Thursday, August 15, 2013

SE BUSCAN DEMÓCRATAS EN LA CÁRCEL MÁS PELIGROSA DEL PERÚ


Una crónica de Daniel Alarcón
Fotografías de Aníbal Martel
Traducción de Jimena Talavera
Para entender un lugar como Lurigancho, es mejor no fijarse demasiado en palabras como «cárcel» o «preso» o «celda», o en las imágenes que estas provocan. Los siete mil cuatrocientos hombres que viven en la mayor y más conocida prisión del Perú no usan uniforme. No se pasa lista ni hay hora de dormir. Cualquier control que las autoridades de la prisión tienen dentro de Lurigancho es nominal. Aseguran la puerta de la prisión y casi nada más. Los veinte pabellones del complejo pueden dividirse en dos secciones: los presos en mejores circunstancias viven en El Jardín, los pabellones con números impares. El verdor se marchitó hace tiempo, pero conserva el nombre y el prestigio. Numerosos residentes llevan las llaves de sus propias celdas y deambulan con libertad por la prisión como les plazca, aunque algunos prefieren no abandonar la calma relativa de su territorio. El otro lado de Lurigancho es conocido como La Pampa, los pabellones pares, hogar de miles de acusados de asesinato y hurto. La densidad aquí puede llegar a ser el doble de la de El Jardín, las condiciones insalubres y a menudo violentas. El penal de Lurigancho está a nueve kilómetros del centro de Lima, pero es un espejo de la vida de la ciudad. La Pampa está organizada en barrios; cada pabellón corresponde a un distrito de la capital. Los pabellones componen un mapa imaginario del mundo criminal de Lima —uno para San Martín de Porres, otro para La Victoria, otro para San Juan de Miraflores, y así—, y cada sección sirve de comité de bienvenida, grupo de apoyo y escuela para los jóvenes delincuentes que tienen la mala suerte de llegar ahí. El Jardín y La Pampa están separados por una pared alta de ladrillo y un estrecho callejón conocido como El Jirón de la Unión, cuyo homónimo fue alguna vez el paseo más aristocrático del centro colonial de Lima. La versión de aquí es un mercado al aire libre donde uno puede cortarse el pelo y comprar jabón, baterías, hojas de afeitar, camisetas viejas, drogas y chupetes. Durante el día, el callejón está plagado de los «sin zapatos», el ejército de presos drogadictos de Lurigancho que no pertenecen a ningún pabellón. Cada noche más de doscientos de estos hombres no encuentran dónde dormir. En Estados Unidos hay seis presos por cada guardia; en Lurigancho, cada guardia se encarga de unos cien hombres. Por eso las autoridades suelen hacerse de la vista gorda cuando se trata de contrabando de drogas, alcohol, televisión por cable y celulares: son comodidades que hacen tolerable la vida en prisión. Las drogas ayudan a sobrellevar el hacinamiento y mantienen a una población inquieta en una nebulosa apacible. «Es la única forma de controlar a estas bestias» me explicó un traficante de drogas.Él encontraba aterrador pensar en Lurigancho sin su dosis diaria. Las sobredosis son comunes, pero sólo hay sesenta y tres doctores para los cuarenta y nueve mil presos en el sistema penitenciario peruano, y sólo un puñado está asignado a Lurigancho. Por las puertas de la prisión entra suficiente alimento como para dos escasas comidas al día, pero todo lo demás —desde el mantenimiento hasta la disciplina y la recreación— es responsabilidad de los hombres encerrados. Cada pabellón tiene un jefe, una figura superior en el bajo mundo de Lima cuya autoridad es incuestionable. El Pabellón Siete de El Jardín, que reúne a traficantes internacionales de droga, es la excepción.
El Pabellón Siete alberga a hombres que han viajado por el mundo, tienen múltiples pasaportes y hablan varios idiomas. El estándar de vida aquí refleja la relativa opulencia de esta élite. Los narcotraficantes son hombres de negocios que aceptan como dogma que la mayoría de los problemas pueden resolverse, o evitarse, con dinero. La mayoría son peruanos de las regiones selváticas productoras de coca, pero también hay otros: hombres de China, Holanda, Italia, México, Nigeria, España, Turquía. Las paredes del patio muestran la diversidad de sus residentes: mapas pintados de la Unión Europea, logos de equipos de fútbol colombianos, murales que celebran la vida en la selva, uno de los cuales muestra un minúsculo biplano, el emblema del narcotráfico, que flota muy alto sobre las verdes y arboladas colinas. Hay presos de casi treinta naciones, y van desde un desafortunado aspirante a mula que nunca pasó la seguridad del aeropuerto hasta el experimentado traficante de cocaína que cumple con paciencia su tercera o cuarta sentencia en su tercer o cuarto país. También hay presos comunes, hombres traídos al pabellón para trabajar. El resultado es una cultura única y cosmopolita —en Lurigancho, pero no de Lurigancho—, una comunidad protegida dentro de una prisión. Como los casi cuatrocientos presos aquí no obedecen a las jerarquías del mundo criminal de Lima, ni les interesa, en el Pabellón Siete no se impone un sólo jefe. Aquí hay democracia.
Llegué la mañana de un domingo de marzo de 2011 y encontré un ánimo muy festivo en el Pabellón Siete. La campaña anual para elegir a un nuevo gobierno estaba en marcha. Santos1, el sociable candidato que encabezaba la Lista # 2, iba de puerta en puerta con su compañero, Virgilio, el próspero dueño de la pollería del pabellón. Sus oponentes postulaban a un hombre llamado Barrios como delegado, pero la Lista # 1 estaba controlada en realidad por Avi, un traficante israelí. Cada lista tenía media docena de puestos: delegados de comida, disciplina, economía, cultura, deportes y salud, además de subdelegados en cada una de estas áreas. Varios presos llevaban camisetas de campaña —blancas con una estrella azul, o rojas con letras amarillas que decían «SANTOS Y VIRGILIO, VOTA POR UN CAMBIO». Habían afiches de campaña forrando las paredes, algunos diseñados para imitar las primeras planas de periódicos locales, otros citaban encuestas ficticias. Uno mostraba el dibujo de una vieja raqueta de tenis de madera y la frase «¡NO MÁS RAQUETAS», la jerga para las inspecciones policiales. Estas son tan inusuales, y el concepto de «contrabando» tan flexible en Lurigancho, que cada raqueta es vista como una ofensa al orden establecido, y el síntoma de un mal delegado. La última, en enero, había conmocionado tanto a la población, que se convirtió en un tema de campaña. Santos y Virgilio habían organizado una fiesta el día anterior a mi llegada, y aún colgaban por el patio banderas multicolores adornadas con el número 2. Un puñado de hombres sin camisa desmantelaba el escenario donde había tocado una banda del pabellón vecino. Santos y Virgilio incluso habían hecho arreglos para que bailarinas de afuera se unieran al show; mujeres voluptuosas que habían impresionado al electorado. Mientras sonaba la música y ellas bailaban, Santos había ido de mesa en mesa, estrechando las manos de sus compañeros de pabellón y sus familias que estaban de visita, pidiéndoles sus votos. Después de todo, así se ganan las elecciones, ya sea en prisión o en las calles. La fiesta había sido, según todos los indicios, bastante exitosa.
Después de la fiesta, Avi había estrenado una nueva tanda de afiches de campaña hechos a mano:
Visité Lurigancho por primera vez con la esperanza de enseñar una clase de escritura creativa, y recorrí toda la prisión en un intento casi fallido de reclutar alumnos. En ese entonces, Lurigancho albergaba a casi un cuarto de los presos del Perú y la aglomeración había alcanzado un punto de crisis. La prisión, construida para alrededor de dos mil hombres en un área del tamaño del Maracaná, se había convertido en el hogar de más de once mil. Se vendían navajas abiertamente, así como pipas para crack, ingeniosas fabricaciones hechas con fragmentos torcidos de metal. Hombres delgados y con el torso desnudo se desplomaban contra las paredes, cubiertos de cicatrices, con la mirada baja y ausente de los drogadictos. La tuberculosis se multiplicaba. En Lurigancho no se recolecta la mayor parte de la basura —unas treinta toneladas por semana—, y los presos más pobres se alimentan hurgando por estos desechos en busca de cualquier cosa comestible. Una bufanda gris colgaba de una vieja antena de radio, la bandera no oficial de la prisión. Era el recuerdo de un preso drogadicto que había escapado de la clínica psiquiátrica, se había subido a la antena y se había ahorcado. El amontonamiento era tan severo, que cientos de ocupantes vagabundos construyeron con su dinero un vigésimo primer pabellón de alojamiento informal. En la mayoría de las prisiones, si los presos tuvieran acceso a martillos, concreto, ladrillos y palas, los podrían usar para escapar. Cuando visité el Pabellón Veintiuno, encontré a los residentes construyendo una pared alrededor de su nuevo hogar para tener un lugar seguro al anochecer.
El gobierno prohibió la entrada de nuevos presos en julio de 2009. Desde entonces la población ha disminuido casi cuarenta por ciento. Esto es tanto un gran alivio como un serio problema. Ahora Lurigancho es un lugar más tranquilo y algo más seguro para cumplir una condena. Pero como gran parte de la economía de la prisión depende de los visitantes y del dinero y provisiones que llevan, también es un lugar bastante más pobre. La dura realidad del encarcelamiento es que, mientras más tiempo estés adentro, es más probable que se olviden de ti. «El primer año, hasta tu perro y tu gato vienen a visitarte» me dijo un hombre. «Después de eso estás solo». Menos presos nuevos significa menos visitantes, lo que a su vez se traduce en presupuestos más ajustados para el mantenimiento y la seguridad. El agua se acaba con frecuencia, la sobrecargada red eléctrica se avería cada dos o tres días, y no se pueden pagar las reparaciones más importantes.
La crisis económica también ha llegado al Pabellón Siete. Con la excepción de unos cuantos presos muy ricos, todos los hombres de Lurigancho, incluso los más drogadictos, deben hacer algún trabajo para sobrevivir: hay pintores, albañiles, electricistas, masajistas, abogados, doctores y cocineros. Una estructura de clases bastante rígida existe junto al sistema democrático del pabellón: algunos hombres viven solos en relativa opulencia, mientras otros comparten una celda, uno pagando renta al otro, o ambos pagando renta a un tercero. Si no pueden pagar eso, los presos hacen su hogar en El Gran Hermano, llamado así por el reality televisivo. Allí unos treinta y cinco hombres duermen en literas triples bajo un techo agujereado en condiciones más parecidas a la vida en La Pampa. Aún más pobres son los que viven en La Candelaria, un espacio estrecho y sucio detrás de la cocina, que es más un hueco de drogadictos con catres que un área habitable. La mayoría de estos hombres, conocidos como «rufos», son adictos al crack, hombres delgados y de apariencia enfermiza que estafan o roban para drogarse. Son la mano de obra barata del Pabellón Siete, responsables de gran parte del trabajo doméstico y del mantenimiento. Un tercio de estos hombres no debería vivir ahí, pero son aceptados como «residentes» condicionales. Limpian las celdas de los presos adinerados, trabajan en los numerosos restaurantes del pabellón y barren el patio todas las noches. Si el consumo de drogas de un rufo se sale de control, si roba o se pelea, se arriesga a que lo expulsen. Los miércoles y sábados —días de visita— un rufo que no se haya bañado y afeitado no puede estar en el pabellón para no asustar a mujeres y niños. Y cuando los ricos reciben visitas, los rufos bien afeitados y la clase trabajadora del pabellón atienden a los visitantes. Les sirven comida y bebida, llevan mensajes y paquetes pesados de la puerta de la prisión al pabellón. Pero el buen comportamiento no les da todos los privilegios de la ciudadanía: algunos no pueden votar. Algunos de los extranjeros, cuyas familias están lejos, alquilan sus celdas a presos más pobres que no tienen un lugar privado para una visita conyugal. El dinero es el alma de la prisión, por lo que, aunque la aglomeración había bajado, y Lurigancho era más habitable, nadie celebraba. Para ambos candidatos, la extrema situación económica sería el tema más urgente.
Cuando Murat —un kurdo conocido por el pabellón como el «Iraquí»— llegó a Lurigancho, no sabía nada de español. Pero ahora, cinco años después, hablaba lo suficiente como para postular a delegado de economía de la lista #2. Era alto y delgado, con un rostro angosto y cabello oscuro amarrado en una severa cola de caballo. Tenía un tatuaje borroso de una estrella en el brazo izquierdo. Había aprendido español por necesidad. No había otros kurdos o árabes con quienes hablar. «Dos kurdos —dijo—, y controlaríamos toda la prisión». Aunque para estas elecciones estaban en bandos opuestos, Murat y Avi eran amigos, por lo que Murat me llevó a ver al cerebro y principal impulsor detrás de la Lista #1. El israelí nos recibió en su celda con aire acondicionado con una advertencia: no tenía tanto que decir sobre las elecciones. «Odio la política», dijo Avi, con los brazos abiertos, mientras se encogía de hombros. Su sonrisa me dijo otra cosa: era la exagerada sinceridad de un actor que intenta que su expresión sea visible para el público hasta en las butacas más baratas. Avi llevaba un par de zapatillas Nike nuevas, pantalones de buzo azules, una camiseta blanca, y un kipá coronaba su cabello corto entrecano. En una repisa de madera sobre su cama había una foto enmarcada de sus dos hijos adultos: un recordatorio de la vida que lo esperaba en Tel Aviv. Me sorprendió mirando y explicó que, aunque su hija estaba comprometida, se negaba a casarse hasta que él pudiera estar en la ceremonia. Avi frunció el ceño. Llevaba once años y cinco meses de una sentencia de veinte años. El israelí ofreció un cigarro al iraquí, y, mientras la celda se llenaba de humo, los dos hombres se sumieron en una apacible conversación sobre el futuro del pabellón. Un peruano bajito y de rostro rechoncho llamado Morales se unió a nuestro espontáneo salón político. Les pregunté: «¿Alguna vez un extranjero ha sido delegado?». Recordaron a un nigeriano llamado Michael, que ascendió al puesto después de que transfirieran a un delegado peruano. «¿Cuándo?», pregunté, y guardaron silencio. Ninguno lo sabía con certeza. En prisión, los días, meses y años con frecuencia parecen mezclarse: ¿2003, 2004, 2005? Y, en realidad, ¿qué importaba ahora que el nigeriano había sido liberado? Pero sí recordaron una cosa: había postulado para la reelección, y perdió. «Un extranjero no puede controlarnos», dijo Morales, con un toque de orgullo en su voz. El candidato de la lista #1 insistió en que su rol en las elecciones era menor: «No tengo razón para ser parte de esto. El ganador de estas elecciones tiene que ser el pueblo. Necesitamos agua y electricidad, no problemas con la policía». Los oponentes de Avi, Santos y Virgilio, proponían subir los impuestos para combatir el déficit presupuestario. Cada residente del pabellón pagaba tres soles a la semana para el mantenimiento y la seguridad. La tradición era que cualquiera que llevara más de siete años estaba exento. La Lista # 2 acabaría con las exenciones e introduciría un nuevo sistema: de uno a siete años pagarían tres soles; de siete a diez, dos soles, y más de diez, sólo un sol. Para Avi esa propuesta era una crueldad, una falta de comprensión de las realidades del pabellón. Su campaña había llenado el Pabellón Siete de afiches que decían «¡NO AL SHOCK!». «Yo puedo pagarlo», dijo Avi, «pero hay gente aquí que no puede. ¿Cómo les vas a cobrar?» Avi tampoco confiaba en las intenciones de sus oponentes: «¿Por qué organizaron una fiesta?», preguntó. «Para hacer que la gente gaste dinero». Hacer campaña era una necesidad, pero su lista tenía un rumbo distinto: donarían una cena de pollo a la brasa aquella noche a todos en el pabellón, caballero o rufo, ciudadano o residente, una celebración de cierre de campaña. Habría pollo hasta para mí, si quería. Le pregunté, medio en broma: «¿Será pollo de Virgilios?» Avi sonrió. «De afuera», dijo. No compraría el pollo a su oponente. 
El pollo de Richard trajo una singular innovación a la escena de restoranes de Lurigancho: el delivery. Antes de la crisis económica, Richard vendía cerca de 120 pollos  por semana, trabajando solamente los días de visita y tomando órdenes de todas partes de la prisión. Esos eran los tiempos fuertes, cuando Lurigancho rebosaba de dinero hasta reventar: cuando cada día de visita era un carnaval. Apenas podían sostener el ritmo del negocio. Ahora Richard vendía la mitad.
Sin embargo, estaba tan identificado con este restaurant que mucho del material de campaña de la Lista 2 deletreaba su nombre con una "'s" extra. Richard era, en el fondo, un emprendedor. Delegados previos habían hecho lobby para obtener su apoyo, pero hasta 2010, cuando sus co-conspiradores fueron liberados, haciendo que su propia libertad de pronto pareciera posible, siempre se había negado a participar en política.
-Ahora quiero dejar algo detrás mío -me dijo Richard- Quiero dejar mi marca aquí.
El mismo espíritu emprendedor que Richard trajo a la campaña fue el que lo hizo ingresar a Lurigancho. Se hizo adolescente en Tocache, un pueblo rural muy importante en el tráfico de drogas del Perú, en un momento en que el negocio estaba en plena marcha. La coca crece fácilmente en esa región: tres cosechas al año y, de acuerdo con los traficantes con quienes hablé, apenas hay que cuidar de las plantas. Un hombre inteligente y joven como Richard podía hacer toneladas de dinero. No creía ser un criminal -todos en Tocache estaban involucrados en el negocio. "Era normal", me dijo. Richard cosechaba y procesaba su propio cultivo, que le vendía a colombianos; además, era dueño de una discoteque y de dos comedores en el pueblo. El día de su arresto, un conocido vendedor de paya había sido robado en Tocache. La policía buscaba al ladrón e inspeccionaba cada vehículo que pasaba. Y sucedió que el camión de Richard cargaba treinta y cinco kilos de cocaína.
Pepe había sido arrestado en Lima en noviembre de 2006, después de trabajar por años como piloto, volando cocaína procesada hacia Colombia. Alto, de hombros anchos y encantador, era ideal para la ocupación. No me costó nada imaginar a Pepe volando plácidamente sobre la infinita cuenca del Amazonas. Lo principal, me dijo, era calcular bien el combustible; suficiente para llevarte a destino, pero no mucho más. Cada pulgada libre del avión debía ser rellenada con el producto. Ahora Pepe había cumplido cuatro años de una sentencia de doce. Como Richard, compartía su historia sin orgullo, amargura o vergüenza. Tampoco se regodeaba en el lamento del prisionero, esa larga, nostálgica lista de todo lo que han perdido -mujeres, casas, autos, dinero, libertad. Los dos estaban, hoy, asentados en el Pabellón 7, su hogar, y estaban decididos a ganar la elección.
Pepe estaba al tope de la fórmula, pero en verdad se estaba presentando a dúo con Richard. En todo el pabellón, los posters incluían ambos nombres y el slogan de su plataforma oficial decía: "Si triunfamos, es porque somos un equipo".
Pepe defendió su plan de terminar con las exenciones. Todo el mundo iba a tener que pagar.
***
Desde los techos de Lurigancho se puede sentir cierta paz o incluso soledad al mismo tiempo que se puede apreciar el tamaño y la precariedad del lugar. El contorno de los edificios de tres pisos de la prisión se recorta contra los afilados dientes de la montaña. La ropa aletea en las cuerdas, los gallos graznan impacientes en sus gallineros, e internos sin camisa duermen bajo el brillante sol. El humo se eleva de pequeñas fogatas mientras los hombres realizan intrincadas cirugías para reparar sillas de plástico rotas; hay tanques de agua de tamaños extraños, cables de alargue y docenas de antenas de televisión improvisadas -una invención local armada con palos de escoba, botellas de gaseosa y largos tubos fluorescentes. Cada pabellón tiene por lo menos un interno conocido como "techero" que cuida el techo y lo protege de ataques. Esto parece muy sencillo en una fresca tarde de verano pero uno se imagina lo solitario y escalofriante que debe ser en una fría y húmeda noche de invierno. Cuando visité la prisión, los pabellóns de El Jardín estaban agregando un metro de ladrillos a las paredes que los protegían de La Pampa y también le estaban agregando alambre de púa al muro.
En la distancia están los vecinos de Lurigancho: los más recientes y más frágiles puestos de avanzada de ese universo en expansión que es Lima, villas improvisadas que cuelgan de las montañas desafiando la lógica y la gravedad. El transporte desde y hacia la ciudad es difícil. La mayor parte de la economía local está basada en sostener la vida dentro de la prisión, un mercado cautivo de miles que deben alimentarse y vestirse y ser mantenidos. Los martes vienen comerciantes, la mayoría mujeres, que empujan sus carros hasta la entrada. Los traen llenos de provisiones: latas, bolsas gigantes de arroz y vegetales, junto con cualquier clase de contrabando que logren hacer entrar. Los miércoles y sábados la calle que lleva a la puerta de la prisión está cerrada al tránsito y llena de vendedores. Los visitantes a la prisión pueden conseguir zapatillas, artículos de tocador, paquetes de primeros auxilios o incluso un tatuaje del nombre de su amado antes de entrar.
Los techeros pueden ver a sus vecinos en las colinas y sobre el camino, y para ellos incluso esta desolada vista puede ser embriagadora.
-A lo mejor podés reservar un terreno para mi -me dijo un joven guardián de techo, señalando las villas que suben las laderas de las montañas justo fuera de los muros de la prisión. Él había sido criado lejos de Lima, en Puno, cerca de la frontera con Bolivia, y pasó poco tiempo en la capital antes de su arresto.
-Pero tienes que apurarte -me dijo- Para cuando salga, va a estar lleno.
Conocí al más experimentado techero del Pabellón 7, Efraín, en su última semana dentro de la prisión. Iba a ser liberado el sábado siguiente, después de casi una década encarcelado por asesinato. Hablamos de la elección, pero no estaba muy interesado; después de todo, su vida real iba a comenzar en unos días. Su esposa se había ido con otro hombre, y ahora ella y su amante se habían marchado del país anticipando la liberación de Efraín. Sabían exactamente de lo que era capaz. Efraín también lo sabía, y estaba ansioso.
-Le ruego a Dios no encontrarme con ella -me dijo. Su ancha cara cuadrada tenía una expresión de angustia- Si vuelvo a caer una vez más, moriré aquí.
Efraín llegó por primera vez a Lurigancho cuando tenía dieciocho años, en 1985, en la época que un interno llama "El tiempo del cuchillo". En aquellos días Lurigancho estaba superpoblada y abandonada y en un constante estado de guerra. Las pandillas representantes de diferentes distritos de Lima peleaban por el control de la prisión y los tiroteos eran comunes -entre pandilleros de barrios enemigos o entre los internos y las autoridades de la cárcel. Hasta el día de hoy existe un arsenal impresionante escondido dentro de Lurigancho -pistolas, rifles, incluso granadas- pero entonces estas armas eran parte de la vida diaria. A la hora de comer, cada pabellón enviaba hombres con machetes y caños para escoltar la ración desde la puerta de la cocina hasta el pabellón. Los techeros estaban armados con pistolas y casi todas las mañanas se recolectaban cuerpos del Jirón de la Unión. Las pandillas de La Pampa a veces secuestraban a hombres de El Jardín y los mantenían prisioneros hasta que se arreglaba un rescate. Efraín recuerda un Pabellón Siete débil, hogar de un puñado de traficantes provincianos varados en Lima, hombres cuya única opción era invitar a un criminal local a que liderara el pabellón y lo protegiera.
Probablemente no sea una coincidencia que la consolidación del sistema democrático del Pabellón Siete -que data de fines de los 80- vaya de la mano del ascendente poder del narcotráfico peruano. Había más extranjeros encarcelados que traían con ellos dinero y conexiones. Si un peruano de provincias tenía poco interés en las rivalidades de los criminales limeños, un colombiano o un argentino o un francés estaba aún menos interesado. Estos eran hombres acostumbrados a vivir bien. No querían controlar la prisión: querían vivir con dignidad. Poco a poco, el Pabellón Siete empezó a mejorar.
Efraín estaba originalmente en La Pampa y vio crecer la fortuna del Pabellón Siete desde lejos. Al principio de su encarcelamiento más reciente se ubicó en el Pabellón 6, que entonces estaba controlado por internos del distrito San Martín de Porres, de Lima. No hacía mucho que Efraín estaba ahí cuando fue acusado de querer desbancar al jefe. Fue echado, sin lugar adonde ir. Estuvo sin techo por un tiempo. El único Pabellón en Lurigancho que podía aceptarlo era el 7. Un hombre de su reputación y experiencia podría proveer la siempre útil protección.
Efraín descubrió una nueva forma de vida.
-Al principio no me acostumbraba. La gente estaba demasiado relajada y yo venía de un mundo muy violento.
Peleó constantemente, fue expulsado más de una vez, pero con el tiempo empezó a entender la cultura de su nuevo ambiente. En La Pampa, explicaba Efraín, la calma se mantiene con violencia, o la amenaza de la violencia.
-En el Pabellón Siete no te atacan, son pacíficos. La gente aquí es más educada. Tuve que aprender a comportarme.
La prueba de que había aprendido era su posición como techero. Incluso por estos días no hay una ocupación más importante para la seguridad del pabellón. Toda la población confía en el techero: cuando duermen, el techero es sus ojos y sus oídos. Si hay problemas, debe ser el primero en dar la alarma. Que a Efraín, un refugiado de La Pampa, se le haya confiado esta posición era un testamento de su integración a la cultura del Pabellón. Estaba justificadamente orgulloso de sí mismo. Había encontrado un hogar.
Mientras tanto, la vida en La Pampa ha permanecido violenta y difícil. En noviembre de 2010, un hombre fue asesinado a puñaladasen el Pabellón 12 sólo tres días después de su llegada. El pasado febrero, una pelea entre bandas rivales en el Pabellón 20 dejó siete heridos y un muerto de herida de bala. Poco después, el antiguo jefe del Pabellón 10 fue derrocado. Y una tarde en marzo, el encargado de la disciplina del Pabellón 6 casi fue matado a golpes mientras docenas observaban. Ese hombre iba a salir en libertad al día siguiente.
***
El tradicional punto más alto de la temporada de campaña del Pabellón 7 ocurre en la noche anterior a la elección, cuando la comunidad se reúne en el centro abierto del edificio, en los balcones de los pisos segundo y tercero, para escuchar los discursos de los candidatos. Este evento, llamado el balconazo, provee la oportunidad de exponer las ideas directamente frente a los votantes.
A la hora señalada los hombres comenzaron a reunirse y una febril sensación de anticipación llenó el Pabellón. Las cuerdas de ropa fueron rápidamente limpiadas de pantalones y remeras para que todos pudieran tener una vista sin obstáculos de los procedimientos. La noche había caído y el calor había aflojado. Los parlantes atronaban con pop de los 80 y aunque yo no estaba seguro de qué preludio musical esperaba, ciertamente no era "Keep On Loving You" de REO Speedwagon. Un miembro del comité electoral probó el micrófono y su reconocible acento colombiano hizo eco en el pabellón. Yo me quedé en el segundo piso, mientras los hombres me empujaban para elegir su lugar en el balcón. Desde mi punto panorámico podía ver dentro de una celda del tercer piso, que tenía la puerta abierta, a un hombre barrigón en camiseta que pintaba cuidadosamente una montura dorada en un caballo de cerámica negra. Cuando todo estuvo listo, se apagaron las luces del Pabellón, lo que sacó a los rezagados de sus celdas. Un llamado resonó en el patio, y los hombres se amontonaron, hombro con hombro. Los más jóvenes y ruidosos se estacionaron en el tercer piso: habían venido acompañados de tambores y trompetas. La única pregunta era cuál de las Listas había pagado por sus servicios. En Lurigancho, como en las calles de Lima, el entusiasmo en una reunión política es una mercancía que puede ser comprada y vendida como cualquier otra.
La organización era simple: un discurso de cinco minutos de cada candidato, seguido por una respuesta de tres minutos. El primero fue Barrios de la Lista 1, un traficante de piel oscura, menudo, de un pueblo minero llamado Cerro de Pasco. Usaba una camisa negra, había optado por no usar la remera blanca con la estrella de David de la campaña, diseñada por Avi. La multitud saludó a Barrios con un aplauso ligero cuando tomó el micrófono. Tosió. "No soy muy bueno leyendo", anunció, y explicó que uno de sus socios daría el discurso en su lugar. Hubo un murmullo, un momento de confusión, hasta que Carlos, cabeza del comité electoral, intervino y dijo que esto no estaba permitido. Cada candidato debía leer su propio discurso. La multitud se burló y Barrios pareció haber sido tomado por sorpresa; con  cierta reluctancia, tomó el micrófono otra vez. Silbidos desde el tercer piso, después silencio, o lo que se define como silencio en un lugar como Lurigancho. Barrios reunió sus papeles frente a sí nerviosamente y empezó a leer en voz baja, vacilante, como lo haría un niño. Pude distinguir sólo una línea de su discurso. "El problema del agua", balbuceó Barrios, "será resuelto".
Pepe, en contraste, fue recibido con un rugido por la multitud y arrancó con una chicana para su oponente: "Hoy yo fui personalmente, puerta a puerta, a hablar con cada uno de ustedes sobre mi plataforma. No mandé a un chico a hacerlo".
Los rufos enloquecieron, batieron sus tambores, gritaron.
"Tengo un negocio. Ya no tengo que trabajar ilegalmente", dijo Pepe, una referencia al rumor, repetido con frecuencia, de que Avi no había dejado atrás su vieja vida. Mientras la multitud aclamaba, Pepe sonreía confiado. Advirtió sobre el achique de las remesas. Sin internos nuevos, dijo Pepe, no ingresaba dinero, pero el Pabellón no necesitaba inversiones privadas, sino buena administración. Esto fue lo más cerca que estuvo de mencionar su controversial plan de prescindir de las exenciones de impuestos, pero dada la algarabía que venía de la galería del tercer piso, sentí que podía salirse con casi cualquier cosa.
Las respuestas fueron menos dramáticas. Después de su desastrosa apertura, Barrios tuvo más suerte hablando con el corazón. "¡Ustedes me conocen!", dijo y repitió esta idea una y otra vez, casi diez veces en solo tres minutos. Había un timbre de súplica en su voz, como si sintiera que el carisma de Pepe era un truco solapado. Esta vez los rufos lo alentaron.
Pepe, por su parte, contraatacó con algunas burlas más, pero invirtió la mayor parte de su energía en elogiar a los hombres del Pabellón y a la democracia: "¡Mañana ustedes van a decidir!", dijo y fue aplaudido. "¡Los invito a que me elijan!"
Cuando terminó, me acerqué al frente, donde encontré a Avi y Barrios rodeados de sus partidarios. Barrios asintió tímidamente pero no dijo nada cuando le pregunté si creía que las cosas habían salido bien. Avi, imperturbable como siempre, contestó por su compañero, gesticulando hacia el grupo de jóvenes que lo rodeaban: -Si ellos están contentos, yo estoy contento.
Un partidario de la lista 1 le había puesto una de las remeras blancas de campaña a uno de los perros del Pabellón; el animal, de aspecto nervioso, había sido ubicado sobre la mesa de pool y ahora lloriqueaba y caminaba de una punta a la otra hasta que uno de los hombres lo tomó entre sus brazos. Las piernas delgadas del animal dejaron de temblar cuando se relajaron contra el pecho del interno. Los partidarios de Barrios empezaron a corear el nombre de su candidato -"¡Ba-rrios! ¡Ba-rrios!"- y él los reconoció levantando tentativamente una mano. Se sentía menos como un grito de manifestación que como un intento de levantarle el ánimo a Barrios y en cualquier caso no duró mucho. Desde el otro lado del Pabellón llegó la respuesta -"¡Pe-pe! ¡Pe-pe!"- y momentos después los cánticos cayeron en un ritmo idéntico, cancelándose mutuamente.
***
Esa tarde me senté en el patio con algunos hombres, incluyendo un peruano que se presentó como Julio. Había emigrado años atrás a Europa, donde él y algunos compañeros encontraron trabajo robando buses de turistas japoneses que iban del aeropuerto a las ciudades. Fue impreciso cuándo le pregunté en qué lugar de Europa, pero sí me dijo que era un trabajo fácil y bastante lucrativo, y que nunca mató a nadie ni fue atrapado. Una vez se metió en problemas portando un pasaporte brasileño falso y cuando se compararon sus huellas digitales, lo relacionaron con un delito de drogas cometido quince años atrás en Perú. Y, de pronto, estaba de vuelta en casa. Julio se reía cuando relataba este giro de los acontecimientos, asombrado, de la misma manera que un atleta experimentado hablaría de un principiante que lo había derrotado de manera inesperada pero contundente.
Julio había sido sentenciado sólo a veinte meses en Lurigancho. Un artículo del código penal peruano llamado «criterio de conciencia» permite a los jueces sentenciar al acusado sin evidencia, de acuerdo a su «sensación» de culpabilidad. Fue esta dudosa pero común herramienta legal la que hundió a Julio. Después de todo lo que había hecho, después de tanto zafar, aquí estaba, encerrado, por la intuición de un juez. Tenía una sonrisa tan cándida que resultaba difícil imaginarlo con un arma en la mano, asustando de muerte a un bus lleno de turistas japoneses. Pero el juez había visto ese germen de violencia, y si no vio eso exactamente, vio 
algo.
-Me miró a los ojos y me dijo “eres culpable”- me contó Julio. Había admiración en su voz, se sentía orgulloso de que hubiera hecho falta un juez peruano para atraparlo- ¡Pero no había evidencia! ¿Cómo adivinó? ¿Tienen entrenamiento especial?.
La energía del balconazo se había disipado. El tiempo de gritar había pasado y en esta noche clara algunos hombres jugaban a las cartas, otros a los dados y otros caminaban por el patio, una ociosa caminata nocturna en un espacio confinado y atestado. La televisión de 42 pulgadas del pabellón, comprada para el Mundial 2010 por los delegados salientes, había sido sacada afuera y atronaba con una comedia norteamericana doblada ante una docena de rufos narcotizados.
De acuerdo a las reglas diseñadas por el comité electoral, la campaña finalizaba la medianoche del día de la votación. Unos diez minutos antes de la medianoche, un rufo se paró junto a nuestra mesa con un nuevo panfleto de Barrios y Avi. En el tope, en letras grandes, se leía la frase DEUDA CERO y al final, el número 1 con una X tachándolo. Mientras sostenía el documento entre mis manos, me di cuenta del movimiento a mi alrededor: se estaban pegando nuevos posters en las paredes del patio, todos con el enigmático nuevo slogan. La Lista 1 prometía cancelar las deudas de todos. Aún más, el desordenado panfleto argumentaba:
“Barrios puede ofrecer esto porque tiene el apoyo de gente con dinero, inversionistas con experiencia en la delegación y no chicos nuevos que quieren una primera oportunidad para hacer experimentos. La otra lista no respetará a compañeros que gozan de la exención y que llevan presos más de siete años, ni a los viejos. Todos pagarán y obligarán a pagar las deudas pendientes”.
La última sección, subrayada para enfatizar, decía: “
Barrios no tiene que hablar mucho para trabajar y hacer mejoras en el pabellón. Menos palabras. ¡No hay otro! Vote Lista 1”.
Leí el panfleto de vuelta, más que un poco impresionado. Julio lo consideró brillante. Su risa resonó en el patio. Pregunté si podía conservar el panfleto para mi archivo. Le dio una última mirada apreciativa y me lo dio. Ya me había contado su plan: lo liberarían el siguiente año, se iría a Europa y no volvería jamás. El voto de mañana sería el último en su tierra natal.
Grupos de hombres se habían reunido en el patio para leer la provocativa nueva oferta de Barrios. Incluso con las luces bajas, se los podía ver asentir.


La votación se hizo en el gimnasio del pabellón, un area del patio aislada por una cadena a modo de valla. Era otro día cálido y luminoso y ambas campañas habían ubicado largas mesas justo fuera del área de votación para que ellos y sus partidarios pudieran observar los acontecimientos desde lejos. Barrios, Avi y su gente se sentaban en las mesas blancas, Pepe y Richard en las rojas, pero las dos filas estaban tan cerca y la atmósfera era tan de convivencia que uno sentía que los bandos opositores eran ramas levemente competitivas de una misma familia. El perro de la noche anterior apareció usando, ahora, una remera sucia de la Lista 1 y los partidarios de Pepe fingieron enojo. “«¡La campaña se acabó!”, gritó alguien , mientras otro hombre escribía el número 2 en un papel y lo pegaba al lomo del perro con cinta adhesiva. Todos se rieron, salvo el perro.
A las diez de la mañana, cuando la votación comenzó oficialmente, había una cola de más de treinta hombres. Los llamaban de a uno para que entraran al gimnasio donde, rodeados por posters de Arnold Schwarzenegger y Jean- Claude Van Damme, fondo musical de Queen y Peter, Paul and Mary y bajo la atenta, terriblemente seria supervisión de tres hombres del comité electoral y representantes de cada campaña, los internos del Pabellón Siete emitían su voto. Cada hombre recibía una lapicera y una boleta impresa en papel amarillo. En el rincón del cuarto una sábana anaranjada colgaba de las barras de un aparato de pesas, a modo de cortina. Cuando se corría, el votante desaparecía y emergía un momento después, ya terminado su deber civil. La boleta doblada iba a una caja de zapatos de cartòn y el votante registraba las huellas digitales de su pulgar antes de irse. Los miembros del comité tachaban su nombre y llamaban al siguiente.
Hay algo especial acerca de las elecciones, una innegable sensación de optimismo en la cola de ciudadanos que esperan pacientemente para tomar una decisión. Cada voto emitido en el Pabellón 7 representa un puñetazo que no será dado, una bala que no volará.
En el pabellón los rufos dormían, los solitarios preferían el silencio y los extranjeros se buscaban para poder conversar en sus lenguas nativas. El almuerzo fue anunciado por una alarma y los hombres hicieron fila para chequear sus tickets antes de recibir la comida. La pesada lona de plástico se inflaba en la brisa de verano. Los techeros mantenían la guardia atentos a los enemigos, con un ojo esperanzado puesto en los polvorientos barrios que se veían a la distancia. Estos hombres, ciudadanos de una docena de países, que hablaban diez o doce lenguas, han diseñado, sin ayuda o guía desde afuera, una forma pacífica de autogobierno que han sostenido por más de dos décadas -incidentalmente, más tiempo que las elecciones democráticas del Perú. Les pregunté a docenas de presos sobre los orígenes del sistema del Pabellón 7 pero ninguno los recordaba. Mientras el resto de la prisión resuelve sus problemas por la fuerza, en el Pabellón 7 forman fila y emiten votos. Mulas, traficantes, intermediarios y los inocentes -un hombre, un voto.
***
El último voto se emitió a las cuatro de la tarde y después empezó el recuento. El jefe del comité ubicaba los papeles amarillos en pilas. Era una situación tensa. Las elecciones en el Pabellón 7 típicamente se deciden por una diferencia de menos de una docena de votos.
Si me preguntaban a mí, yo hubiera predecido que ganaban Avi y Barrios. Sentía con seguridad que la oferta de borrar las deudas personales haría una diferencia crucial. Pero estaba equivocado. El electorado demostró mucha madurez --por cierto, más de la que se ve en las calles. La pila de votos para Richard y Pepe creció. Aún más: fue aplastante. Cuando terminó, el margen fue de más de sesenta votos, un nuevo record.
Alvaro, el representante de campaña de la lista 1, estaba hosco y serio. Cuando finalizó el primer recuento, cada representante recibió la pila del otro, para que pudieran verificar los votos uno a uno. Siempre hay un puñado de votantes primerizos que escriben fuera de las líneas, firman con su nombre o apuntan slogans de campaña en la parte de atrás. De acuerdo a las reglas, esos votos se impugnan.
Alvaro revisó la pila de la lista 2, aparentemente resignado a la derrota, hasta que de repente dejó de contar. Encontró un voto ilegible. “Esto está arreglado”, anunció. “Has contado mal. No puedo participar de esta farsa”.
Hubo silencio por un largo momento y entonces Carlos, jefe del comité, trató de razonar con él. Descarta todos los votos que quieras, le dijo. El objetivo de que los cuentes es que puedas corregir nuestros errores. Pero Alvaro no cedía. Quería que toda la elección se anulara por un sólo voto.
Nadie sabía qué hacer. Durante veinte minutos hubo un parate. Afuera, los votantes empezaron a expresar su impaciencia. Silbaban y gritaban por resultados y el sonido se elevaba y caía en oleadas. Carlos estaba frenético y la tensión era muy alta. ¿Y si Alvaro se levantaba y se iba? ¿Y si se negaba a firmar? Incluso aquí, entre los civilizados y pacíficos hombres del Pabellón 7, ¿podíamos estar seguros de que nada sucedería? ¿Habría un golpe? ¿Un gobierno interino? ¿Este experimento democrático finalmente fracasaría?
Tras un impasse de casi media hora, Carlos estaba preparado para anunciar el ganador, con o sin el consentimiento de la Lista 1. Apuntó un largo y acusador dedo en dirección a Alvaro: “Si hay problemas, te consideraré el responsable”.
Este último comentario pareció conmover la resolución de Alvaro. Vaciló, sacudió la cabeza y después, como si estuviera haciendo un favor, empezó a contar la pila de votos que todavía estaban frente a él. Tiró tantos como pudo. El comité electoral lo observaba fijamente.
Todo lo demás sucedió muy rápido. Se preparó la proclama oficial y todos firmaron. Momentos más tarde, el comité estaba en el patio. Carlos se subió a una mesa y anunció el triunfo de la Lista 2. Un grito alegre salió de la multitud. El patio estaba repleto y el clima era celebratorio. Los miembros del comité se habían puesto de acuerdo en no mencionar el mal momento del recuento pero el rumor ya estaba suelto. Alvaro estaba parado tímidamente al lado de Avi y Barrios, mientras Pepe se trepaba a la mesa para agradecer a sus partidarios. El Pabellón 7 rugió.
“¡No los voy a defraudar!”, gritó Pepe.
En ese momento, los techeros del Pabellón vecino cortaron las cuerdas que mantenían en lo alto esa parte de la lona. No nos dimos cuenta al principio, sólo sentimos una sombra. Levanté la mirada para ver a los techeros sonriéndole al patio. Quizá era su manera de burlarse de sus vecinos democráticos. La lona cayó lenta y elegantemente, como un globo desinflado. El patio empezó a despejarse. La elección había terminado.
***
Fui al Pabellón 7 al día siguiente y me encontré en la entrada con un nuevo equipo de guardias. La transición había comenzado: los jefes de disciplina salientes entregaron las llaves momentos después de anunciados los resultados. Pepe y sus hombres estaban en la oficina de la delegación, repasando los libros. Había cerca de 1300 soles de cuotas sin pagar --las deudas que el panfleto de campaña de Barrios había prometido condonar-- además de pilas de facturas por comida y materiales de construcción. La reapertura del baño del segundo piso había sido una de las promesas de Pepe, pero una gotera fue descubierta en el cielorraso. No había contado con este gasto extra y ya estaba sintiendo resistencia a su plan de austeridad. “Vamos a tener que hablar con la gente”, dijo Pepe. “No sé cómo vamos a convencerlos”. El nuevo líder del Pabellón 7 parecía cansado. Dormía poco. Algunos hombres se habían emborrachado la noche anterior y Pepe había tomado su primera decisión disciplinaria a las 5 de la mañana, cuando expulsó a los infractores del pabellón durante veinticuatro horas. Lo esperaba un año de este tipo de estupideces.
Eventualmente salí al patio, donde las sillas y las mesas habían sido bajadas del techo en preparación para el día de visita. Una banda tocaba para los internos y sus invitados mientras las familias reunidas por un breve lapso disfrutaban una comida, una risa, un baile. Parecía menos una prisión que un club social en una tarde de verano. Los restoranes del pabellón estaban muy activos, con los rufos haciendo de mozos, corriendo entre las mesas. Un titiritero actuó para los chicos, su creación de miembros fláccidos balancéandose al son de la música. Unos pocos chicos se habían inclinado por el patio de juegos que, con una hamaca y un tobogán, se había armado al lado del escenario donde tocaba la banda, en un cuadrado de sol. Un chico se destacaba de los demás, jugando con un trompo, lanzándolo hacia el piso de cemento del patio, después, agachado, envolviéndolo en la palma de su mano cuando giraba. Cada vez que lograba esta hazaña, corría a mostrársela a sus padres, que estaban sentados juntos, sin hablar, mirando jugar al chico, con las manos perezosamente entrelazadas.
Vi a Avi sentado a la mesa con dos mujeres jóvenes y un amigo llamado Tito, que también había estado en la lista perdedora. Avi me llamó. No habíamos hablado desde el anuncio de los resultados y cuando vio que me acercaba, levantó un puño en el aire. Sonreía ampliamente.
-¡Gané!- gritó.
Avi insistió en que los acompañara a almorzar. En cuanto al resultado de la elección, explicó, no estaba molesto en absoluto. Después de todo, los problemas del pabellón no eran suyos. La deuda no iba a ser perdonada, al menos no por él, pero le veía el lado bueno:
-Ahora puedo ahorrar el dinero que tenía pensado gastar.
Esto era motivo suficiente de celebración.
Tito, de no más de treinta años, se había candidateado como delegado de deportes de la Lista 1. Era una posición que había ocupado antes: sus responsabilidades hubieran incluido organizar los torneos de fútbol del pabellón y abrir y cerrar el gimnasio. Como a Avi, no le importaba haber perdido. Su hermano se había candidateado para la misma posición en la lista de Pepe y Richard.
-¿Competiste contra tu hermano?- le pregunté, pero a Tito no le parecía para nada extraño. Era sólo una elección y, de todos modos, toda su familia estaba en prisión. Su padre vivía en el Pabellón 7 y su hermana estaba en el penal para mujeres de Lima, en el otro lado de la ciudad.
La banda -un timbalero, un tecladista y un cantante- repasaba un repertorio maníaco de salsa local y hits de cumbia. Un español vagaba entre las mesas, haciendo trucos de cartas para las familias visitantes, en busca de una propina. Todavía era joven y atractivo, aunque un poco lento, pero consumía drogas y a menos que pudiera controlar su hábito, le esperaban horrores. La mayoría de las mesas lo echaban, y cada vez el español agachaba la cabeza y se iba sin protestar.
Un rufo trajo mi almuerzo a la mesa, un plato de pescado y arroz. Avi le agradeció, le puso una moneda en la mano, y el hombre desapareció.
La banda saludó a Tito y sus invitados -después de todo, estaban usando sus instrumentos de percusión- y él les respondió con un aplauso desganado. Un momento más tarde, el titiritero llegó a nuestra mesa. Balanceó su títere un poco, pero lo que realmente quería, me di cuenta, era mi almuerzo a medio comer. Yo no estaba muy hambriento, así que se lo ofrecí. El hombre se puso el títere bajo un brazo y agarró el plato con la otra mano. Nos agradeció profusamente y después encontró un lugar donde sentarse a unos metros: de cuclillas, la espalda contra la pared. Se comió las sobras muy rápido, con las manos.
La banda tocó “Como si nada”, un hit local sobre corazones rotos, y las chicas de la mesa cantaron a coro, siguiendo el ritmo con los pies, con la esperanza de que Tito o Avi las invitaran a bailar. Pero ninguno de ellos lo hizo. Tito le había echado el ojo al titiritero hambriento. Me dijo que encontraba muy perturbadora la pobreza y desigualdad del Pabellón. Un día, continuó, afuera en las calles de Lima, un ex convicto del Pabellón 7 se había cruzado con un rufo, años después de la liberación de ambos. Tito frunció el ceño. Era una historia que tipos como él, los ricos del Pabellón 7, contaban con horror: el rufo recordaba toda la humillación y el maltrato que había sufrido adentro, día tras día, días como este, mendigando comida y cosas peores. El rufo asesinó al ex convicto ahí mismo.
-Es terrible -dijo Tito, poniendo de cabeza el viejo clisé de la prisión- Afuera somos todos iguales.
Del otro lado de la mesa, Avi me llamó.
-Perdón, Daniel –dijo- Necesito pedirte un pequeño favor.
-Claro- respondí.
-Tengo que enviar dos libros a Israel -su rostro estaba muy serio- Un paquete pequeño. ¿Podrías hacerlo por mi?.
El convicto traficante de drogas israelí me observó, mantenía su expresión adusta. La banda tocaba, fuerte y chillona y yo no sabía qué decir. Empecé a tartamudear una excusa, pero Avi me paró y rompió en una sonrisa.
-Está bien –dije- muy gracioso.
La mesa ciertamente pensaba que era muy gracioso. Tito y las chicas se rieron, también. Arriba, en la oficina de la delegación, Pepe y sus hombres trabajaban para salvar al Pabellón del colapso económico. Afuera, la fiesta seguía.
-Te voy a decir algo -dijo Avi- No hay lugar como el Pabellón 7. Esto es el Paraíso.

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De ETIQUETA NEGRA (Perú), 12/07/2013



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