Thursday, February 14, 2013

Una historia Kallawaya: entre las brumas y el misterio


PABLO CINGOLANI
Cuando Ayana, hijo de Ari Capaquiqui, abrió desde Charazani el camino hasta el valle de Apolobamba por las alturas de los cerros, estaba escribiendo un capítulo crucial de una historia sobre la que hasta ahora sigue rondando el misterio: su decidida acción es la primera que se recuerda en los anales que prueba que los Incas dominaron también las tierras bajas del Antisuyu, “las provincias de los chunchos”, de una manera más concreta y contundente a la que se repetía siguiendo a los cronistas clásicos.
En 1618, Juan Tomé Coarete era cacique-gobernador de Charazani y bisnieto de Ari Capaquiqui y contó que éste fue comisionado por el Inca Tupac Yupanqui para

“Buscar la mejor entrada que pudiese haber para las provincias de los chunchos y hallándola tal abriese camino para meter la gente necesaria a la conquista de ellos (…) el cual abrió por el dicho pueblo de Characane y Camata haciendo puentes en los ríos más caudalosos por donde entraron los primeros ejércitos y por no poderse comunicar todos los inviernos por los crecidos ríos que hay por el dicho camino de Camata mando Guayna Capac a Ayana hijo del dicho Arecapaquiqui buscase mejor camino por donde no impidiesen la entrada los dichos ríos el cual abrió por las cuchillas y lomas (…) hasta el valle de Apolo sin ningún río”

Ari Capaquiqui, Ayana, Coarete… todos eran kallawayas, miembros de uno de los grupos étnicos menos conocidos de los que habitaban los Andes orientales cuando los españoles invadieron el Tawantinsuyu.
¿Quiénes eran ellos? Los Kallawaya, antes de ser incorporados por los Incas a su organización estatal, constituían un señorío independiente, situado al norte del Lago Titicaca, en la región caracterizada por las cordilleras de Apolobamba y Carabaya, y que es muy probable confinase con el río Beni.
Eran los señores de un inmenso territorio que pertenecía a lo que bajo la cosmovisión aymara de opuestos complementarios se denominaba Umasuyu, es decir el mundo líquido, húmedo, vegetal, oscuro, femenino e inferior en la jerarquía dual y en oposición al Urcusuyo que caracterizaba al altiplano, la región desértica, mineral, con luz potente y masculina y donde se desarrollaron las culturas más estudiadas del horizonte andino. Uma y Urco eran espacios en torno a un eje acuático –formado por el Lago Titicaca- que los dividía y que también caracterizaba a sus pobladores. En el Urcusuyu, vivían los hombres propiamente dichos; en el Umasuyu vivían los urus y los puquinas, también los yungas, y por último, sumergidos en la inmensidad desconocida de la geografía, los chunchos, los “salvajes”. Tribus feroces e indomables, según los cronistas, que vivían en la borrachera y en la lujuria y que representaban la contrafigura de la pax incaica, del orden de las altipampas. Esa distancia histórica sancionada por aquellos que escribieron la historia en los siglos XVI y XVII parace no haber sido tal.
Los Kallawaya formaban un núcleo que vinculaba a las culturas de las alturas con esas temidas pero fascinantes culturas de la selva. El mismo Coarete describió el alcance territorial de la provincia Kallawaya cuando fue dominada por los cuzqueños:

“Por mandato de Topa Yupanqui y Guayna Capac décimo y onceno Reyes que fueron del Perú mandaron a Are Capaquiqui que por ellos gobernara desde Ambaná hasta Usico adelante de Coyo Coyo…”

No se sabe si Ari Capaquiqui era un representante designado por los cuzqueños para gobernar la región o si se trataba de un señor étnico; en todo caso, lo que queda claro es que su jurisdicción ocupaba un inmenso territorio que abarcaba toda la vertiente oriental de la cordillera andina, desde Usicayos -a 3875 metros de altura, actual provincia Carabaya, en el departamento de Puno, Perú- a Cuyocuyo –en la provincia Sandia, ambas detrás de la cordillera que hoy se conoce como Carabaya- hasta Ambaná, un valle al sur de Charazani, hacia el Titicaca, entre los cerros de la cordillera de Muñecas.
Según el testimonio, el señorío incluía los valles altos de los ríos Huari Huari (Inambary) y Carabaya o San Juan del Oro (actual Tambopata) en el Perú y los valles superiores de los ríos Puina, Queara, Pelechuco, Sunchulli, Camata y Copani en Bolivia. Estos ríos –poderosos torrentes de aguas bravas- atraviesan dos cordilleras: la de Carabaya y la de Apolobamba, con picos nevados que superan los 6.000 metros de altura y que descienden abruptamente hasta casi los 300 metros en menos de 100 kilómetros de distancia.
Esto convierte a la región Kallawaya en una de las zonas con mayores contrastes geográficos del planeta; desde los grandes nevados a las florestas húmedas del trópico, pasando por el enigmático bosque de nubes caracterizado por su sempiterna bruma, lo que dota a su territorio de una de las biodiversidades más importantes del mundo, sino la más importante. Tierra del uturuncu, el tigre, y del jucumari, el oso. Las orquídeas, los colibríes y las mariposas más bellas de la Tierra viven en su seno. Tal vez, fue allí donde el hombre conoció y pudo domesticar a la planta más sagrada de todas: la coca. Este es uno de los motivos que explica la especialización de los Kallawaya como herbolarios itinerantes y médicos naturistas, como decíamos el aspecto más conocido de esta cultura en el presente. Por ello, se supone que el espacio de recolección de plantas que eran utilizadas en la farmacopea kallawaya era aún más vasto que el territorio étnico anotado y que incluiría a otros ecosistemas como el de los yungas de La Paz y el valle y las colinas boscosas que circundan a Apolo.
En todo caso, lo que sí queda claro es que ellos conocían el territorio de la vertiente amazónica de los Andes como ningún otro pueblo, facilitaron -como guías en el terreno y como articuladores con otros pueblos- el acceso de los Incas a la región oriental e incluso fueron premiados por ello por los señores del Cuzco. El señor Kallawaya fue autorizado por el Inca ha ser llevado en andas por cuarenta indios; sabemos también por Guamán Poma de Ayala y otros cronistas que los Kallawaya eran los portadores de la litera real de los soberanos cuzqueños, lo que constituía una distinción y un privilegio. Esa presencia incaica en los territorios amazónicos -que desde la provincia Kallawaya llegaba hasta el río Beni y que fue registrada por varios otros cronistas- fue la más estable de las registradas en el Antisuyu hasta la llegada de los españoles. Incluso, tras el arribo de los europeos, el territorio siguió bajo la influencia andina por más de un siglo.
* * *

En medio del misterio que rodea a los Kallawaya, como las brumas que habitan su territorio, de las dudas de la historiografía con relación a ellos –dudas que tal vez nunca terminen de despejarse-, acotaremos algunos datos que prueban la influencia de la presencia inca en los Andes orientales. Está inscripta en varias crónicas. Rescatemos algunas.
En la Relación de los Quipucamayos, se atribuye al Inca Pachacuti la primera conquista de la “cordillera de Andes y Carabaya” y la atracción “con halagos y dádivas” de “las provincias de los Chunchos y Mojos y Andes, hasta tener sus fortalezas junto al río Paitite y gente de guarnición en ellas. Pobló pueblos en Ayavire, Cane y el valle de Apolo, provincia de los Chunchos” .
Garcilaso de la Vega es puesto en duda por su cronología exagerada pero en sus Comentarios Reales de los Incas de 1609 refiere que el segundo o el tercer Inca anexa la orilla oriental del Lago Titicaca (Omasuyos) y baja hasta el “río Calabaya”, dominando a los pueblos intermedios. El cuarto anexa los valles de San Gabán (Macusani y Ollachea actuales, en el Perú) y Larecaja, luego se dirige al sur, recorre el altiplano hasta Caracollo, instala mitimaes en Caracato y observa la “serranía nevada de los Antis” (la cordillera de Quimsa Cruz o Tres Cruces).
Recio de León, en 1623, escribió sobre los habitantes de los territorios que atravesó en su entrada hasta el valle de Apolobamba y las aldeas takanas del río Tuichi. Dijo refiriéndose a las etnias que:

“Todos los indios de estas provincias de los chunchos, menicos y taranos ocupan las tierras montuosas. No es gente en tan grande número como la de las provincias de los llanos, porque siempre en las tierras más fragosas hay menos naturales. Visten todos los de estas montañas maravillosamente de algodón, porque es tierra abundosa de él; con muchas listas y labores de colores de cochinilla y añil, género que tienen muy sobrado. Usan todos de los ritos y ceremonias que los del Pirú, por ser indios procedidos, que el Hinga entró aquí de guarnición.”

Pero según este testimonio, el Inca no solamente acantonó tropas en esos territorios, sino que habría cruzado el río Beni, ya que Recio cuenta que:

“Vinieron de la gran provincia de los Marquires que está a la banda del levante del Diabeni cuatro indios principales por orden de su señor a llamarme para que fuese allá; yo lo hice porque lo tenía en propósito, y habiendo llegado a esa provincia ví una maravillosa fortaleza que dijeron haberla hecho el canpo de Hinga para que quedase memoria de que su gente había llegado hasta aquí cuando entró conquistando esta tierra.”

En 1677, un fraile franciscano bien acucioso, Juan de Ojeda, que había entrado al país de los chunchos por el lado de Carabaya brindó testimonios excepcionales de la presencia andina en la Montaña, como comenzó a ser conocida la vertiente oriental y amazónica de los Andes. En una carta, cuenta su llegada a un pueblo de indios que él bautizó como Santa Úrsula, situado “desde San Cristóbal, asiento de mina y lo último de la cristiandad, diez y ocho o veinte leguas”. San Cristóbal era uno de los yacimientos auríferos explotados en el sector de San Juan del Oro, la primera fundación española en la vertiente andino-amazónica, alrededor de los años 1538-1540. Anotó en referencia a los habitantes de Santa Úrsula que

“la gente de este pueblo y nación, Araonas en su idioma, serán hasta de setenta personas, de los cuales son los cincuenta cristianos y los veinte se han ido a la tierra adentro. Dicen correrá esta nación más de cuarenta leguas de largo y cuentan más de veinte pueblos del tamaño de éste, poco más o menos, y el último llaman Toromonas, que dicen ser muy grande, y tiene cuatro caciques que los gobiernan, y de estos nunca salen acá fuera, y que van allá todos los de los demás pueblos a buscar almendras, de que abundan, para los rescates.
Y habiendo inquirido las tradiciones de estos indios, dicen que fueron vasallos tributarios del Ynca del Cuzco, a donde les llevaban tributo de oro, que llaman vio, y de plata, que llaman çipiro, y plumas y otras cosas de valor de esta tierra…”

Ojeda también escribió la dramática situación vivida cuando los españoles invadieron el Tawantinsuyu. Los Araona que acudían al Cuzco a entregar sus tributos,

“en el camino encontraron grande muchedumbre de indios yngas, que así llaman a los del Cuzco, que les dijeron que ya su Ynga estaba muerto por los españoles, y que todos juntos se volvieron a esta provincia, pasando los yngas a tierra adentro, que dicen es llana y pajonales”

Este relato –cargado, por otra parte, de intensidad histórica y, desde ya, literaria: imaginen ese cortejo de los derrotados yendo a buscar amparo entre sus hermanos de la selva: abismos, barro, piedra que rueda, musgo, tormenta, el trueno sobre los cocales…- ese testimonio, decíamos, no hace más que corroborar el conocimiento del territorio por parte de los andinos –en este caso, fugitivos del dominio español- y la existencia de caminos que conducían a la tierra llana que bien pueden tratarse de las llanuras del río Mamoré, en el Beni actual.
Recio de León también refiere la presencia de evadidos en el territorio que recorre –en este caso, entre Pelechuco y San Juan de Sahagún de Mojos, otra de las vías de ingreso a Apolobamba- cuando anota que

“No hay en esta parte naturales conocidos pero hay muy grande cantidad de indios cristianos del reino del Pirú, no hacen daño a los españoles de la entrada.”

Los Incas refugiados en la selva refuerzan la leyenda de un reino maravilloso: el Paititi, donde “se sirve con platos de plata y oro y que se sientan en banco de oro, y las paredes por de dentro de la casa del ídolo son de plata y oro que relumbra mucho”, según Ojeda.
El misionero no era el único que contaba esas historias. En 1654, un grupo inicial de franciscanos encabezados por fray Bartolomé de Jesús y Zumeta había entrado a la selva por la referida vía de Carabaya. Dejando atrás numerosos pueblos, llegaron a uno que denominaban Zemita donde increparon al cacique por su culto. Allí, en un adoratorio

“entre muchos pellejos de tigre y algodones, halló unos ídolos de bronce y una lancha (sic) y una mascaipacha de las que usaban los Ingas; y preguntado al dicho Cacique que quien le había dado lo referido y un llaito de plata que traía en la cabeza, respondió que el Inga Capac se lo había dado a su abuelo cuando se retiró del Cuzco huyendo de los españoles. Y preguntándole donde estaban estos Ingas, respondió que en la junta del río Paytiti y Mapaira, que está a tres días de camino de otro río muy grande llamado Manu…” 


Del archivo del autor, 2005

Foto: Cordillera de Apolobamba

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