Saturday, May 12, 2012

Recuerdos de la muerte

Pablo Cingolani




Si desean leer una historia y acaso una sociología con relación al tema de la muerte, al menos dentro de la esfera cultural donde nos movemos, no duden en leer un volumen ya clásico: el de Philippe Ariés titulado Morir en Occidente. Mi artículo pretende ir en otra dirección: ilustrar lo más que se pueda en torno a posibles respuestas a la pregunta que lanzó el escritor y viajero norteamericano Paul Theroux en una conferencia que brindó junto a Bruce Chatwin ante la Royal Geographical Society en Londres: ¿Cómo debería uno morir?
Una primera edición de lo allí dicho se publicó en 1985 bajo el título de Patagonia Revisitedy la edición final de 1991 de Retorno a la Patagonia correspondió sólo a Theroux, debido la muerte por causa de SIDA del autor de Los trazos de la canción.
Chatwin y Theroux, con sus libros In Patagonia y The old Patagonia Express, habían despertado un crecido interés en el Viejo Mundo por ese territorio del planeta que, desde que fue avistado y conocido por los europeos, produjo una cantidad notable de leyendas, mitos y aventuras de variada especie y tragedias, desapariciones y muertes de la peor catadura.
Por eso, tal vez, la respuesta de Theroux a su propio interrogante fue tajante: “La muerte perfecta es patagónica”. Y para explicarlo citó a otro escritor y publicista, naturalista y recordado ornitólogo, responsable también de un pequeño boom en torno a las tierras australes pero a finales del siglo XIX: el argentino Guillermo H. Hudson.
La cita es de Días de ocio en la Patagonia y dice: “El hombre que termina su curso a causa de la caída de su caballo, o es arrastrado y se ahoga al vadear una corriente crecida, ha consumido en la mayoría de los casos una vida más dichosa que la de aquel que muere de apoplejía en un despacho de contabilidad o en un comedor; o la de quien entierra su pálido rostro en el libro abierto ante sí, esa muerte que a Leight Hunt le parecía tan extremadamente hermosa (y que a mí me parece tan indeciblemente odiosa)”. Theroux no pudo evitarse el sarcasmo ya que Hudson murió de manera apacible en su casa de Londres como seguramente morirá Theroux en su residencia de Boston.
El que no eludió “una muerte perfecta”, es decir patagónica, es el responsable de la trascripción de todos estos datos en un libro titulado La Patagonia de Chatwin: me refiero a Adrián Giménez Hutton, ex presidente del Explorers Club de Argentina, quien falleció junto a Alberto Fonrouge, en su momento la gloria del andinismo del país del sur, en un accidente de aviación en la zona.

Morir sin desear morir

¿Cómo debió haber muerto Cristóbal Colón? ¿Cómo imaginó morir? No lo sabemos y como dijo en una de sus películas de otoño Marcelo Mastroianni lo más probable es que, como buen italiano –es decir, con una pizca de inmortalidad en las venas-, el navegante genovés nunca pensó que se moriría. Pero lo hizo en una cama de un convento en Vallodolid en 1506.
Todos los historiadores coinciden en una cosa: que falleció insistiendo que la India y las especies estaban al alcance de la mano y sin conciencia acerca de la magnitud de sus hallazgos. Permítaseme dudar: al leer su Diario, uno siente que Colón poseía ese fervor de los que buscan más allá de las cosas, más allá del oro (en lo aparente) tan ansiado. Por algo, estaba convencido de haber arribado al paraíso terrenal. Pero tras cuatro viajes a América, Colón había enfermado y se había amargado la vida dicen que pleiteando por sus derechos de conquista o –sigo dudando- tal vez por no poder volver a navegar -“a soñar navegando” como anotó Gregorio Marañón-, a explorar, a encontrar tierras y seres nuevos y diferentes.
Vapuleado y estigmatizado en grado sumo a lo largo de los próximos quinientos años, siempre sentí que lo más injusto que le sucedió al Almirante fue haber muerto postrado y casi olvidado en ese ignoto convento. Que lo correcto hubiese sido que Cristóbal Colón se muriera entre esa “gente de amor y sin codicia”, de “habla la más dulce del mundo y mansa”, “la mejor gente del mundo”, como el mismo consignó en su bitácora. Hacía referencia a los indios americanos de la isla que el bautizó como La Española, cuyo sector occidental ahora es ocupado por ese drama llamado Haití donde la gente que vive ahí no elige como morir, simplemente, se muere y los entierran a camionadas en fosas comunes. Ni modo: digo que muchas personas no tuvieron la muerte que se merecían. Pienso en Colón, pienso en Bolívar, pienso en Juana Azurduy. Pienso en la mayoría de los seres humanos.

Morir en la ley de uno

“¡Me precipito hacia ti, ballena, que todo lo destruyes sin vencer! Lucho contigo hasta el último instante; desde el centro del infierno te atravieso, en nombre del odio, vomito mi último hálito sobre ti. ¡Húndanse todos los ataúdes, todas las carrozas fúnebres en un foso común! ¡Y puesto que ni el uno ni el otro pueden ser míos, quiero ser remolcado en pedazos para seguir persiguiéndote atado a tu cuerpo, maldita ballena! ¡Así entrego mi lanza!”, bramó el capitán Ajab a los cuatro vientos, al gran sudario del mar y a su enemiga y alter ego de toda una vida, Moby Dick, la ballena blanca, conciente de que el tiempo del combate singular que mantuvo con el cetáceo había llegado al final, y entonces arrojó el arpón que se incrustó en el lomo del animal que, herido, saltó para adelante. Pero la línea de la lanza se atascó y una de sus vueltas atrapó por el cuello a Ajab que salió remolcado por la bestia que se sumergió y se perdió en las profundidades. Así hizo morir Herman Melville a uno de los más impactantes personajes de la literatura universal de todos los tiempos. Debemos decir: murió en su ley, murió como lo entrevió a lo largo de mil noches de fiebre y obsesión y cuando la tuvo en frente, no trepidó. Son algunos de los párrafos más memorables jamás escritos: “¿Se me niega el último orgullo del capitán náufrago más despreciable? ¡Ah, una muerte solitaria, después de una vida solitaria! ¡Ahora siento que mi mayor grandeza está en mi mayor dolor! ¡Acudid desde los confines más remotos, olas audaces de toda mi vida pasada! ¡Formad la ola inmensa y única de mi muerte!”. La belleza del final puede ser fascinante, embelesadora, irresistible.
Ese temblor y ese brillo también están presentes en la culminación de El don apacible, la monumental saga de Mijail Sholojov. Eran los tiempos cuando Stalin implantó la doctrina oficial del “realismo socialista” para reglamentar todas las artes dentro del estado soviético. La esterilidad cultural fue palpable, salvo por “El don”, como se la conoció popularmente. Narraba un fin de época: un grupo de cosacos que huían perseguidos por el Ejército Rojo que los iba venciendo, capturando y aniquilando de a poco.
La derrota era inevitable cuando Iván, el protagonista, y su gente llegaron a orillas del Don, el gran río de Rusia y de las estepas. No eran más de diez, que escaparon de cien emboscadas pero, de espaldas al río tempestuoso, no había escapatoria. Se escondieron junto a sus caballos mientras los soldados del ejército proletario iban cerrando el cerco. Entonces, Iván pidió a uno de sus compañeros que ejecute la balalaika, una especie de laúd, base instrumental de la música tradicional rusa. Primero empezaron a batir palmas; luego Iván, agachado, empezó a bailar sacudiendo las piernas, como bailan siempre los rusos; después se le agregaron los otros; tras eso, liberaron a los caballos que se levantaron y empezaron a pastar; por último se alzaron ellos y así bailando, frente a esas aguas que tanto amaban, murieron fusilados a escopetazos.

Patria o muerte

Algo de eso pasó en nuestras tierras hace unas décadas: miles de jóvenes murieron sin ningún temor, de frente y por los más altos principios, por eso la mayoría, antes de ser ejecutados, gritaban: “¡Viva la patria!” y el nombre de la organización político militar a la que pertenecían.
Si bien todas las historias de muerte durante la resistencia política a las tiranías y en la lucha por la liberación nacional son conmovedoras, hay algunas, por los matices o porque han sido entrevistas o narradas, que han destacado del resto.
Pensemos en el peruano Javier Heraud y ese su poema anticipatorio donde está incluido ese verso arrasador: "Yo no me río de la muerte/simplemente/ sucede que/ no tengo/ miedo/ de/ morir/ entre/ pájaros y árboles". Lo mataron a los 21 años en las selvas del Madre de Dios, en la Amazonía.
Sintamos de nuevo la fuerza deslumbrante de las palabras que Néstor Paz Zamora anotara en su diario de combate en las selvas de Larecaja. Apuntó, dirigiéndose a su esposa Cecilia Ávila, el sábado 29 de agosto de 1970, tras una emboscada sufrida por la guerrilla y donde tres combatientes habían desaparecido: “esto me ha llevado a pensar que la vida se da a cada instante (…) en cualquier momento ´te vas¨. Si te hieren te tendrán que dejar lo más seguro posible pero te quedarías al fin dispuesto a que te encuentre el ejército y te remate. Pero hay que estar pensando que la suerte de la columna o la Revolución no puede estar dependiendo de la vida de uno de nosotros, por valiosa que sea. (…) No sé, creo que no he de morir, tengo ese presentimiento y si he de morir, quiero que sea una muerte cargada de contenido, que provoque ondas de repercusión y haga más ´oídos receptivos´ para luchar por la felicidad del hombre”.
Esa mística, que atravesaba la historia –ese “volveré y seré millones” que nadie sabe a ciencia cierta si fue Espartaco, el líder de los esclavos sublevados contra la Roma imperial antes de ser crucificado en Padua, Tupac Katari, el insurrecto aymara previo a su descuartizamiento en Peñas, o Eva Perón, alma mater de los trabajadores y la guerrilla argentinas, en su lecho de muerte antes de ser consumida por el cáncer a los 33 años, o todos juntos quienes pronunciaron la sentencia-, volvió a recrudecer años después como el más digno de los epitafios en boca de una combatiente de 27 años y como la expresión más acabada de una estética de una muerte honrosa.
Cuando a Vicky Walsh y un grupo de montoneros, centenares de soldados los rodearon y los guerrilleros comprendieron que no había escapatoria, decidieron no entregarse vivos al enemigo. Por eso, Vicky se adelantó junto a otro compañero y les gritó en la cara: “A nosotros, no nos matan; nosotros elegimos morir” y ambos se pegaron un tiro delante de la tropa. Algunos no pudieron contener el llanto.

Cianuro y dignidad

Ante lo que comenzó a evaluarse como una política de terror y aniquilamiento sistemáticos, Montoneros entregaba a cada militante una pastilla de cianuro para que, en caso de ser detenido o herido en combate, pudiera tener la opción de autoeliminarse y no caer en manos de los militares argentinos. En su tiempo, fue una innovación de una de las guerrillas urbanas más creativas de la historia contemporánea.
Uno de los que usó la pastilla fue Francisco Urondo, al que muchos, adentro y afuera, consideraban “el poeta de la revolución”, el que había escrito aquello de que “la vida es lo mejor que tenemos” y que, gracias al cianuro, entró en la “estéril belleza de la desolación” y no en las mazmorras de los milicos.
Fue Rodolfo Walsh, su amigo y padre de la Vicky citada con anterioridad, quien narró su muerte en un combate en Mendoza, prefigurando la suya propia ya que Walsh, el más lúcido de todos los periodistas argentinos de todos los tiempos, sabía que los uniformados lo buscaban con ansia. Rodolfo, en vez de exiliarse, combatió hasta el final con el arma que mejor sabía usar: la palabra.
Cuando la noche negra de la dictadura golpeaba con ferocidad, en el sigilo más absoluto, armó eso que pasó a la historia como ANCLA, Agencia Clandestina de Noticias, y editando los boletines de Cadena Informativa pudo romper el cerco desinformador de los usurpadores.
Desde allí, comenzó a difundir los crímenes a mansalva y las atrocidades que cometía el gobierno que encabezaba Videla. Aunque sentenciado y perseguido, sus denuncias, que circulaban de mano en mano, terminaban, de manera invariable, con una declaración de fe: “Cadena Informativa puede ser usted mismo. Es un instrumento para que usted se libere del Terror y libere a otros del Terror. Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las están esperando. Millones quieren ser informados. El Terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción de un acto de libertad”.
El 24 de marzo de 1977, a un año del golpe, Walsh terminó de repartir su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, una de los textos políticos más claros para denunciar la relación entre el poder económico y el poder militar en Sudamérica. Un día después, un comando del ejército lo sorprendió en algún lugar de Buenos Aires. Walsh no se entregó: sacó su 22 y obligó a sus victimarios a dispararle. Así morían antes los intelectuales.

¿Cómo morir?

Balthasar, ese enigmático personaje de El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, ingirió veneno cuando se enteró de que la enfermedad de sus dientes era incurable y que, uno a uno, se le irían cayendo.
Erdosain, el protagonista de Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt, hastiado del fracaso y la deshonra, se sube a un tren y se pega un tiro en uno de sus vagones.
Arturo Borda, según cuenta Jaime Sáenz en su Vidas y Muertes, “murió bajo el signo del frío, en la altura- y tuvo una muerte atroz” bebiendo ácido muriático en su insistencia por beber una copa, de lo que fuera.
El músico brasileño Cazuza, cuando le diagnosticaron SIDA, se encerró en una casa de campo en Petrópolis y compuso y grabó en unos meses sus mejores canciones (el álbumBurguesía) y luego estiró la pata. En uno de esos temas pre mortis, susurraba con el hilo de voz que le quedaba: “para que llorar con las despedidas”.
La historia sin fin tampoco debería tener principio pero si de algo sirve todo lo apuntado es para que quede claro una cosa: son muy pocos los que se mueren como quieren; la mayoría se muere, simplemente, como puede.

Del archivo del autor

Imagen: Alfred Kubin/La llama eterna, circa 1900

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