Monday, March 10, 2014

El mapa del tesoro

Pablo Cingolani



Para los que no queremos otra recompensa de la vida que la vida misma, los mapas son otra cosa: esté tica del pasado y del porvenir, un laberinto de signos que sólo cobra sentido cuando la imagen te absorbe y vuelas -vuelas por la geografía y por tus deseos- y ya nada puede detenerte, un diamante que carece de cualquier valor, salvo el de provocarte, imantarte, lanzarte al vacío.
Pablo Cingolani

En el horizonte las montañas parecían estar
quemándose o deshaciéndose, pero él siguió
avanzando hacia ellas.

Roberto Bolaño: 2666


A Gilda Mora, arqueóloga y valiente,
y a Pedro Aramayo Baeza, por el regreso




1.

Era una noche fría y desangelada en Londres, año de 1911. En uno de los salones de la Real Sociedad Geográfica, los presentes vestían de etiqueta y fumaban habanos. Tomaban té de Ceilán o whisky. Carraspeaban. Tosían. Observaban con disimulado sigilo. Escuchaban con atención: Fawcett, un hombre que los inquietaba, estaba hablando sobre sus exploraciones en Sudamérica.
El hombre que los inquietaba decía cosas inquietantes: “Mientras tanto –Fawcett afirmó su voz y repitió llamando más aún una atención que ya estaba sobrecargada- mientras tanto (y su mente buscaba electrizar a esos caballerazos, alguno de pasado ilustre en la Nubia, la Birmania o en la Calmuquia, pero la mayoría de ellos graves señores amigos del palacio y sus moradores), mientras tanto- dijo por tercera vez, y los que bebían whisky dejaron reposar su vaso- el interior de Caupolicán, entre los ríos Heath y Madidi y otros ríos menos relevantes, permanecen en blanco en el mapa hasta el día de hoy”.
Los caballerazos se miraron entre sí y alguna comentó por lo bajo: “Fawcett está loco… ¿de qué habla? ¿Espacios vacíos en Sudamérica? Hasta donde tengo entendido sólo falta explorar la Antártida y el interior de algunas islas de la Malasia pero… ¿Terra incognita en Bolivia?”.
Como si les leyera el pensamiento, Fawcett lanzó el dardo: “He rastreado las aventuras que esperan a los exploradores que dejan a un lado los ríos y se alejan de los distritos donde se está explotando el caucho en busca de las selvas más remotas. Puedo decirles que las versiones no son exageradas. Existen extrañas bestias y raros insectos esperando por los naturalistas y hay razones, razones de fondo, para no condenar como un mito la existencia de unos misteriosos indios blancos. Hay rumores de pigmeos y de antiguas ruinas. Cercanas a la civilización, hay minas perdidas. Sobre los aborígenes de la Amazonía hay un montón de teorías, y muy pocos hechos”.
Era demasiado y todos se llenaron de estupor. Luego, les mostró el mapa. El mapa que trazó como producto de su exploración de 1910 siguiendo el curso de un río que los nativos llamaban Sonene y que alguien había rebautizado con el nombre de otro explorador: Heath. Era el mapa de un mundo perdido. De un mundo que Fawcett describía con una cada vez mayor precisión porque estaba rasgando sus velos e internándose en sus honduras.
El tiempo ha pasado, los salones de la RGS ya no albergan a corajudos como Fawcett quien fue tragado por la selva en 1925 pero el mapa y el mundo perdido que refleja su mapa siguen ahí; siguen aquí, en los valles profundos de la Amazonía de Bolivia.
El mapa está delante de vuestros ojos; el mundo perdido –año tras año, más allá de los riesgos reales y las penalidades que acarrean cada paso en el floresta inexplorada, diría Fawcett- hay que seguir buscándolo, deseándolo, ir a encontrarlo.

2.

Los mapas son inútiles.

Sólo sirven para admirarlos, para agasajar la vista, para acariciarlos por los ojos y recorrerlos con el corazón. Los mapas son eso: belleza pura, emoción contenida en busca de un derrotero, un espejo donde mirar el territorio y a, través de ese reflejo, indagar adentro de uno, recuperando huellas, propiciando y alentando al destino.

Los mapas me obsesionan desde siempre.

Cuando tenía ocho, los dibujaba con lápices de colores brillantes, azules fuertes los mares, letra menuda para los topónimos, un apetito voraz por reproducirlos, memorizarlos, marcarlos en mi alma. Cuando crecí, empecé a buscar los lugares vacíos y allá fuimos con Fabián, a caminar las fronteras, los límites de los mapas, de nuestra cultura y de nuestra actitud vital. Guardo un rosario de lugares –Iruya, Isla de Cañas, Nazareno, San Marcos, Limoncito- que son el rincón de mi espíritu al que siempre vuelvo: allí no tengo ansiedad, no tengo dudas, sólo la alegría de saberlos míos. Son la cartografía que fui construyendo con mis pies, de cara al viento, atravesando los ríos que bajaban de la cordillera y los ríos de mi conciencia, el día soleado o nevado, la tierra buena amparándonos.

Así empecé a descubrir la belleza de los mapas y su fascinante inutilidad: los mapas sólo son útiles a los malvados, a los que quieren dominar a otros pueblos, someterlos, bombardearlos; a los que persiguen rebeldes; a los que quieren apropiarse de las riquezas de la naturaleza.

Para los que no queremos otra recompensa de la vida que la vida misma, los mapas son otra cosa: estética del pasado y del porvenir, un laberinto de signos que sólo cobra sentido cuando la imagen te absorbe y vuelas –vuelas por la geografía y por tus deseos- y ya nada puede detenerte, un diamante que carece de cualquier valor, salvo el de provocarte, imantarte, lanzarte al vacío.

En estos días, de emociones mezcladas y de recuperación del riesgo –siempre hay que ir hacia el peligro, no queda otra-, navegando por la red, las circunstancias me pusieron frente a un hallazgo inconmensurable, que no cuesta nada –como todas las cosas que valen la pena- y que deseo compartir con todos ustedes: los mapas de Percy Harrison Fawcett.

Habría que decir: los mapas de Bolivia de Percy Harrison Fawcett. Habría que puntualizar: el mapa del Río Heath y el territorio adyacente de Percy Harrison Fawcett.

Carajo: yo solamente sé cuánto lo deseaba, desde hace añares, desde que nos lanzamos a la selva a seguir sus pasos. A cada amigo que viajaba a Londres le decía: por favor, esta es la dirección de la Real Sociedad Geográfica, por favor ve y tráemelo, por favor.

La otra noche, recreando el ritual eléctrico para romper el aislamiento, lo encontré y apretando una tecla, lo bajé enterito a mi computador.

Mi dios: aquí está.

Estuve esperando desde hace casi un siglo, desde cuando Fawcett lo presentó a los geógrafos del reino y ellos sonrieron satisfechos pensando en la fortaleza de un imperio al cual le quedaban horas de majestad universal.

Mi dios: aquí está.

Y leo: “Broken and mountainous country” (país accidentado y montañoso) o “Mountainous forest country” (país montañoso y boscoso) y siento que Fawcett era nuestro “countryman”, era nuestro compatriota, era otro habitante del país de las montañas boscosas, allí donde todavía resiste el alma del planeta.

Aquí está el mapa del tesoro.*

Se los obsequio porque es un patrimonio de todos, de todos los que ansían seguir buscando.

Pueden hacer dos cosas: bajarlo de la red, imprimirlo con buenas tintas, enmarcarlo y colgarlo en la pared. Es hermoso y, de seguro, quedará bonito.

O soñar, soñar con el país accidentado, con el país de las montañas –el territorio toromona-, soñar, recorrerlo con los ojos y con el corazón y tal vez, algún día, animarse a ir a buscar esos latidos del universo que aún se esconden en los pliegues de la serranía.

Para eso sirven los mapas: para imaginarnos que el mundo que está allí afuera todavía existe y que un nuevo mundo –que hay que luchar para construirlo o recuperarlo- siempre es posible.

La Paz, 31 de Marzo- 1 de abril de 2006

* Si como dice Vincent, los pueblos indígenas aislados son un tesoro cultural, éste mapa que no muestra otra cosa que el “territorio toromona”, es el mapa del tesoro.
Nota: busquen en http://physics.gallaudet.edu/charting/the-park/image/body/phfmap1.png En ese sitio, además, podrán hallar no sólo el mapa completo sino el resto de las cartas geográficas realizadas por el inglés y todos sus informes presentados a la Royal Geographical Society en la segunda década del siglo XX, que incluyen fotografías que nunca fueron publicadas. En los textos, pueden leerse los párrafos que yo utilicé en mi texto. Necesito una isla.

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Del archivo del autor

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