Friday, April 12, 2013

Elogio del mal cine


Raúl Tola

La Lima de los años ochenta no fue el mejor lugar para vivir, en especial para un niño. La ciudad donde crecí era aún más hostil que hoy, y estaba sumida en el caos, la pobreza y la desesperanza. A la catástrofe económica se sumaba otra más siniestra: el terrorismo, que desangraba el país y empezaba a cercar la ciudad con apagones, coches-bomba y atentados.
Para buena parte de mi generación, las noches de aquel entonces fueron de encierro. Nada de salir al cine o a pasear los domingos, o a nuestras primeras fiestas los viernes y sábados: era demasiado peligroso y además −desde que se decretó el toque de queda− estaba prohibido.
¿Cómo pasábamos el tiempo entonces? ¿Qué nos quedaba por hacer en aquellas largas veladas metidos en casa? Al menos a mí y a mis amigos del colegio una única cosa: ver televisión. Solos la mayoría de veces, con las sábanas hasta el cuello y los ojos inyectados, devorábamos las malas películas de cowboys, karatekas o gángsters que los canales nacionales proyectaban, luchando contra el sueño y siempre con la secreta esperanza de que algún filme erótico se colara en la programación.
Recordé esta época hace muy poco en la penumbra de un cine cuando fui a ver Django desencadenado, la última película de Quentin Tarantino y de pronto, con el rostro cascado por los años, vi aparecer a Franco Nero, el primer Django, aquel pistolero infalible y velocísimo de mi infancia, que venció a sus enemigos después que le despachurraron las manos. 
Tarantino ha construido una filmografía fascinante con una materia prima que siempre se menospreció: aquellas películas de «Serie B». Como ocurre con Django desencadenado y los rudos vaqueros italianos del spaghetti western, sus títulos son una brillante reinvención, un homenaje y una parodia de los subgéneros de ese cine de bajo presupuesto y mala calidad fílmica y estética que devoró desde la niñez, como me ocurrió a mí y al resto de mi generación.
Ver Kill Bill es remontarse a las ridículas historias de artes marciales, con sus peleadores saltimbanquis de melenas y bigotes larguísimos, y al kung-fu de Bruce Lee. Con sus diálogos fresquísimos, su violentísima trama y su sorprendente juego de tiempos, Pulp Fiction es una obra maestra que hereda la estética, la línea argumental y el cinismo del film noir. Lo mismo hace Jackie Brown con el blaxploitation, el cine afroamericano urbano de los setenta. Y Bastardos sin gloria se burla del cine bélico inspirado por la Segunda Guerra Mundial, y es incruento con las malas películas de propaganda nazi puestas por Joseph Goebbels al servicio de su Führer.
Sin aquel arte tentativo, precario e involuntariamente gracioso y hasta genial que es el cine de «Serie B», Quentin Tarantino no habría encontrado el punto de partida para convertirse en uno de los cineastas más revolucionarios, agresivos y fascinantes de todos los tiempos. Tampoco −como yo, y muchos como yo− habría sido tan feliz en aquellas tardes y noches perdidas de su juventud y su infancia, cuando empezó a criarse en el arte de la imagen, o simplemente quiso divertirse o no estar tan solo.
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De La República.pe, Perú, 23/02/2013
Foto: Afiche de Django (Sergio Corbucci/Italia, 1966)

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