Sunday, January 6, 2013

Mugre conceptual e historietas aguadas/LOS HUEVOS DE ORO DEL CRONISTA LATINOAMERICANO


Por Juan Terranova

1. El domingo 22 de enero del 2006, en su edición de papel, pero también disponible en la web, el diario La Nación reprodujo un artículo del mexicano Juan Villoro, titulado "La crónica, ornitorrinco de la prosa“. Ya en el copete se avisaba que esa pieza formaba parte de Safari accidental, un libro publicado en México por la editorial Joaquín Mortiz. La volanta elegida por La Nación, sintetizadora y brutal, decía “Entre la literatura y el periodismo”. Cumpliendo su función, anticipaba una dicotomía que recorre toda la argumentación de Villoro y que ya se esquematiza en su primer párrafo. Lo copio:
“La vida está hecha de malentendidos: los solteros y los casados se envidian por razones tristemente imaginarias. Lo mismo ocurre con escritores y periodistas. El fabulador "puro" suele envidiar las energías que el reportero absorbe de la realidad, la forma en que es reconocido por meseros y azafatas, incluso su chaleco de corresponsal de guerra (lleno de bolsas para rollos fotográficos y papeles de emergencia). Por su parte, el curtido periodista suele admirar el lento calvario de los narradores, entre otras cosas porque nunca se sometería a él. Además, está el asunto del prestigio. Dueño del presente, el "líder de opinión" sabe que la posteridad, siempre dramática, preferirá al misántropo que perdió la salud y los nervios al servicio de sus voces interiores.”
Que la vida “está  hecha de malentendidos” es afirmación validada en el mismo desarrollo artículo. Y no se limita, por lo menos aquí, a las envidias y lo “tristemente imaginario”. La primera separación que acomete el cronista mexicano, con una frescura consecuencia directa de su atolondramiento, es del orden biográfico. El “cronista” y el “escritor” se prestan a un dibujo de características un poco bufas. Así son, se dirá, los arquetipos. Sin embargo, los que aquí nos comunica Villoro, más allá de ser mecánicos, están vacíos, no toman nada, no representan nada que conozcamos. ¿Quién puede creer que “meseros y azafatas” reconocen a un cronista? Podrán reconocer a un Jorge Lanata, a un Jaime Bayly, y no lo harán por sus “crónicas” sino por sus apariciones televisivas. ¿Y a qué se refiere Villoro con que el reportero absorbe “sus energías de la realidad”? ¿Qué energía, qué realidad? ¿Las de la guerra citada? ¿Y de dónde se supone que usa su esponja creativa del “fabulador puro”? Las comillas que usa Villoro para “puro”, ¿implican duda? ¿Relativizan la pureza? ¿Un fabulador “puro pero no tan puro”? Lo relevante es que tanto este “escritor” como este “cronista” son descriptos con ingenuidad y parecen chistes, parodias. Ahora bien, más allá de este infeliz inicio, si se lee el párrafo sin el ánimo campechano –el autor lo propone y demanda– se descubre muy rápido que el “escritor”, o sea, el que se queda en casa, el enfermo de los nervios, el misántropo, el turbio señor que escucha “voces interiores” y vive un “lento calvario”, está en una situación poco deseable. ¿Qué gana, entonces? “El prestigio”, o mejor dicho, como señala Villoro: “además, está el asunto del prestigio”, y post morten, desde luego, en manos de la añeja “posteridad”. Mientras tanto “el periodista” es una construcción llena de positividad y salud. Definido nada menos que como “dueño del presente”, sale mejor parado, triunfa en esa pulseada que pretende ser construida por Villoro como un juego de diferencias equilibradas. Lo que sigue es todavía un poco más obtuso y ruin:
“Aunque el whisky sabe igual en las redacciones que en la casa, quien reparte su escritura entre la verdad y la fantasía suele vivir la experiencia como un conflicto.”
“Verdad” y “fantasía” se oponen, entendemos, no sin asombro, tanto como “periodista” y “escritor”, o “literatura” y “crónica”, “casa” y “redacciones” y, claro está, “reportero” y “fabulador”. Descontamos que el intrépido cronista, pese o gracias al gusto del whisky, es un hombre de acción, un hombre de vida mundana, y por eso tiene un desempeño profesional cautivante, mientras el “escritor”, el “fabulador puro”, se queda en la hermética soledad de su hogar. Se sabe, hay pocas cosas más tristes que beber solo. A estas oposiciones se suma una más, pero ya con cierto roce: “La crónica es la encrucijada de dos economías, la ficción y el reportaje”. Así, sobre el final de esta primera parte, de forma inesperada, llega la desmentida general de todo este constructo de opuestos, su invalidación:
“Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que veía al escritor como artista y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica lograda es literatura bajo presión.”
Así que finalmente no hay tal división. Todos son prejuicios. Lo que determina las cosas es “la presión” y ver al “periodista como artesano” lejos del arte es obsoleto. Pese a este golpe de efecto y autoinvalidación que intenta una clausura, me atrevo a recomponer la lista de Villoro, su andamiaje de pensamiento, sin las comillas. ¿Cuales son las categorías que usa? He aquí algunas: fantasía, verdad, periodista, escritor, literatura, crónica, redacción, reportero, fabulador, ficción. Sobre eso digo: qué forma basurera, violentamente mediocre, de usar las palabras. Qué vocabulario grueso y maltratado, qué ideario esquivo y mongoloide. Qué poca paciencia parece tener este ansioso mexicano por decir aquello que todos entendemos o sobrentendemos pero, al mismo tiempo, nadie termina de entender. No hay perspectiva, no hay precisiones, las palabras significan lo que significa, o significan otra cosa. Poco le importa a Villoro. Y según Villoro poco debería importarle al lector. La vida está hecha de malentendidos, sí. La primera parte de “La crónica, ornitorrinco de la prosa”, muladar de ideas y conceptos, también.
2.
En la segunda parte del texto aparece el conspicuo ornitorrinco de la mano de Alfonso Reyes. Para Reyes, el ensayo es como el centauro (no se nos explica por qué); para Villoro, la crónica es como el ornitorrinco. Un puzzle de géneros, un mutante feliz, nunca una aberración. A continuación se realiza la siguiente enumeración, cuyo sujeto tácito es la crónica misma.
“De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la "voz de proscenio", como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito.”
¿Qué hacer con esta ensalada de géneros? Me limito a reescribirlo, a parafrasearlo cambiando de lugar los sujetos de las oraciones. (Utilizo una tipografía en negrita para que el lector advierta los cambios. Sin ella, me temo, ambos párrafos se parecerían demasiado.)
“Del teatro grecolatino extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; de la entrevista, los datos inmodificables; del teatro moderno, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; del cuento, los diálogos; y del reportaje, la forma de montarlos; de la novela, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la "voz de proscenio", como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; de la autobiografía, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; del ensayo, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito.”
De la misma manera, y abusando ya de este procedimiento, cuando Villoro escribe: “Con todo, el cronista no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica de compensarla.” También podría escribir: “Con todo, el novelista no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica de compensarla.” O, incluso, con peligro de caer en redundancias cacofónicas: “Con todo, el ensayista no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica de compensarla.”
Otro ejemplo: “(…) el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que arden; entre otras cosas, porque a la realidad siempre le sobran los fósforos”. Más allá de la metáfora efectista, ¿sigue siendo válida la frase si cambio “cronista” por “cuentista”? Creo que Horacio Quiroga incluso la suscribiría y no desentonaría en su conocido decálogo.
Como se aprecia en ciertas formas del discurso cretino, Villoro asocia la primera lista de características de la “crónica” con el infinito. Es como si dijera: “Podría seguir indefinidamente diciendo cosas así”. Por mi parte, le creo. Más adelante en el artículo las digresiones sobre objetividad y subjetividad resultan rancias y pertenecen a una repertorio de saberes básicos, ya más bien banales. La utilización simplificada hasta lo fraudulento de Giorgio Agamben y la experiencia de los campos de extermino durante la Segunda Guerra Mundial entran en esa abundancia de banalidad. No vale la pena tomarse el trabajo de señalar cómo Villoro intenta meter en tres o cuatro párrafos uno de los desafíos teóricos más historizados y recursados de la modernidad, el de la relación esquiva, conflictiva, anonadante, entre escritura y experiencia. Sí quizás se podría precisar que continúa usando conceptos ambiguos y opacos como si fueran transparentes. O directamente como si no le importara su significado. También hay exabruptos metafóricos que no deberíamos comentar por pudor. Me amparo en este único ejemplo, donde se aúnan misterios insondables, las heladeras, los carozos, las paltas y la ética:
“La vida depara misterios insondables: el aguacate ya rebanado que entra con todo y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido ocurre con la ética del cronista.”
Todos los que escriben -Villoro, el lector, yo- incurren en deslices de este tipo. Sería tonto culpar al mexicano de estas asociaciones jocosamente delictivas habiendo tantas otras cosas para analizar en su texto. Pero sí me gustaría señalar que pasa por alto que el ornitorrinco es un animal que se arrastra, falto de toda elegancia, digamos un animal feo. ¿No hay una potencialidad ahí, en la fealdad? Se habla aquí del equilibro para la crónica, pero el equilibro no parece ser una de las características del único mamífero que pone huevos, habitante de pantanos de los arrabales del mundo y protegido por estar en vías de extinción. Más allá, el centauro –mítico, imposible, arrogante, indescifrable, elitista– quizás le resulte a Villoro demasiado lleno de extravagantes ambiciones.
3.
Llegado este punto queda establecido que no se trata ya de ahondar en los oscuros y lejanos, para este Villoro que aquí escribe, problemas de la filosofía del lenguaje, desde los cuales sería imposible siquiera empezar a leer este artículo. (También, para el caso, sería difícil leerlo con el más austero diccionario de la RAE.) Mucho menos quiero aquí sopesar el valor de sus crónicas o algunas otras de sus escrituras. Se trata más bien de recortar sus contradicciones, su impericia inmediata para categorizar y hacer rendir esas categorías, su facilidad para empastar ideas. Se trata, digo, de resaltar el poco valor, el poco peso específico de su artículo.
¿Qué significa contar una historia? ¿Por qué una narración, sea una crónica o una cuento funciona, nos entretiene, nos alecciona, nos conmueve, y otras no logran hacerlo? Villoro, preocupado por defender cierta especificidad discursiva, no comprende que los géneros están hechos de convenciones y prejuicios. O mejor dicho, lo sabe y refuerza esas convenciones y esos prejuicios. Usa la taxonomía no como especulo útil sino como una espuela para reordenar la montura de un campo literario que se le escapa. Si hay diferencias entre una crónica, una novela, una entrevista, un reportaje (sea esto lo que sea), Villoro no las precisa. Todos los géneros son un debate y merecen el respeto de nuestra relativa inteligencia. Pero eso a Villoro no le importa. (Y por eso también no denigro el artículo si digo que es un panfleto. Ese no es el problema. El problema lo constituye que sea un panfleto de baja calidad, que no explota, no convence, no interpela.) Las herramientas críticas que debería usar Villoro están lejos de esa grilla de sumidero. Su artículo no sería tan romo si trabajara con “autonomía”, “soporte”, “condiciones de publicación”, “formas de lectura” e incluso “coyuntura”, “tradición” y “estilo”. Hablando de “literatura” y “periodismo” sin dar más precisiones, entendiendo que estas palabras se explican bien y de forma suficiente, es seguir alimentando una división errada, superada, ya estudiada y descartada hace mucho tiempo. De hecho, con esa mirada tan maniquea, la vida intelectual del siglo XIX en la Argentina sería imposible de entender. También la del siglo XX y XXI. ¿Villoro ignora las imposibilidades y macanas de su texto? Creo que no. Pero su objetivo y su meta aquí son otras. A Villoro no le interesa indagar ni sacar conclusiones válidas sobre el estado del arte de la crónica. Lo suyo es proselitismo. De allí surge esa alegría, esa positividad. ¿Y a quién seduce o intenta seducir, a quién convence? Conocí a Juan Villoro por la excelente edición y traducción que hizo de los Aforismos de Lichtenberg publicada por Fondo de Cultura Económica a fines de la década del 80. Me resisto a creer que él no comprende que su militancia en la crónica implica una obturación, un acto de solapamiento. Me resisto a creer en la ingenuidad de Villoro. Ahí está, como el mismo lo dice en su artículo, el tema del dinero. La operación de lectura que realiza es, entonces, una operación monetaria que atiende a la necesidad de seguir vendiéndole material no ya a los diarios sino a los portales de noticias, o más bien a quién lo compre (congresos financiados por el erario público, becas de escritura en Europa, clases maestras o de profesor visitante en Estados Unidos). ¿Es esto punible? No me parece. Pero las herramientas que usa Villoro son burdas, cuestionables, y sobre todo trata de tonto al lector. Arriesgo que este mexicano le habla no a los vaporosos e improbables lectores generales, ni siquiera a los lectores del periodismo rutinario a los cuales estas elucubraciones los tienen sin cuidado, sino a los estudiantes hispanoamericanos de periodismo. Les enseña aquello a lo que deben aspirar, lo que se debe defender, sin tomarse el trabajo de explicarles por qué, quizás porque esa explicación sería la exhibición única y la legalización de su nombre de cronista. Este modo de evangelización, este entusiasmo, es llevado adelante, de formas todavía más precarias y con conceptualizaciones más gomosas por otros autodefinidos paladines del género. Agrego que la entrevista de María Moreno a Martín Caparrós en la revista Otra parte número 20 del 2010, sin ser un muestrario de excepcional talento crítico, confirma que es posible desarrollar apreciaciones menos irredentas sobre el tema.  “Lo que más me preocupa es que la crónica está un poco hipervalorada” dice de entrada Caparrós. En este sentido, las dos veces que Villoro cita a Burroughs el texto levanta. Por eso vale aclarar que Burroughs fue básicamente un novelista y un mito de autor, muy lejano a zanguango que se muestra con su chaleco de fotoperiodista en los aeropuertos. Es más, fue antes que todo un procedimiento novelístico y la narración de ese procedimiento. No hay que leer Sobre la evolución literaria de Tinianov para comprender que el verdadero devorador de géneros y estilos, de formas y de discursos es la novela. Al menos hasta la llegada de Internet.
4.
Salto ahora al gremio. Me paro frente a ese grupo no tan amorfo. Los cronistas se presentan, por definición y obligación laboral, como bonachones, pícaros, confiables, audaces, parlanchines, hombres y mujeres de mundo. ¿Dónde está el cronista sombrío, brutal, irónico, sobrador, racista? A ese hay que buscarlo por afuera del nicho. No existe en esa zona bien demarcada del campo, festejada por revistas, universidades y simposios. La incorrección política es permitida, desde luego, pero siempre como un condimento más del cual no hay que abusar. (Qué sucios trucos los de amarrillismo, los del cuestionador, los del machista y el morboso, el que alza la voz por afuera de los escalafones para insultar o invalidar.) La crónica actual, la que defiende, publicita y bautiza Villoro, es inocua y políticamente correcta. Se permitirá la piedad y la exageración, mientras se alienta en ella el miserabilismo y la miseria espiritual. La crónica que evade este nicho de “buena onda latinoamericana” y su perenne solidaridad con la pobreza circundante, la crónica que toque otras cuerdas no será comprada, no se pagará, pasará al mal gusto, a aquello que el ornitorrinco no admite en su sistema de prevendas internacional. Sobre todo la crónica será, en nuestra región, esencialmente progresista. El tema de la forma y las maneras, que Villoro soluciona sin detenerse, entonces, resultará central aquí. Googleando, leo que “la crónica” no se trata de un género, sino de un debate. Es una definición inteligente. Podría completarse diciendo que se trata de un debate que atrasa y que no es interesante. Y me lleva directamente a Nicolás Mavrakis que ha escrito páginas de excelente prosa, muy lejos de los melifluos y alegres planteos de Villoro, para demostrar que el advenimiento de la era digital deforma y cuestiona el rol del cronista, lo vuelve obsoleto y anacrónico a la vez, lo desdibuja y lo impugna. El concepto “aristócratas de la subjetividad” que forja Mavrakis es irónico, pero también implica una denuncia seria. En vez de empantanarse con los lugares comunes de Villoro, el aspirante a cronista debería leer el excelente y esclarecedor #Findelperiodismo y otras autopsias de la morgue digital.
Me gustaría ahora recordar un encuentro esponsoreado por una de las tantas oficinas de cooperación internacional que funcionan en el continente. Montado en las inercia de los cronistas y sus exégetas, el Centro Cultural del España en Buenos Aires lo organizó junto al Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad. Su nombre, penoso, fue “Narrativas de la realidad, encuentro de periodismo literario”. ¿Me pongo quisquilloso o lúcido si pregunto de qué realidad hablaban esos cronistas? Si pertenecen a la realidad, ¿no deberían estos narradores orientarnos en un uso menos lato del término? ¿No es lábil la cita desbocada de esa palabra? ¿A qué se oponían estas narrativas? ¿A la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo? El entusiasmo en el que caen los defensores actuales de la crónica, de este estado del género y el debate, es simplón y nos empobrece. Empobrece nuestro vocabulario, empobrece nuestra vida intelectual y nuestra forma de leer, empobrece nuestros bolsillos. Nos hace menos astutos, más lentos, peores escritores. Nos retrotrae a viejos y ya superados debates sobre las texturas y tesituras de “la realidad”. Maltrechos y malformados, sin el arsenal necesario de recursos retóricos, los cronistas que creen y admiran este artículo de Villoro serán presa de cursos y seminarios, se volverán pequeño-burgueses avaros de lenguaje o disciplinados administradores de mezquindades. Así, escribirán lo que les manden, con una idea de pobreza ligada a negritos pelados y mujeres cargando agua en tachos, cuando, lejos de eso, los pobres, intelectual y materialmente, serán ellos. Como la gallina mágica, el ornitorrinco de Villoro pone sus huevos de oro solo para los autonombrados, limpios y pacientes maestros de la crónica cuya mugre conceptual y sus historietas aguadas se agrandan si nadie las contradice.
De HiperCrítico.com, 05/01/2013

Imagen: Juan Villoro

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