Tuesday, July 10, 2012

Langostas y periodismo


Marco Avilés

Una molesta lluvia de langostas interrumpía el merecido descanso en el jardín del hotel. Los bichos gordos y feos como cucarachas verdes caían atontados al suelo mientras el fotógrafo Daniel Silva y yo bebíamos cerveza. Era una noche fresca, y estábamos agotados después de varios días subiendo y bajando montañas en busca de una historia que, al final, conseguimos con mucho esfuerzo. Las hermanas langostas querían decirnos algo.
Acabábamos de volver de un lugar llamado “el pueblo de los melocotones”, donde, además de frutas enormes de exportación, es célebre su profusa población de agricultores ciegos. Se trata de una gran familia desperdigada a lo largo de un valle cuyos integrantes sufren de una enfermedad hereditaria. A los cinco años los niños sufren para ver de noche; y a los cuarenta, los hombres ya no reconocen a nadie. Todo se vuelve blanco para ellos, como si las nubes hubieran caído sobre la tierra.
El mal ha pasado de generación en generación y, contra lo que se puede creer, los ciegos trabajan y mantienen a sus familias. Y no al revés. Vi a un ciego que aseaba el patio de su casa y a otro que cargaba un saco de papas por el filo de una montaña y a otro que demolía el techo de una iglesia con ayuda de una barreta de fierro. El primero de ellos era un anciano viudo y solitario que, a pesar de vivir en las “tinieblas”, tenía la cortesía de pagar puntualmente el recibo de luz para que sus visitantes pudieran ver de noche.
El árbol genealógico de la familia se puede rastrear hasta ciento diez años atrás, y la historia transcurre entre diferentes pueblos de la costa del Perú, Lima y los Estados Unidos; entre campos de melocotón, templos evangélicos y laboratorios de investigación genética. Es una novela que aún nadie ha escrito.
Para los cronistas, la vida es una historia en espera de autor. No cualquier autor, por cierto. La realidad no se va con el que llega primero, sino con el que aprende llegar mejor.
Aquella noche, entre cervezas y langostas voladoras, Daniel y yo intercambiábamos algunos lugares comunes sobre nuestro trabajo y una frase quedó para el recuerdo: nunca he sido más feliz que cuando reporteo una historia. Escribir es una tortura, como ha descrito bien la cronista Leila Guerriero cuando se ha referido a sus jornadas de dieciséis horas de trabajo continuo. Es así. Pero reportear, zambullirse en la vida de los otros, es algo tan parecido a la felicidad. Y casi nunca es fácil.
Muchos diarios y programas de televisión habían pasado por ese pueblo desde que una ONG local alertó sobre la existencia de los ciegos, pero nadie se había tomado el tempo de desentrañar la historia completa. Los reporteros llegaban al lugar en camionetas poderosas, hacían unas entrevistas y se iban deprisa. Al ver los reportajes en la televisión, los habitantes se sintieron estafados. Las historias daban cuenta de un pueblo donde casi todos eran ciegos. Se tildaba de lugar maldito, un sitio olvidado por Dios.
Los lugareños recuerdan a esos periodistas como se recuerda a una plaga de langostas, y refutan aquellas afirmaciones: la enfermedad no castiga al pueblo entero, solo a una familia; el lugar no es un sitio perdido ni olvidado, todo lo contrario, los exportadores de fruta saben dónde queda y se disputan sus cosechas. Tampoco es un lugar maldito. Es un pueblo próspero, tiene varias iglesias y el paisaje es verde en el verano.
La plaga de reporteros —me contó un pastor ciego— llegó al pueblo en invierno. Eran días de lluvia: buenos para las plantas, malos para hacer entrevistas. El agua se empozaba. El suelo resbalaba. Los ciegos, como seres precavidos, evitaban salir de casa. El diluvio es esa alegría que el agricultor vive a puerta cerrada.
A los periodistas el lugar les pareció Transilvania.
***
Los periodistas de medios tradicionales se comportan muchas veces como turistas apurados y establecen un contacto fugaz con la realidad. Viven con la presión draconiana del tiempo de cierre. Del deadline para ayer. De la angustia por contar las historias antes que nadie, en una competencia que solo entienden los técnicos y directivos de la empresa. Trabajan, por lo general, con el descuido profesional de quien tiene licencia para equivocarse, pues en la lógica empresarial lo más importante no es la calidad de una historia, ni la ética del trabajo, sino la prisa por llegar antes que los demás.
Cuando llegué a ese lugar era pleno verano. Había un clima feliz producto de una buena cosecha. Pero los lugareños no querían saber nada de los periodistas. Yo era una langosta que llegaba a destiempo. Tardé mucho en demostrarles que quizá sus ojos les estaban engañando.
***
Los cronistas somos esa clase de periodistas que suelen llegar tarde al lugar de los hechos. Nos movemos a un ritmo pausado, como tortugas que toman notas y se alimentan de tiempo. En el fondo es todo lo que necesitamos para este trabajo. Tiempo y un cuaderno. Pero el riesgo de llegar tarde, en estos tiempos de sobre información y culto al reportero anónimo, es que te confundan con las plagas apuradas que arrasan con la confianza y las expectativas de las personas que tienen una buena historia —o que la tenían— y que aprenden a detestar a los periodistas.
Hay pocos espacios tan manoseados por los medios como una cárcel de mujeres. Si vives en Lima, tienes que haber visto al menos una vez esos reportajes de televisión que celebran la sobrepoblación extranjera del penal Santa Mónica, donde las reclusas europeas con ánimos de notoriedad exhiben su anatomía en el desfile anual por el día de la primavera, o aquellas primicias donde las asesinas del momento dicen que están arrepentidas o las recurrentes entrevistas con las dóciles celebridades caídas en desgracia. El guión se repite año tras año. Las reclusas sonríen. Lloran. Dicen que aprenden manualidades. Pero nunca pueden referirse al lugar donde pasan su encierro.
Si pudieran hacerlo con honestidad, quizá describirían los baños malogrados y malolientes, denunciarían a las cucarachas que pueblan las celdas o enumerarían las técnicas para soportar la abstinencia sexual propia de la cárcel femenina. Quizá entonces hablarían a sus anchas de Mandingo.
Como cualquier periodista de esta ciudad, yo no sabía nada de Mandingo hasta que una editorial me invitó a hacer un libro sobre esa cárcel. La idea me encantó por la frívola razón de que me imaginé, de pronto, rodeado de mujeres. Las más desalmadas del país, seguramente, pero mujeres al fin. Parecerá una razón estúpida pero hay que hacerle caso a la primera emoción cuando te invitan a escribir una historia. Yo trabajaba como editor en la revista Etiqueta Negra y a veces publicaba crónicas de viajes. Jamás había escrito sobre mujeres hasta entonces aunque siempre he disfrutado escuchándolas sin demasiado esfuerzo. Tengo cuatro hermanas mayores, y parte de mi infancia consistió en escucharlas charlar sobre chicos, o verlas disputar batallas por el baño o interrumpir sus confesiones a media voz o acaso espiar sus llantos repentinos y frecuentes.
Por entonces, yo sabía sobre ese penal más o menos lo mismo que sabe cualquier periodista: que más de la mitad son presas extranjeras que intentaron sacar cocaína por el aeropuerto y que cientos de caballeros acuden de visita al penal para enamorarlas, casarse con ellas y así obtener una visa para Europa o los Estados Unidos. También sabía que si solicitaba los permisos necesarios para hacer mi trabajo de periodista, terminaría haciendo entrevistas correctas a presas correctas bajo la tutela de un guardián en una sala correctamente maquillada para la ocasión. Mis dos editoras estuvieron de acuerdo en que el resultado de esa experiencia podía ser impublicable.
Había un primer problema por resolver. De cierta manera, ir a reportear se parece mucho a lanzarse de un avión sin paracaídas: el fracaso es seguro pero tienes que aprender a confiar en la fortuna. Fui al penal un sábado de visita en busca del azar y sin libreta de notas.
Desde los muros exteriores se desenredaba una fila larguísima de visitantes: hijos, esposos, amantes, novios, padres de las reclusas. Todos parecían conocerse e intercambiaban confesiones en voz alta. Había muchos rostros feroces y uno de ellos me era familiar. Era un viejo amigo cuya esposa estaba detenida desde hacía más de un año por haber enviado ayahuasca a España, aunque hacerlo no representaba un delito. En tanto los jueces tardaban en determinar su inocencia (como al final ocurrió), Ronald iba todos los sábados a visitar a Haydée. Como la mayoría de visitantes, llevaba consigo una bolsa de regalos para su mujer: revistas, chocolates, ropa, comida, fajos del expediente judicial y una botella de jugo de naranja que —me dijo— contenía un pequeño porcentaje de ayahuasca. Los agentes jamás lo detectaron. El alucinógeno ayudaba a Haydée a soportar el encierro. Llegada la noche, ella bebía el brebaje y se recostaba en espera de visiones más agradables que la realidad. La cárcel es un infierno. Repetirlo, un lugar común. Tomar ayahuasca no.
Aquella confesión fue una primera señal. Le conté a Ronald sobre el libro que quería escribir y, una vez dentro del penal, me invitó a pasar el día en la misma mesa con su esposa y algunas compañeras que ella iba a presentarme. En el sentido más literal, el patio de la cárcel parecía una fiesta: la mayoría de las presas se habían preocupado por ponerse guapas para sus hombres, incluso las que no tenían visitas lucían arregladas, en vestidos, labios pintados de colores, escotes atractivos. Eran unas quinientas mujeres desperdigadas por el patio, solas o acompañadas, y la carga sexual era notoria como un huracán. Escotes. Miradas. Besos volados. Las presas sin visitas se reunían en una verja y llamaban a los caballeros solos, como sirenas a la caza de aventureros.
En la mesa, Haydée fue revelándome las reglas del día de visita y me guió por en ese carnaval de contenido desenfreno. Las que ves allá quieren tener un novio para que les regalen cosas: jabones, fideos, revistasLa de allá es sudafricana y tiene sida. Ella se llama July, es escocesa y la semana pasada se quiso ahorcar. Esa chica que camina solita es filipina y no habla con nadie porque no sabe una palabra de español ni de inglés. La señora de cabello rubio está como loca porque una banda ha matado a dos de sus hijos. La gordita sonriente entró acá porque vendió a su hijita recién nacida. A esa le dicen la gitana, siempre pide plata y no está embarazada: es un tumor. A esa española le ha pasado cada cosa: la directora del penal le tenía celos porque su esposo, que era abogado, la miraba mucho; al final el marido se fue con otra reclusa. Esas dos son enemigas a muerte; les han prohibido estar a menos de cinco metros una de la otra. Esa de allá acaba de salir del hueco, encerrada sin luz durante quince días. Y esta chica guapa de acá es mi amiga Alicia.
Haydée me presentó a sus compañeras y estas me llevaron a otras reclusas que luego me condujeron a más. Las conversaciones fluían como pueden hacerlo las charlas entre amigos. Haydée les decía que yo era un periodista y que quería escribir un libro —aunque no sabía muy bien de qué— y que me bastaba con conocerlas y escucharlas.
Aquella primera mañana yo había sido demasiado precavido y ni siquiera llevaba una libreta de apuntes. Temía que incautaran mis anotaciones. Solo llevaba dos hojas bond dobladas, donde apunté mis primeras impresiones sobre el lugar. El escenario. Los olores. Los colores. Los sonidos. Las imágenes como venían. Era muy importante registrar estos datos desde el inicio, pues en lo sucesivo mis sentidos se irían acostumbrando al lugar y todo perdería su sorpresa original.
Cuando Haydée me presentó a Alicia Barona entendí cuál iba a ser el tema de mi libro. Era una reclusa ecuatoriana de veintiséis años, guapísima, que hacía unos meses había dado a luz a su tercer hijo. No tenía esposo ni novio y toda su familia, incluidos sus hijos, estaban en su país. Iban a condenarla a veintidós años por haber sido cabecilla de una banda de narcotraficantes. Ella decía que era inocente, pero con el correr del tiempo y con la confianza que generan las visitas, me contó algunos secretos. Lo que más la aterraba era imaginar que pasaría las dos décadas siguientes sin tener sexo. De hecho, llevaba ya un año sin que un hombre la tocara y eso la afligía. Una noche tuvo un sueño perturbador. Un policía negro y grande entró en su cama, la besó por todo el cuerpo y la penetró con furia. Cuando despertó, Alicia tenía moretones en el cuello. Sus compañeras le explicaron que un fantasma rondaba el penal en busca de las mujeres más necesitadas de cariño. Era un ser perverso. Solo se le aparecía una vez a cada reclusa. Alicia, como otras que habían soñado con él, pasaba las noches deseando inútilmente que Mandingo regresara.
Alicia me enseñó una dimensión invisible del encierro. Estar presa es una cosa. No tener sexo ni amor, una tortura adicional, algo sobre lo que los jueces y fiscales jamás te previenen. En ese estado de insatisfacción de lo más elemental, “el infierno” se hace material. No tener sexo. No tener un baño limpio. No tener privacidad. No tener espacio para bailar, si eres bailarina. No tener permiso para besar a tu novia, si eres lesbiana. No tener opción de trabajar para mantener a tus hijos, si eres madre, y enterarte semana a semana que ellos se van haciendo hombres como pueden y donde pueden. Las rejas destruyen todas las relaciones, y este penal estaba lleno de familias, matrimonios y noviazgos deshechos. En los penales de hombres, las reglas son tan flojas que los reclusos terminan llevando prostitutas a sus celdas, si es que no desean usar las habitaciones conyugales de la cárcel con sus mujeres. En el penal femenino, el sistema raciona el sexo de tal manera que, de 1250 reclusas, solo cincuenta tenían permiso para usar las habitaciones matrimoniales. Las mujeres se embarazan, me explicó un funcionario. Los hombres no. Alicia Barona quería tener sexo y no podía. Soñaba con Mandingo.
***
Durante los doce meses que visité el penal, conversé con unas cincuenta reclusas. Con algunas charlé a lo largo de varias semanas y con otras apenas un día o una tarde. Siempre dejé que los encuentros fueran naturales, y que ninguna reclusa se sintiera presionada o perseguida. El encierro las convertía en seres muy volubles y tenían una necesidad muy grande de hablar. Hacerlo con un extraño era una ventaja para ellas: yo no las juzgaba, no las iba a denunciar y tampoco pretendía correr con el chisme entre sus compañeras, algo ellas temían y por lo cual se sentían solas a pesar de estar rodeadas de tantas personas. Nunca sabes cuándo una confesión se convertirá en la telenovela de moda en el penal. Yo tomaba notas, las escuchaba y les hacía preguntas. A veces les invitaba a un café o un cigarrillo, como hacen las personas gentiles; casi nunca los periodistas.
Después del sábado de visita, me hacía tiempo en los días de semana para revisar archivos de diarios, ir a bibliotecas y hacer entrevistas. Conversé con funcionarios sobre el sistema penitenciario, con abogados sobre los engorrosos procesos judiciales, con antropólogos sobre la cultura carcelaria; también hablé con antiguas reclusas que ya gozaban de libertad; con policías que habían participado en la captura de algunos de mis personajes; con periodistas de sucesos que cubrieron esos momentos; con mujeres que prestan servicio de voluntariado en el penal; con parientes de reclusas en las casas de las reclusas; también leí tesis universitarias, novelas y ensayos; desde Dostoievski y Foucault hasta testimonios de reclusos liberados e informes médicos sobre las patologías en el penal. El trabajo se convirtió en una obsesión y en una forma de vida a lo largo de un año. Quería convertirme en la persona que más supiera sobre el tema. No sé si lo conseguí, pero me ayudó a escribir. Si eres reportero, has de saber bien que la información siempre te dará autoridad.
Comencé a escribir tres meses antes de que se cumpliera el plazo de entrega del libro. Fueron días intensos porque, además de seguir reporteando, debía cumplir con el trabajo en la revista, donde el día a día era ya de por sí es arduo y fatigante. Para cumplir con ambas obligaciones, tuve que crearme una rutina especial y la defendí por encima de todas las cosas.
Dejé de salir los viernes por la noche durante todo el año que duró el trabajo. El sábado debía levantarme fresco y lúcido para ir al penal. No es gran cosa pero me perdí juergas y cumpleaños de muchos amigos. Fue más difícil crear el espacio para escribir. ¿En qué momento puedes escribir cuando tienes un trabajo de oficina? Nunca he tenido problemas con levantarme temprano así que, esta vez, adelanté el despertador. Prefiero leer y escribir temprano en la mañana pues es el momento del día en que estoy más lúcido. Conforme las horas avanzan, la vida se contamina de obligaciones y de problemas por resolver: suena el teléfono, llegan mensajes al correo, tocan la puerta de casa. La paz sólo existe de madrugada, cuando el mundo duerme. Así que fijé el despertador a las 3 de la mañana y aprendí a irme a la cama muy temprano. Escribía, reescribía y corregía hasta las 9 am. Seis horas. Luego salía a trabajar, a resolver problemas, a responder el correo electrónico.
He tratado de mantener esa rutina hasta ahora.
***
¿Cuántas historias eres capaz de escuchar sin que te duela? ¿Cuántas desgracias puedes oír sin empezar a sentirte un poco desgraciado? ¿Cómo le afecta al reportero su trabajo de testigo y oidor profesional?
No me hice estas preguntas hasta que terminé de escribir Día de visita. Durante casi doce meses escuché todo tipo de confesiones, desde las más hilarantes hasta las más terribles. Vi a docenas de mujeres llorar, arrepentirse, renegar de su pasado. Una reclusa me pidió que le enviara un mensaje a un hombre que había visto apenas una vez y del que estaba enamorada hasta el insomnio. Otra me tomó de la mano mientras me contaba que todas las noches soñaba con la hija que una vez vendió. Hubo quien les decía a sus compañeras que yo era su novio y luego me pedía que, por favor, no la desmintiera. Una reclusa me dio permiso para solicitar una habitación conyugal para acostarme con ella. El libro ya estaba impreso y se vendía en librerías, se había presentado y los diarios publicaban reseñas, pero yo seguía preguntándome qué iba a ocurrir con las reclusas ahora que ya no las vería más. ¿Encontrarían amor? ¿Se reconciliarían con sus hijos? ¿Irían a buscarlas los hombres de sus vidas? La ansiedad por saber cómo sigue la historia me perseguía. Tenía pesadillas.
Un día se lo conté a Ronald, ese amigo chamán cuya esposa estaba presa, y su diagnóstico fue tan claro que le creí. Me dijo que mi corazón había absorbido demasiada pena, y que necesitaba reposo. “No eres una esponja”, me explicó. “Si te cargas de tristeza tienes que liberarla tarde o temprano”. Tomar ayahuasca fue un buen remedio para mí; era un planta que conocía bien y que había bebido en otras circunstancias, pero hubiera dada lo mismo si emprendía un viaje a las montañas o si tomaba unas vacaciones en la playa. Necesitaba descansar y descansé. Ahora considero necesario cumplir un rito similar de liberación después de cada aventura. El reportero debe saber cuidar y descansar el espíritu.
***
Aquella noche en el hotel, las langostas revoloteaban a sus anchas mientras Daniel y yo reposábamos sobre tumbonas. El hotel estaba lleno de políticos locales, que iban a reunirse el día siguiente para hablar sobre los bichos. Un comunicado que alguien había abandonado sobre el mostrador de la recepción decía: “Se les informa que la plaga todavía no ha sido extinguida, señores, y no debemos bajar la guardia”.
Una langosta mordisqueaba el filo de la hoja de papel con ansiedad y hasta se diría que con odio.
La escena era de terror y hermosa a la vez porque era la realidad. Cansado y sin ánimos para nada, sentí una breve ráfaga de felicidad. La felicidad de no ser una langosta.


De Revista Jot Down, 07/2012


Imagen: Portada de Día de visita, de Marco Avilés (Libros del KO. Madrid 2012)

No comments:

Post a Comment