incesante de llegar al mar: es la cordillera que se lima sola; es la precordillera que se va licuando, rastros de un tiempo ido, cenizas congeladas…-, son la constatación visible y recreada del poema: el palacio de la naturaleza y el palacio del deseo espejean y se cortejan y no hay nada que lo desmienta. Coleridge Vive.
Un final propio de película: “De pronto el río se lanzó en una vertiginosa carrera cerro arriba, se estaba moviendo por las laderas del Laikakota, a Melgarejo se le metió esa agua horrenda por la boca, lo atacaron unas nauseas violentas. Vio a lo lejos la Muela del Diablo, esa extraña roca que había observado tantas veces desde su nueva residencia. De pronto se dio cuenta de que la catástrofe venía, el río se dirigía a chocar inexorablemente contra la Muela del Diablo, nada impediría esa colisión, la mole se hacía cada vez más visible y cercana…”, anotó el chileno Bartolomé Leal en su novela Morir en La Paz. Intenso el escrito, intensísima la profecía. Un apocalipsis digno de tanta belleza, de tanta pasión hecha cerro, a la medida de nuestros corazones pero sobre todo, a la medida y en ofrenda a Su Majestad. Su Majestad La Montaña.

Friday, May 30, 2014

Discurso para la ceremonia del Premio Libertad


Roberto Navia Gabriel
Me han preguntado qué significa para mí  este premio que recibo hoy. La respuesta que tengo es que la fuerza de este galardón enorme radica en que posee una trilogía que lo convierte en un bien preciado y en una cuestión de honor. Primero, quien lo entrega es la Asociación Nacional de la Prensa (ANP), una institución que agrupa a los más importantes medios impresos del país, comprometidos con el ejercicio de un periodismo independiente y de alta calidad. Labores que la convierten en una compañía indispensable para la salud de una democracia que respira los aires de una libertad de expresión a veces atormentada. 
Segundo, este premio se llama LIBERTAD, y la LIBERTAD es uno de los derechos mayores que tiene la comunidad humana y la palabra cabal que engrana con la esencia del periodismo. Y tercero, este premio apellida Juan Javier Zeballos. 
Y Juan Javier Zeballos era un señor de la palabra, un hombre que con su libreta de reportero de raza y desde la primera fila de corresponsal de Reuters narró los hechos más asombrosos que América Latina padeció después de la segunda mitad del siglo XX. Cubrió desde mundiales de fútbol hasta golpes de Estado. 
Yo tuve la suerte de realizarle una entrevista cálida en octubre de 2011, sentado él, en un sillón apacible de su departamento de La Paz, acompañado del aura madura de sus 68 años de vida. Meses después, abandonó su cuerpo cansado y su partida nos dejó huérfanos en este mundo. 
… ….
En la última casa que tiene Bolivia en su amplio altiplano, vive una pareja de ancianos. La casa es de piedra y está cinco metros antes de que termine el país y empiece un campo con minas antipersonas que fueron sembradas por el gobierno de Augusto Pinochet en el subsuelo chileno.  En esa casa vive una pareja de ancianos que olvidaron cuántos años tienen. 
“Nunca antes vino un periodista hasta por aquí”, me dijo ella. 
Hace mucho tiempo, esta pareja, cuando aún no era vieja, sufrió una desgracia. Uno de sus seis hijos pisó una mina antipersonas y su pierna izquierda voló en pedazos y tuvieron que socorrerlo en una carretilla hasta la casa de piedra.
Nunca pudieron llorar el asunto en el hombro de ninguna autoridad y cuando salieron al pueblo más cercano nadie se dio el tiempo de escucharlos. 
Ahí entendí que la libertad de expresión no es el patrimonio de un periodista, sino, el principal capital que tienen las personas olvidadas, esas que quizá nunca se toparon con un reportero o autoridad política que se lanzara a los caminos chuecos del país.
Por eso, siento que el premio que recibo esta noche, es un reconocimiento tanto al periodismo de investigación como a las historias de personas sencillas que construyen el país desde la acera de los invisibles, a los derrotados de la vida, de los que como el Coronel de García Márquez, no tiene nadie quien le escriba. 
Siento que el Premio Libertad es un reconocimiento a la crónica de no ficción y a los periodistas que, como decía Rizsard Capuscinsky, viajan en la carrocería de los camiones encontrados por casualidad y que tratan de evitar los palacios, las figuras importantes y la gran política.
Si es que mis padres no hubieran viajado casi siempre en busca de días mejores, quizá yo sería un burgués o un cajero de banco, oficios muy importantes y  respetados, por cierto. Si no hubiera tenido dos abuelas beatas que me contaban cuentos de aparecidos durante las noches de lluvia, o si no hubiera pasado mis vacaciones en un rancho oculto en algún lugar de la provincia Cordillera de Santa Cruz, donde una tía me revelaba los misterios de sus antepasados y me aseguraba que el cementerio familiar que estaba a metros de la casa, era parte de nuestras vidas, quizá nunca hubiera buscado a la escritura como una forma de exorcizar mi mundo particular que me tragaba en silencio durante mis años de niño.
Siento que este galardón es un aplauso a la prosa pensada y al reporteo profundo para no solo encontrar el qué, sino y en especial, el porqué de las cosas.  Hay un dicho que se maneja entre la gloriosa ‘fauna’ de periodistas: “Los cronistas siempre llegamos tarde, a propósito, al lugar de los hechos. Y lo hacemos para reportear sin aspaviento, para tomarnos el tiempo de mirar los ojos de las personas y de escuchar el zumbido del viento. Es que los ojos de la gente y hasta el baile del viento están cargados de historias.

… …

El periodismo boliviano ha sido tradicionalmente afectado por las mezquindades del poder, cuyo objetivo fue incomodar a periodistas para evitar que los ciudadanos gocen de su derecho fundamental a estar informados. Y las heridas y huellas están ahí, algunas ya secas y otras frescas o bajo amenaza de aparecer el rato menos pensado. 
Cuentan que el ya fallecido periodista Antonio Miranda, en 1981 incomodó al gobierno del dictador Luís García Meza y para evitar riesgos contra su humanidad dejó la ciudad de La Paz para instalar su puesto de trabajo en el departamento de Santa Cruz. Pero el olfato del sabueso se pone a prueba en todas partes y él realizó un trabajo tremendo en su nuevo escenario laboral: Denunció  mediante una investigación que piedras semipreciosas de La Gaiba estaban siendo explotadas ilegalmente, cargadas en vagones de ferrocarril bajo auspicio del gobierno militar.  
Don Antonio Miranda, por su reportaje de La Gaiba, ganó el premio internacional EFE, hoy premio Rey de España, y García Meza está preso en Chonchocoro. El año 1993, al dictador se lo sentenció  por crímenes a los derechos humanos y otros delitos, entre ellos,  porque se lo identificó como culpable por la explotación y venta ilegal de las piedras semipreciosas. 
En tiempos de democracia, el periodismo también pasó a enfrentarse a ciertos caprichos de quienes sienten que los periodistas son una mala palabra.
Recuerdo aquella vez cuando el director de una institución pública en un pueblo fronterizo, me encerró en la habitación de un hotel para decirme que él era un santo varón, y no un corrupto como yo había denunciado con pruebas en la mano. Sacó un fajo de dólares y dijo que eran para mí, en agradecimiento por creerle. Era la primera vez que intentaban comprarme. Le dije que se fuera al carajo, me dijo que no le rechazara, le dije que me abriese la puerta, me agarró de los brazos y me puso los billetes en el bolsillo de mi camisa blanca. Le tiré la plata en la cara, y él se sintió ofendido y yo salí corriendo hacia el aeropuerto. Años después lo vi en alguna calle de Santa Cruz, quise mirarle a los ojos y él me ocultó la cara. 
Otros fueron más finos en su intención por callarme y apelaron a las pasiones de bajo vientre. Un hombre al que investigaba, tuvo el mal tino de enviarme de ‘regalo’ una mujer delgada y joven que me invitaba a su alcoba. La reconocí en el acto porque la había visto de reojo con él alguna vez cuando acudí a su oficina para entrevistarlo. Ella se dio cuenta que yo no iba a caer en el juego y se alejó sin meterse en mi vida con su cabellera rubia y su minifalda. 
Existe una libertad de expresión en Bolivia, sí, pero también hay señales de que ésta, cuando no baila al ritmo de la música de los dueños de la banda,  se nota que incomoda, que molesta como si se tratara de un zapato apretado. En una democracia ideal, las incomodidades ya no tendrían que existir.  
Creo firmemente que la libertad de expresión no es un bien que se lo debamos al poder político o económico. Es un derecho natural. Así como nacemos con la piel que envuelve nuestro cuerpo, nacemos con la libertad de pensar y de manifestarnos sin restricciones. La libertad de  expresión es tan necesaria como el aire que respiramos. Nadie va a venir a decirnos que solo podemos respirar 10 o 15 veces al día, tampoco nadie podrá poner trancas a la palabra. 
… …
No sé a qué hora sucedió todo, pero con el trabajo duro llegaron los frutos y ahora estamos aquí, en esta catedral del periodismo que me abrió las puertas aquel 12 de octubre de 1998, cuando acudí a mi primer día de trabajo, cuando aún era un estudiante universitario y un periodista sin credenciales.
En mis andanzas he recibido el apoyo de quienes aquí manejan los timones de EL DEBER: de la familia Rivero que confió en mis sueños y ganas enormes por narrar este país y lo que hay fuera de sus fronteras.
Y en la amplia sala de redacción. el director ejecutivo Pedro Rivero Jordán,  y el jefe de redacción, Tuffi Aré, fueron cómplices de muchas aventuras periodísticas, de los viajes que nacieron al fragor de las revueltas de un país en vilo y de varias historias que nos ayudaron a descubrir una Bolivia remota que no aparece en los datos oficiales.  
Así es como salieron a la luz reportajes como los de Ciudad Juárez en México y Ciudad oculta en Buenos Aires, La Maldición de ser Sudaca en Europa y la explotación ilegal de oro en el rio Beni, La Corrupción sigue haciendo temblar Aiquile y tantos otros que ya no me pertenecen a mí ni al diario, sino, a todos los lectores. 
Y para finalizar, quiero agradecer a mi familia. A mi madre Blanca Silvia y a la memoria de mi padre Jorge, quienes me iniciaron en los viajes por esos caminos de herradura y de un puente colgante con tablas enclenques que había que cruzar de la mano con mis hermanos, para llegar a un rancho donde nos esperaban para intercambiar animales de corral por los víveres que mis padres comerciaban como una actividad adicional  al trabajo de carpintería con el que sostenían la casa. 
Las gracias también a mi hijo Manuel Andrés y a mi esposa Karina, la que no solo soporta mis ausencias, sino también mi presencia y que me apoya sin condiciones. 
Y gracias a los lectores, que con su fuerza silenciosa, entienden que tanto las historias de gente sencilla como las investigaciones difíciles en las que me muevo, son un mismo canto de libertad. 
Santa Cruz, 6 de mayo de 2014

Thursday, May 29, 2014

Le tourisme de masse massai ou la perte de relations humaines non marchandes


por Michel, 2 de mayo 2014

Qu’est-ce qui vous vient à l’esprit lorsque vous pensez à « massai » ?

Pour ce tour du monde, quatre écoles en Belgique nous suivent et l’un des enfants nous a demandé si nous allions voir des massaï. J’étais content que l’un de nos partenaires répondent à l’attente des enfants (et on doit bien avouer qu’on était emballé par l’idée de rencontrer des massaï). D’autant plus qu’on avait vu l’émission « en terre inconnue » en terre massaï au lake natron la veille de notre tour du monde. Wouaw, on en a plein les yeux : un village au milieu de nulle part, reculé de tout, une vie à la dure. Bon, nous avons étudié en journalisme et communication et nous avons quand même remarqué qu’il y avait des plans pris avec des grues et/ou des hélicoptères. C’était une grosse production avec l’impression que les deux comparses étaient seuls dans le village était un peu illusoire.
En fait, des massaï, il y en a plein, partout : nous avons voyagé avec l’un d’entre eux de Nairobi jusqu’à une zone avec plein de peintures de la « wildlife », proche de la frontière. Nous étions tout excité, il y en avait plein proche de la frontière, nous étions en terre massaï !
Enfin, ils ne le sont pas tous : en parlant avec une personne qui portait un tissu massaï et qui tentait de m’amener à sa boutique, je lui ai demandé s’il était massaï et il m’a répondu : « no but I lived with them for a long time », donc il se sentait légitime de porter l’étoffe massaï.

Massaï, une marque qui amène des touristes en recherche d’authenticité illusoire

« Non, pas une photo de lui, il n’est pas en rouge ». Une petite phrase anodine sortie par une agente de voyage lors d’un safari dans le Ngorongoro National Park. Un peu avant, un massaï qui s’approche de la seconde voiture, qui reçoit un billet, puis recule et pose pendant une trentaine de secondes. Pour la photo.
un massaï demande de l'argent à une voiture de safari
Après avoir reçu l'argent, le massaï pose pour les touristes
Selon notre âge et nos intérêts, nous avons peut-être vu l’un ou l’autre reportage, tantôt anthropologique, tantôt journalistique ou de divertissement sur la tribu massaï. Nous ne prétendons avoir vu toute la communauté massaï mais de ce que nous en avons vu, Massaï est devenu une marque de fabrique, un prétexte au tourisme de masse, des êtres humains « primitifs », beaux, guerriers prenant soin de leurs vaches et brebis.
Dans plusieurs lodges visités avec les agences de tourisme, nous avons rencontrés des massaï, travaillant souvent à la protection des touristes face aux animaux sauvages qui pourraient être présents dans le lodge pendant la nuit. Nous avons également eu un guide massaï au lac Natron. Deux massaï, fièrement apareillés, ont porté nos sacs à dos jusqu’à la tente. Une demi-heure plus tard, je les ai vu aller et venir dans le campement, habillé d’un t-shirt et d’un short.

Le touriste a forcément beaucoup d’argent

Un peu plus tard, Julie et moi avons décidé de visiter les alentours en allant dans la plaine, avant de retourner vers la route. Nous n’avions pas marché 100 mètres qu’un jeune enfant et sa mère un peu plus loin, arrivaient derrière nous et nous proposaient de les prendre en photo contre de l’argent. En retournant vers la route, des enfants et des mères arrivèrent à grandes enjambés vers nous : ils voulaient nous vendre bracelets et colliers, tous aussi kitch et touristiques les uns que les autres.
Une promenade en dehors du camps, dans la réserve massaï
Nous n’avions pas d’argent sur nous et surtout, nous n’avions ni besoin ni envie d’acheter quelque chose : nous souhaitions tout simplement nous promener et visiter les alentours. Au bout de 10 minutes à refuser tout, encore et encore, à changer de direction pour avoir un peu de répit, j’ai vu un homme arriver et je suis allé lui parler, lui expliquant qu’on se sentait opressés et que cela ne nous donnerait pas envie d’acheter mais que cela ne donnait pas une bonne impression sur la culture massaï, même si je comprenais que tout le monde avait besoin d’argent. Il a compris et leur a expliqué de nous laisser (du moins, j’imagine ^^). Que cela soit à Mtbo (ville à touristes entre les parcs Manyara et Ngorongoro) ou au lac Natron, les gens ne nous croyaient pas lorsque nous disions que nous étions des « broken mzungus ».
J’étais obligé de montrer le trou dans l’un de mes pantalons, mes chaussures bien usées et les aliments que nous avions achetés pour manger le soir au lieu d’aller au restaurant, pour tenter de prouver que je n’avais pas d’argent pour acheter l’une ou l’autre babiole inutile qu’on voulait nous vendre.

La culture massaï et les changements économiques

Les massaï doivent faire face à pas mal de changements culturels, politiques et économiques :
    • certains clans sont déplacés des parcs nationaux car il semble plus profitable au gouvernement d’avoir du tourisme que des massaï, parfois sous prétexte que les massaï tuent les lions alors que le braconnage n’est pas combattu plus que cela et que cela mènera à la disparition future des éléphants et des rhinocéros;
    • l’éducation, l’enseignement secondaire et supérieur devient un objectif pour certains, qui doivent dès lors payer les frais (inscription, logement, etc.);
    • le prix des hôtels, lodges et camps sont connus des locaux et ils pensent donc que les blancs ont beaucoup d’argent, et ils prennent beaucoup de photos, ils ont des beaux vêtements, des beaux bijoux.
Qu’ils aient quitté le clan pour aller travailler dans les grandes villes, ou qu’ils vivent dans les villages ou à proximité, tous les massaï que nous avons rencontrés savent qu’ils sont une marque déposée, un produit recherché. Ils recherchent à recevoir une contre-partie du tourisme de masse. Lorsque ces enfants sont venus mendier, tenir les mains de Julie pour l’amadouer, tenter de nous vendre l’un ou l’autre objet, je me suis senti très mal à l’aise et loin de l’idéologie que j’avais de la tribu massaï fière de ses traditions. Je me suis senti comme dans les souks de Marrakech ou à Ouarzazate où j’ai voyagé à vélo. Je retrouvais le même sentiment d’opression qui m’obligeait à me fermer alors que je suis venu à la rencontre des gens.
Sans doute car le tourisme de masse a perverti les relations humaines ; les blancs sont souvent perçus comme un porte-monnaie et un blanc qui prétend ne pas avoir d’argent est perçu comme un menteur. J’imagine que les ONG et les Nations Unies, qui louent des appartements hors de prix (ont parle de 6000-8000 dollars…) à Dar-es-Salaam dans des pans entiers de la ville avec que des blancs, cela n’aide pas à avoir une relation humaine dénuée d’argent.

Les vrais massaï n’existent pas ?

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Tout n’est pas du chiqué : les massaï sont vraiment des bergers. Dans la vie de tous les jours, nombreux sont ceux qui portent leur apparats typiques, ils sont polygames et ont conservés beaucoup de leurs traditions, notamment pour le mariage, les discussions lors d’un conflit, l’entraide au sein d’un clan ou encore la vie en communauté. Les massaï ont dû s’adapter à l’environnement politique, économique et sociétal ; Julie et moi sommes en recherche d’authenticité mais en tant que mzungus, présent dans une zone touristique pour une courte période, les jeux sont pipés d’avance et nous n’y avons trouvé notre compte que lors de discussions sincères avec notre guide Sabore, qui nous expliqua quelques éléments de la culture de sa tribu.
En conclusion, sachez que si vous souhaitez voir les « vrais massaï », vous en verrez mais tout comme chaque civilisation, ils ont évolué avec leur temps et les réalités sociaux-économiques : certains sont devenus banquiers, d’autres vivent dans des zones touristiques ou reculées, d’autres encore vivent dans les parcs nationaux et tels les acteurs autour du colisée de Rome, ils venderont leur image pour un beau souvenir d’une authenticité relative.
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Del blog DU MONDE AU TOURNANT

Wednesday, May 28, 2014

Un paseo por la literatura


Roberto Bolaño

para Rodrigo Pinto y Andrés Neuman

1. Soñé que Georges Perec tenía tres años y visitaba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era un niño precioso.

2. A medio hacer quedamos, padre, ni cocidos ni crudos, perdidos en la grandeza de este basural interminable,errando y equivocándonos, matando y pidiendo perdón, maniacos depresivos en tu sueño, padre, tu sueño que no tenía límites y que hemos desentrañado mil veces y luego mil veces más, como detectives latinoamericanos perdidos en un laberinto de cristal y barro, viajando bajo la lluvia, viendo películas donde aparecían viejos que gritaban ¡tornado! ¡tornado!, mirando las cosas por última vez, pero sin verlas, como espectros, como ranas en el fondo de un pozo, padre, perdidos en la miseria de tu sueño utópico, perdidos en la variedad de tus voces y de tus abismos, maniacos depresivos en la inabarcable sala del Infierno donde se cocina tu Humor.

3. A medio hacer, ni crudos ni cocidos, bipolares capaces de cabalgar el huracán.

4. En estas desolaciones, padre, donde de tu risa sólo quedaban restos arqueológicos.

5. Nosotros, los nec spes nec metus.

6. Y alguien dijo:


Hermana de nuestra memoria feroz,

sobre el valor es mejor no hablar.
Quien pudo vencer el miedo
se hizo valiente para siempre.
Bailemos, pues, mientras pasa la noche
como una gigantesca caja de zapatos
por encima del acantilado y la terraza,
en un pliegue de la realidad, de lo posible,
en donde la amabilidad no es una excepción.
Bailemos en el reflejo incierto
de los detectives latinoamericanos,
un charco de lluvia donde se reflejan nuestros rostros
cada diez años.


Después llegó el sueño.

7. Soñé entonces que visitaba la mansión de Alonso de Ercilla. Yo tenía sesenta años y estaba despedazado por la enfermedad (literalmente me caía a pedazos). Ercilla tenía unos noventa y agonizaba en una enorme cama con dosel. El viejo me miraba desdeñoso y después me pedía un vaso de aguardiente. Yo buscaba y rebuscaba el aguardiente pero sólo encontraba aperos de montar.

8. Soñé que iba caminando por el Paseo Marítimo de NuevaYork y veía a lo lejos la figura de Manuel Puig. Llevaba una camisa celeste y unos pantalones de lona ligera azul claro o azul oscuro, depende.

9. Soñé que Macedonio Fernández aparecía en el cielo de Nueva York en forma de nube: una nube sin nariz ni orejas, pero con ojos y boca.

10. Soñé que estaba en un camino de África que de pronto se transformaba en un camino de México. Sentado en un farellón, Efraín Huerta jugaba a los dados con los poetas mendicantes del DF.

11. Soñé que en un cementerio olvidado de África encontraba la tumba de un amigo cuyo rostro ya no podía recordar.

12. Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero. Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién estaba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida.

13. Soñé que leía a Stendhal en la Estación Nuclear de Civitavecchia: una sombra se deslizaba por la cerámica de los reactores. Es el fantasma de Stendhal decía un joven con botas y desnudo de cintura para arriba. ¿Y tú quién eres?, le pregunté. Soy el yonqui de la cerámica, el húsar de la cerámica y de la mierda, dijo.

14. Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa. Al intentar meterme en la cama encontraba a De Quincey durmiendo. Despierte, don Tomás, le decía, ya va a amanecer, tiene que irse. (Como si De Quincey fuera un vampiro.) Pero nadie me escuchaba y volvía a salir a las calles oscuras de México DF.

15. Soñé que veía nacer y morir a Aloysius Bertrand el mismo día, casi sin intervalo de tiempo, como si los dos viviéramos dentro de un calendario de piedra perdido en el espacio.

16. Soñé que era un detective viejo y enfermo. Tan enfermo que literalmente me caía a pedazos.Iba tras las huellas de Gui Rosey. Caminaba por los barrios de un puerto que podía ser Marsella o no. Un viejo chino afable me conducía finalmente a un sótano. Esto es lo que queda de Rosey, decía. Un pequeño montón de cenizas. Tal como está, podría ser Li Po, le contestaba.

17. Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño.

18. Soñé que Archibald McLeish lloraba -apenas tres lágrimas- en la terraza de un restaurante de Cape Code. Era más de medianoche y pese a que yo no sabía cómo volver terminábamos bebiendo y brindando por el Indómito Nuevo Mundo.

19. Soñé con los Fiambres y las Playas Olvidadas.

20. Soñé que el cadáver volvía a la Tierra Prometida montado en una Legión de Toros Mecánicos.

21. Soñé que tenía catorce años y que era el último ser humano del Hemisferio Sur que leía a los hermanos Goncourt.

22. Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una aldea africana. Había adelgazado un poco y adquirido la costumbre de dormir sentada en el suelo con la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos parecían conocerla.

23. Soñé que volvía de África en un autobús lleno de animales muertos. En una frontera cualquiera aparecía un veterinario sin rostro. Su cara era como un gas, pero yo sabía quién era.

24. Soñé que Philip K. Dick paseaba por la Estación Nuclear de Civitavecchia.

25. Soñé que Arquíloco atravesaba un desierto de huesos humanos. Se daba ánimos a sí mismo: "Vamos, Arquíloco, no desfallezcas, adelante, adelante."

26. Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra. ¿Adónde vas, Bolaño?, decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba.

27. Soñé que tenía quince años y que, en efecto, me marchaba del Hemisferio Sur. Al meter en mi mochila el único libro que tenía (Trilce, de Vallejo), éste se quemaba. Eran las siete de la tarde y yo arrojaba mi mochila chamuscada por la ventana.

28. Soñé que tenía dieciseís y que Martín Adán me daba clases de piano. Los dedos del viejo, largos como los del Fantástico Hombre de Goma, se hundían en el suelo y tecleaban sobre una cadena de volcanes subterráneos.

29. Soñé que traducía a Virgilio con una piedra. Yo estaba desnudo sobre una gran losa de basalto y el sol, como decían los pilotos de caza, flotaba peligrosamente a las 5.

30. Soñé que estaba muriéndome en un patio africano y que un poeta llamado Paulin Joachim me hablaba en francés (sólo entendía fragmentos como "el consuelo", "el tiempo", "los años que vendrán") mientras un mono ahorcado se balanceaba de la rama de un árbol.

31. Soñé que la tierra se acababa. Y que el único ser humano que contemplaba el final era Franz Kafka. En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un asiento de hierro forjado del parque de Nueva York veía arder el mundo.

32. Soñé que estaba soñando y que volvía a mi casa demasiado tarde. En mi cama encontraba a Mario de Sá-Carneiro durmiendo con mi primer amor. Al destaparlos descubría que estaban muertos y mordiéndome los labios hasta hacerme sangre volvía a los caminos vecinales.

33. Soñé que Anacreonte construía su castillo en la cima de una colina pelada y luego lo destruía.

34. Soñé que era un detective latinoamericano muy viejo. Vivía en NuevaYork y Mark Twain me contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía.

35. Soñé que me enamoraba de Alice Sheldon. Ella no me quería. Así que intentaba hacerme matar en tres continentes. Pasaban los años. Por fin, cuando ya era muy viejo, ella aparecía por el otro extremo del Paseo Marítimo de Nueva York y mediante señas (como las que hacían en los portaaviones para que los pilotos aterrizaran) me decía que siempre me había querido.

36. Soñé que hacía un 69 con Anaïs Nin sobre una enorme losa de basalto.

37. Soñé que follaba con Carson McCullers en una habitación en penumbras en la primavera de 1981. Y los dos nos sentíamos irracionalmente felices.

38. Soñé que volvía a mi viejo Liceo y que Alphonse Daudet era mi profesor de francés. Algo imperceptible nos indicaba que estábamos soñando. Daudet miraba a cada rato por la ventana y fumaba la pipa de Tartarín.

39. Soñé que me quedaba dormido mientras mis compañeros de Liceo intentaban liberar a Robert Desnos del campo de concentración de Terezin. Cuando despertaba una voz me ordenaba que me pusiera en movimiento. Rápido, Bolaño, rápido, no hay tiempo que perder. Al llegar sólo encontraba a un viejo detective escarbando en las ruinas humeantes del asalto.

40. Soñé que una tormenta de números fantasmales era lo único que quedaba de los seres humanos tres mil millones de años después de que la Tierra hubiera dejado de existir.

41. Soñé que estaba soñando y que en los túneles de los sueños encontraba el sueño de Roque Dalton: el sueño de los valientes que murieron por una quimera de mierda.

42. Soñé que tenía dieciocho años y que veía a mi mejor amigo de entonces, que también tenía dieciocho, haciendo el amor con Walt Whitman. Lo hacían en un sillón, contemplando el atardecer borrascoso de Civitavecchia.

43. Soñé que estaba preso y que Boecio era mi compañero de celda. Mira, Bolaño, decía extendiendo la mano y la pluma en la semioscuridad: ¡no tiemblan!, ¡no tiemblan! (Después de un rato, añadía con voz tranquila: pero tamblarán cuando reconozcan al cabrón de Teodorico.)

44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bosque.

45. Soñé que Pascal hablaba del miedo con palabras cristalinas en una taberna de Civitavecchia: "Los milagros no sirven para convertir, sino para condenar", decía.

46. Soñé que era un viejo detective latinoamericano y que una Fundación misteriosa me encargaba encontrar las actas de defunción de los Sudacas Voladores. Viajaba por todo el mundo: hospitales, campos de batalla, pulquerías, escuelas abandonadas.

47. Soñé que Baudelaire hacía el amor con una sombra en una habitación donde se había cometido un crimen. Pero a Baudelaire no le importaba. Siempre es lo mismo, decía.

48. Soñé que una adolescente de dieciséis años entraba en el túnel de los sueños y nos despertaba con dos tipos de vara. La niña vivía en un manicomio y poco a poco se iba volviendo más loca.

49. Soñé que en las diligencias que entraban y salían de Civitavecchia veía el rostro de Marcel Schwob. La visión era fugaz. Un rostro casi translúcido, con los ojos cansados, apretado de felicidad y de dolor.

50. Soñé que después de la tormenta un escritor ruso y también sus amigos franceses optaban por la felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.

51. Soñé que los soñadores habían ido a la guerra florida. Nadie había regresado. En los tablones de cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz transmitía una y otra vez las consignas por las que ellos se habían condenado.

52. Soñé que el viento movía el letrero gastado de una taberna. En el interior James Mathew Barrie jugaba a los dados con cinco caballeros amenazantes.

53. Soñé que volvía a los caminos, pero esta vez ya no tenía quince años sino más de cuarenta. Sólo poseía un libro, que llevaba en mi pequeña mochila. De pronto, mientras iba caminando, el libro comenzaba a arder. Amanecía y casi no pasaban coches. Mientras arrojaba la mochila chamuscada en una acequia sentí que la espalda me escocía como si tuviera alas.

54. Soñé que los caminos de África estaban llenos de gambusinos, bandeirantes, sumulistas.

55. Soñé que nadie muere la víspera.

56. Soñé que un hombre volvía la vista atrás, sobre el paisaje anamórfico de los sueños y que su mirada era dura como el acero pero igual se fragmentaba en múltiples miradas cada vez más inocentes, cada vez más desvalidas.

57. Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?

Blanes, 1994


En Tres
Colección El Acantilado
Fuente - Diciembre 2000
Foto: Hugo Villalobos


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De IGNORIA, 29/08/2013