Sunday, September 22, 2013

Un hombre agradecido


Alonso Sánchez Baute

El mar penetra al apartamento bogotano de Roberto Burgos Cantor. Se cuela por entre las paredes de la chimenea que divide la sala del comedor, hasta ascender al pequeño altillo donde el escritor cartagenero trabaja disciplinadamente de lunes a viernes, entre las ocho y media de la mañana y la una en punto de la tarde.
El colorido del Caribe también resalta en una pared amarillo pollito y en las cortinas naranja que cubren los tres amplios ventanales de una biblioteca tapizada de piso a techo de libros de derecho, arte y literatura.
Luego de vivir en Bogotá desde hace 48 años, Burgos parece haber dejado atrás su ciudad natal hace apenas unos pocos meses: como un caribeño que se niega a ser acachacado, siempre viste con doble media y usa camisilla, camisa y suéter incluso cuando permanece dentro de su casa.
Roberto Burgos es un hombre de cabello salpimentoso, cortado casi al rape, y ojos achinados atrincherados detrás del marco rectangular de sus lentes de pasta café. Con una estatura que no sobrepasa el metro sesenta y cinco, tiene pinta de oriental: alguien fácilmente podría confundirlo con un viejo tibetano. Además del físico, le ayuda su actitud: sereno, calmado, de mirada tranquila y el andar sosegado del Dalái Lama.
De afinado verbo, tiene un reconocible pero exquisito acento costeño muy marcado, no solo por las palabras que utiliza sino por el ritmo y la manera como las enfatiza. No se come las letras, ni canta las frases. Habla de forma proustiana, como echando un cuento al que lo habitan muchos recovecos.

Aureliano
Al interior de Colombia se estereotipa al costeño como una persona mamagallista, desabrochada, de camisas floridas y mirada musical. Guardan en el imaginario los rasgos fuertes, impulsivos, apasionados de un José Arcadio, olvidando el carácter taciturno, retraído, solitario de un Aureliano. Es claro: si fuera Buendía, Burgos Cantor haría parte del segundo bando: una persona melancólica, reservada, pensativa.
La vida no le aprieta: es un hombre sin conflictos con un punto de tristeza en su mirada. Así ha sido siempre. Desde niño. Cuando ya sabía que el destino le tenía los hilos marcados y nada hizo por contradecirlo.
Nació en la Clínica Vargas, en el barrio que queda detrás del castillo de San Felipe, entrando por El Cabrero hacia Torices, donde habitaban mulatos de clase media, educados y con cierta concepción de vida e independencia económica. Es el mayor de los hermanos. Luego vino Sonia, que nació un año después que él (en 1949); Beatriz, Javier Alonso, que vive en Francia, y otra mujer, María Consuelo. Todos dedicados hoy a la docencia.
Los Burgos, tan comunes en las sabanas de Bolívar, descienden directamente de una española llamada Manuela que llegó al país en calidad de ‘sobrina’ de un cura de apellido Berástegui, quien con el tiempo montó un ingenio azucarero en cercanías a Ciénaga de Oro. Fals Borda se refiere a ambos en Historia doble de la Costa, dejando constancia de que, antes del Burgos, esta parentela debería llevar el Berástegui.
El papá de Roberto trabajaba como juez cuando el historiador Eduardo Lemaitre le propuso fundar el Departamento de Humanidades de la Universidad de Cartagena, donde permaneció hasta su muerte, a pesar de que conservaba una oficina de abogado para satisfacción profesional. La mamá, quien se educó para ser maestra pero nunca ejerció, era de Turbaco, pero de ascendencia cundinamarquesa.
El matrimonio Burgos Cantor era amigo cercano de Zapata Olivella y de Rojas Herazo, escritores frecuentes en el hogar que recuerda Roberto de su niñez. Había en su casa, en fin, un ambiente intelectual.
El padre de Burgos Cantor era buen lector. Tenía una extensa biblioteca –que él devoró antes de la pubertad– con obras del existencialismo francés, de Joyce, de Fray Luis de León, Cervantes y Lope de Vega. Y había también literatura contemporánea: “Kafka, una preciosa novela de Pasolini que se llama Muchachos de la calle, y bastantes poetas: Neruda, Zalamea, Gaitán Durán, Cote Lamus, León de Greiff”.
Estando en quinto de bachillerato, Burgos tuvo que recibir clases extras de trigonometría con el maestro Jaime García Márquez. De carambola, conoció a su hermano Eligio, quien de inmediato se convirtió “no en mi mejor amigo sino en mi propio hermano”. Fue así como tuvo acceso a la biblioteca que Gabriel García Márquez legó a su hermano menor, a quien trataba como a su hijo mayor.
En ella Burgos conoció a “Virginia Wolf –novelas y el diario–, a dos Passos, a Faulkner, a Rulfo e, incluso, La ciudad y los perros y a un autor argentino ahora en alza: Daniel Moyano”.

Cartagena
Para entonces los Burgos Cantor vivían en El Cabrero, el barrio al margen del Corralito de Piedra que un siglo antes acunó a Rafael Núñez y ahora mostraba decadencia. Incluso a la ermita se le había roto la torre, por lo que la misa dominical había que celebrarla en la sala de la casa de quien fue cuatro veces presidente de Colombia.
Como esos escritores que, antes que de la imaginación, echan mano de una memoria esplendente, Burgos también recuerda del barrio donde creció: “Había unas cinco casas grandes, con patios que daban al mar; un par de casas más contemporáneas, con pisos de granito y dos plantas. Y a un personaje que parecía llegado de Haití o Jamaica, el único varón que salía al malecón, desplegaba una mesa al lado del carbón hirviente y planchas de hierro. Era cobrizo, muy moreno, creo que era sastre. Todas las tardes salía a planchar sin camisa. Allí también había un embalsamador, el señor Giacometti, y unos muchachos que en las mañanas salían a la playa a vender fritos que hacía en un solar del barrio una negra llamada Agripina. A ellos les prestaba mi bicicleta y a cambio me regalaban un frito. La vida era muy democrática. No había entonces eso que ocurrió después, el factor excluyente, discriminatorio”.
Cartagena era entonces una ciudad silenciosa de casonas abandonadas y paredes blancas pintadas con cal. Luego todo cambió: la ciudad pasó a ser un cruce de calderetas, convirtiéndose en esa especie de apartheid que padece ahora, donde conviven al tiempo las casonas más costosas del país junto a la pobreza más miserable.
Esto sucedió estas últimas décadas, cuando Burgos Cantor ya no habitaba entre sus calles luego de partir a Bogotá, a mediados de los sesenta, a estudiar derecho en la Universidad Nacional.
Desde entonces escribir era lo que quería.
No lo hacía para combatir el aburrimiento o la infelicidad de la cotidianidad sino porque era lo que el cuerpo le pedía: una necesidad natural que no necesita razones ni explicaciones. Su padre lo sabía luego de leer, por infidencias de su madre, una serie de cuentos que Roberto escribió en el bachillerato.
Uno de ellos, sobre violencia en el campo, Zapata Olivella lo publicó en la revista Letras Nacionales y fue conocido por Policarpo Varón, un escritor bogotano que le alabó a Burgos la factura impecable, llenándolo de más autoconfianza. Otro fue publicado en Cali, en una antología de cuentistas.
A pesar de la vocación, su papá le aconsejó adelantar alguna carrera de la cual pudiera vivir mejor. Se decidió por el derecho en tiempos cuando esta facultad “incluso tenía cursos de literatura, no opcionales sino obligatorios. Recuerdo las clases sobre Gogol y sobre Dostoyevski, con un profesor joven recién llegado de Francia, de apellido Posada, que era del Valle. Y en el entorno estaba Marta Traba, Francisco Posada, Carlos Rincón.
Cada semana había un debate sobre algo, que iban desde Baudelaire hasta Bertolt Brecht. Era un mundo muy rico culturalmente… Y ahí estaban la residencia, la cafetería, el cine en el Centro Nariño, en el gran momento del cine europeo, con Bergman, con toda la nueva ola francesa. Uno vivía como en un micromundo”.
Los disturbios vinieron después. “Tengo la imagen de unos días tristes. En uno de ellos, unos discursos entre los comunistas jóvenes y los comunistas chinos jóvenes, que terminaron tirándose piedra, y una cosa estremecedora que fue una mañana en que llegamos a clase y habían puesto encima de la cafetería central el cadáver de un estudiante –Carvalo– eso nos marcó mucho. Nos entristecimos. A él lo habían tiroteado en el centro, acusado de ser un enlace del ELN. En ese momento algo se quebró, algo comenzó a dañarse”.
Estudiando abogacía conoció a Dora Bernal en la facultad de Física. Los casó el párroco de la universidad, Alfonso Rincón, quien era el ayudante de Camilo Torres. “Van 43 años de matrimonio sobre las olas de muchos naufragios. Cuando sacamos cuentas, en el entorno de amigos hay muchas separaciones o separaciones que nunca volvieron”.
Ya casado, hizo unos semestres en Filosofía, los cuales coinciden con la fecha en que engendró a su hijo mayor, Javier Alejandro, quien –casualmente– veinte años después se graduaría como filósofo (también es poeta, y hoy hace parte de un programa con el Distrito). Luego vino Pablo Nicolás, que estudió cine en la Nacional, hace documentales y trabaja con Rocío Londoño en un tema de memoria nacional. Ambos muchachos ya están casados.
“Soy un abuelo fértil”, sonríe orgulloso Roberto al mencionar a sus tres nietas.

Primero estuvo la literatura
En 1969 ganó su primer premio literario: el Concurso Nacional de Cuento, convocado por el periódico Pizarrón, de la Javeriana. Cuatro años después se alzó en Cúcuta con el Premio de Cuento Jorge Gaitán Durán. Pero la literatura no le daba para la cuchara, de modo que entró a la burocracia estatal.
Antes pensó en ser maestro, como todos sus hermanos, pero se dio cuenta a tiempo de que el trabajo podría consumirlo, impidiéndole dedicarse a lo que realmente quería hacer: escribir.
Fue entonces cuando un amigo de su padre, Jaime Angulo Bossa, lo llevó a la nómina de la Superintendencia de Notariado y Registro. Allí logró organizar el tiempo para regresar temprano a casa a leer y escribir. Cuando pensó que estaba listo para jalarle a una novela, al poco tiempo de arrancar se quedó sin gasolina.
Debió esperar hasta principios de los ochenta, con tres periodos vacacionales acumulados, para finalmente aunar fuerzas, encerrándose en el apartamento desocupado de una de sus hermanas en Barranquilla, y concentrarse en la escritura, “Anunciándolo con bombos y platillos a todos los amigos para obligarme a regresar con un trabajo entre las manos”.
Así nació Lo amador. Siete cuentos que narran la historia de esos personajes –boxeadores, mecánicos, modistas, reinas de belleza–, con los que Burgos solía toparse, y esos sitios por donde cada tarde se aventuraba al desplazarse entre su casa de El Cabrero y el Liceo La Salle, donde estudiaba.
Eligio García Márquez y Ernesto Sábato, en compañía de Roberto Burgos Cantor.

Eliminando lo que él llama “la posdata social”, a partir de entonces Burgos Cantor supo combinar la burocracia que le dio de comer con la escritura que lo llenó de placer. Lo fácil sería decir que lo hizo de forma kafkiana, dando a entender la vida triste del escritor que debe padecer de la burocracia para sobrevivir, pero es hora de torcer el cuello a esta mirada: tristes más bien son los burócratas que carecen de esperanzas para subsistir.
De esta forma, como en el eterno retorno, por la Superintendencia de Notariado y Registro entró y salió en tres épocas diferentes de su vida. No fue su único cargo público. Trabajó en la ESAP, bajo la dirección de Marino Henao; en Focine, bajo órdenes de María Emma Mejía, durante el gobierno de Belisario, y estuvo un par de veces en la nómina diplomática: dos años en Panamá y tres en Viena. Ambas veces bajo la mirada amistosa de Noemí Sanín.
Se dice que hay dos clases de escritores: los que escriben bajo un impulso, se sientan y hasta que no acaban la novela no vuelven a levantarse –“Como le ocurría a Sábato, tal cual recuerda Roberto, que solo trabajaba cuando le llegaban las ideas–, y otros que tienen una rutina y lo hacen día tras día. Y ahí están Vargas Llosa y García Márquez, “con esa lealtad a la escritura que ya sabemos cuán agradecida les ha resultado”. Burgos Cantor también hace parte de este segundo clan.
Para escribir El patio de los vientos perdidos, su primera novela, se encerró durante dos años en los que vivió de los ahorros, las cesantías y la complicidad de Dora, su mujer. La olla se raspó antes de terminarla, de modo que durante los capítulos finales debió volver a emplearse.
Luego vino un libro de cuentos –De gozos y desvelos– y otra novela, Pavana del ángel, a la que le dedicó todas las tardes cuando vivió en Panamá, mientras que durante la estancia en Viena escribió la colección de cuentos Quiero es cantar. “Me gusta mucho escribir cuentos, pero uno entra a veces en esa necedad de darle contenido utilitario a los gozos. A ese gozo con el cuento le encontré algo que ha resultado muy útil: como es un trabajo muy preciso, de relojería, me sirve para apretar las novelas”.
Toda la obra de Burgos Cantos narra un universo propio donde los protagonistas son siempre Cartagena y el lenguaje caribe. Lo que marca la cresta de su ola literaria, hasta el momento, es La ceiba de la memoria, Premio Casa de las Américas José María Arguedas 2009. Fue publicada con un tiraje inicial de 25.000 ejemplares, y va en su cuarta edición.
Ahora que no ejerce ningún cargo burocrático, ha variado su horario de trabajo. “Prefiero la mañana. Tiene la ventaja moral de quitarme la angustia de no haber terminado el día, sino que luego ya puedo hacer lo que quiera. Disciplinar el tiempo de la escritura tiene una enorme ventaja: la rutina es agradecida”.
Cien años de soledad, que algunos académicos internacionales describen como la Biblia de América, “tiene ese destino particular de algunas novelas de volverse la interpretación de un país”, sin permitir que los flashes desvíen las miradas. Al igual que ha sucedido con los escritores de la generación posterior a García Márquez, la literatura de Burgos Cantor no ha sido valorada. A pesar de las holgadas credenciales de que goza el escritor cartagenero, a su obra no le ha llegado por completo su hora. No hay duda: merece más.
 
El aliento
En Señas particulares, Burgos cuenta la historia de su estadía en Bogotá y retrata a los amigos que más alentaron su vocación de escritor. Como su papá, quien murió cuando finalizaba la escritura del libro, más cuatro importantes escritores: Ernesto Sábato, Álvaro Mutis, José Viñals y, por supuesto, Gabriel García Márquez, a quien Burgos Cantor siempre menciona como Gabriel, es decir, como alguien de quien no necesita presumir cercanía llamándolo Gabo, pues ha sido su amigo desde la juventud.
Según el testimonio de Burgos, lo conoció de la mano de su hermano Eligio. “Antes de que saliera Cien años de soledad me pidió que acompañáramos a Gabriel a recoger un cheque en Buchholz, que le entregó Nicolás Suescún, como pago por un fragmento de la novela”.
Pero lo que selló la amistad fue la publicación de Lo amador, ocurrida al regresar García Márquez de Estocolmo. En un almuerzo en casa de Roberto, mientras le echaba mano a una bandeja de patacones, Gabriel le dijo: “Ningún escritor dijo de mi primer libro que era bueno, y menos si ese escritor era un Nobel”.
La amistad con Sábato, en tanto, surgió porque Eligio quería entrevistar al gran narrador argentino sobre el tema de la ciencia. “Entre ambos hicimos un cuestionario kilométrico al que yo le adicioné preguntas literarias. Después de eso, por algún tiempo conservamos una correspondencia muy fluida”.
Álvaro Mutis ya era amigo suyo cuando salió publicada su novela El patio de los vientos perdidos, cuyo manuscrito Burgos le había enviado cuando aún no la terminaba. En un encuentro casual en la Biblioteca Nacional, Mutis le dijo: “Tengo que pedirle una cosa. Yo quiero hacer la nota de contratapa porque este es un país que conozco muy bien y lo primero que van a decir es que esa novela es garciamarquiana, y no tiene un carajo que ver. Pero eso no lo puede decir usted sino yo”. Y así se hizo.
Roberto a secas
De Burgos se dice que es un escritor de culto; que es de pocos amigos, pero muy amigo de sus amigos; que es un hombre generoso con los recuerdos positivos; que es noviero y tiene una hija en Argentina, a la que desconoce su esposa Dora; que a pesar de los tantos años de habitar en Bogotá, lo sigue deslumbrando la comida de su tierra –los pescados de mar, el arroz con coco, el mote de queso–; que tiene una “deformación que puede costarle le expulsión eterna de Cartagena, al considerar como el mejor dulce la pasta de mango que hacen las Goenaga en Santa Marta; y que es sobrecogedoramente tímido ante los medios.

En fin
Se dicen pocas cosas de Roberto Burgos, porque es alguien arisco para las páginas sociales: nunca lo han deslumbrado los focos ni las bambalinas. Vive como de tapadillo, haciéndole el quite a las polémicas y evitando cazar peleas con intención de atraer los flashes. Tampoco le interesan los entresijos del poder. Es más bien un hombre casero dedicado a su trabajo y a la escritura que desde niño asumió como su razón de vida. Y no cree que algún día vuelva a vivir en Cartagena.
“La exclusión cada vez está más marcada. Tenemos ese elemento foráneo que se va apropiando del territorio ya ocupado y va excluyendo. Los nuevos historiadores –jóvenes muy buenos en sus trabajos investigativos que han revalidado la historia– han dado como consciencia de eso, pero ya se perdió la inocencia y ahora se está listo al enfrentamiento”.

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De El Heraldo (Colombia), 21/09/2013

Fotografía: Roberto Burgos Cantor

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