Sunday, May 13, 2012

La Encrucijada Léxica Entradas para un futuro Diccionario del Viajero



María Sonia Cristoff 

En su infinita heterogeneidad, los viajeros no dejan de encontrarse con una serie de conceptos, tópicos, palabras afines que luego cada uno abordará desde su heterogénea finitud. La encrucijada léxica del viajero podríamos llamar al fenómeno. Partiendo de allí, María Sonia Cristoff va tomando notas –digresivas, caprichosas-sobre palabras que no podrían dejar de estar presentes como entradas en un hipotético Diccionario del Viajero. En esta entrega, hogar es la palabra.

Hogar: en una adaptación de Frankenstein que hizo Kenneth Branagh, hay una escena que, desafiando la impronta olvidable de la película, permaneció en mi memoria, y es aquella en la que un capitán al mando de una misión imposible, de un Polo evanescente, de una tripulación a la que solo le queda la furia del motín, decide la vuelta a casa. Ha visto lo monstruoso, el límite infranqueable de su viaje, y entonces el retorno funciona como solución. La escena debe haber quedado intacta en parte porque el capitán estaba interpretado por Aidan Quinn, uno de esos actores que me cautivan y que invariablemente caen en el olvido, y en parte mayor, supongo, porque en medio de hombres aterrados, cansados, que ya no tienen nada para decirse, únicamente se escucha la palabra que Walton –tal era el nombre del capitán- pronuncia, oscilando entre la orden y el anhelo: home. Hay un alto componente de épica demodé en la escena, lo sé, pero no solo por eso me interesa. También me interesa porque muestra sin dobleces hasta qué punto, para tantos viajeros, la vuelta al hogar ha estado asociada a algo conocido, seguro, compensante. Los llamaríaviajeros pivote: aquellos que no hacen un solo movimiento sin que el hogar funcione como base, como punto de referencia. Han sido mayoría, y su forma retórica favorita es la comparación. Todo lo nuevo que el viaje depara se define de acuerdo a sus similitudes o diferencias con lo conocido. ¿Hay alguna otra forma de mirar, acaso? No, pero en los viajeros pivote la comparación es explícita y está estrechamente asociada al motivo del viaje: lo nuevo que se vea, conozca o experimente deberá repercutir de alguna forma en esa entidad llamada hogar. Aportar, por ejemplo, a su poderío colonial o comercial, o a la construcción de determinada zona del saber científico, o cultural. Los viajeros pivote funcionan, con mayor o menor elocuencia, como enviados. Y escriben, en muchísimos casos muy bien, como tales. Con la responsabilidad de satisfacer a una serie de lectores que tienen muy claros en la cabeza -independientemente de que sus configuraciones mentales sean erróneas o no.  Entre nosotros, los más explícitos han sido decimonónicos y hombres de estado. Muchos formaron parte de la llamada Generación del Ochenta; otros fueron estrategas fundadores y enemistados: Sarmiento y Alberdi pispeando en museos y ministerios, rastreando claves traducibles, pergeñando paralelismos, señalando contrastes –tomando notas, en fin, para construir la nación. Aunque, como Alberdi, hayan pasado la mayor parte de su vida físicamente lejos del hogar(retomando la letanía de Lucky Luke), para estos viajeros el traslado es una forma de pensar, de construir lo que quedó atrás. Luego, en el siglo veinte, los más interesantes han sido escritores en función de periodistas y, entre ellos, ninguno como Roberto Arlt, que mandó sus crónicas de viaje al diario El Mundo entre los años 1930 y 1936, aunque todavía hoy siga impartiendo lecciones.

En el extremo opuesto está quien viaja para huir del hogar, incluso para olvidarlo. Con ese fin –con esa quimera- en mente, incorpora todo lo que puede de la cultura a la que arriba, en extremos que por momentos bordean la inocencia suicida o el gesto crítico más extremo. Pretende sumergirse, perderse en lo otro. El viajero mimético lo llamo. Como personajes, para mí, son de un interés supremo; y entre ellos abundan las mujeres. Por nombrar solo tres: Isabelle Eberhardt -la viajera que abandonó su vida suiza y aristocrática para vivir como un mendigo convertido al Islam en el norte de Africa-; Alexandra David-Neel –famosa por ser la primera mujer occidental que entró en la ciudad prohibida de Lhasa, aunque en el hecho no hay que leer ninguna contienda de resonancias deportivas sino percibir solo un capítulo más de su inmersión de por vida en el Budismo y la cultura tibetana-; y Gertrude Bell –quien encontró en Oriente Medio, en Bagdhad más específicamente, el territorio propicio para dejar de ser solo una brillante y educada dama inglesa y revelarse en cambio como escritora, arqueóloga y estratega de fuste. Tres facetas que, al igual que una serie de trabajos, compartió con T.E. Lawrence. También compartieron su cualidad de viajeros miméticos. Algunos rebatirían esto último, sobre todo en el caso de Lawrence, arguyendo que durante toda su experiencia en Oriente Medio, e incluso a su regreso a Inglaterra, éste no dejó de trabajar para alguna forma del poder británico, pero creo que la autoaniquilación en entregas a la que cedió durante ese regreso revela hasta qué punto lo que volvió de él no fue más que una especie de cáscara. Entre contemporáneos, y mutando todo lo mutable, un caso similar es el de Robert Fisk, el brillante corresponsal del diario inglés Independent en Oriente Medio -solo que él, para evitar la autoaniquilación, prefiere quedarse allí, no volver más. Entre nosotros, hay un único viajero mimético -hablo de los que, además de viajar, escriben, claro- y se llama Raúl Rossetti. ¿Por qué será, me pregunto, que son tan pocos entre nosotros? Tal vez habría que agregar un segundo: Manuel Baigorria, el cautivo autoconvocado, el que se fue por decisión propia a vivir entre los ranqueles. Tal vez. Igual seguirían siendo tan pocos. Supongo que, si por nosotros estoy entendiendo un país, una nación, la cronología lo explica: en el auge del viaje mimético europeo, el diecinueve, acá estábamos laboriosamente construyendo algo que, de tan nuevo y tan extraño, podía resultar perfectamente otro en el cual perderse, una perfecta Dimensión de lo Desconocido a la vuelta de la esquina.

Estos dos tipos de viajero –estas dos ideas de hogar subyacentes- pertenecen ya, creo, al pasado. Existen, podemos dar con ellos hoy, pero de todas formas pertenecen a un pasado en el cual la idea de hogar funcionaba, culturalmente, como un bloque sólido de lazos, creencias, definiciones y pertenencias. El conflicto y la heterogeneidad existían en ese hogar de origen, claro, pero la idea, elconcepto de hogar que se construía estaba hecho de los sustantivos enumerados recién y de otros afines. El hogar venía, en fin, asociado a lo unívoco y a lo sólido. Pero las cosas han cambiado. James Clifford lo explica muy bien remitiéndose, en realidad, a un relato de Amitav Ghosh en el que éste cuenta su experiencia como etnógrafo –que también lo es- en un pueblito remoto del Delta del Nilo. Allí donde pensó que iba a encontrar la cultura y la gente más asentada y tranquila, en realidad dio con habitantes más próximos a la movilidad frecuente que uno habitualmente adscribe a los pasajeros de la sala de preembarque de un aeropuerto. “Muchos habían trabajado o viajado por los sheikdoms del Golfo Pérsico; otros habían estado en Libia, en Jordán y en Siria; algunos habían estado en Yemen como soldados; otros en Arabia Saudita como peregrinos; unos pocos habían visitado Europa: algunos tenían pasaportes que, de tan usados, se abrían como si fueran un acordeón”, dice Gosh para ejemplificar hasta qué punto sus predicciones habían sido erróneas. El pueblito tradicional, rural, convertido en sala de preembarque, rescata Clifford para definir un concepto de cultura propia entendida no en términos de asentamiento localizado sino más bien como una serie de encuentros en movimiento, en viaje. De donde no debe deducirse que todo el mundo está yendo de un lado para el otro permanentemente, sino que existe todo un mundo de interconexiones, viajes previos y paralelos que construyen lo que terminamos entendiendo por hogar. En determinado momento, Clifford se vuelve autobiográfico para seguir desarrollando este concepto, y se aboca a la tarea de “desarticular California”, su lugar de residencia. De allí deduce, como quien mira capas que se superponen en el tiempo pero que también, en algunos casos, coexisten en el espacio, que la tarea implica ser consciente de la presencia de los rusos que se establecieron en ese mismo lugar a principios del siglo veinte, del comercio con los chinos por el cual lo hicieron, de la materia prima que entonces llegaba desde el sur -Chile y Perú especialmente-, de las tribus indígenas californianas, de la expansión colonial española en la Alta California, de la presencia del Estado norteamericano y de la gran población de inmigrantes asiáticos que hoy pueblan la región. No hay que confundir esta enumeración con la efeméride cronológica típica de guía turística ni tampoco sospechar que Clifford quiera hipotetizar “qué hubiese pasado si” tal o cual cultura prevalecía o prevalecerá sobre otra: de hecho, esa idea de culturas puras que se imponen unas sobre otras es la que quiere desechar para sostener, en cambio, la idea de que una cultura está construida a partir de esas interconexiones y coexistencias, de esos movimientos constantes. De una quietud refutada, en fin. Algo similar sostiene Orhan Pamuk en su extraordinario Estambul, donde rastrea hasta qué punto la idea de “esencia turca” sostenida por los escritores que apoyaron a Atatürk en su construcción de una República que se proponía sepultar siglos de dominación otomana está construida, en realidad, a partir de representaciones provenientes de viajeros europeos como Théophile Gautier, Flaubert, Gérard de Nerval, Pierre Loti, André Gide, Edmundo de Amicis, Lamartine y Mark Twain. En la misma línea está lo que sostiene Adolfo Prieto cuando rastrea hasta qué punto gran parte de la incipiente literatura argentina del diecinueve está configurada por los relatos de viajeros ingleses que entonces recorrieron el país inspirados, principalmente, por asuntos comerciales. A quien viaja y narra adscribiendo a esa idea de hogar ecléctico, móvil, lo llamo viajero homeless, si me perdonan el anglicismo (viajero en situación de calle no solo sonaría mal: es otra cosa). El lugar de origen dejó de ser ese hogar entendido como forma pura, de contornos bien definidos y bases inamovibles. El lugar de arribo, por ende, tampoco es tan Otro ni tan reducible a estereotipos, de allí que el viajero homeless es mucho menos permeable a dejarse llevar a ciegas por la “actitud textual” de la que habla Said: así como corre el velo sobre la idea de hogar es capaz de hacerlo, al menos en una medida mayor a la habitual, frente al lugar de arribo. El viajero homeless, de hecho, ha dejado atrás el binarismo hogar versus extranjero y es capaz de sentir, por segundos, por ráfagas, algo de extranjero en su lugar de residencia, y viceversa. Entre nosotros, los exponentes más claros de este tipo de narrador se dan en relatos del viaje a Oriente de algunos contemporáneos: María Moreno, Matías Serra Bradford, María Martoccia y Pablo Schanton especialmente. Los dos primeros llegan a construir una especie de hogar tan transitorio como deseado en el otro lugar: Moreno en Marruecos, Serra Bradford en Tokio. Los dos segundos narran desde el movimiento continuo: un país al que se llega después de pasar por tantos otros en el caso de Martoccia, una serie de escenas borrosas entrevistas desde la ventanilla del tren en el caso de Schanton. Todos ellos construyen narradores dislocados, sin hogar, pero no hacen de eso una instancia de confusión ni de ritornello perceptivo: todo lo contrario, la mirada se agudiza, está más alerta que nunca. El estado homeless y la pertenencia ecléctica otorgan, creo, la distancia necesaria para ver más claramente y repensar prejuicios e ideas cristalizadas, tanto respecto a lo que se llama hogar como a lo que se supone extranjero. No por eso el viajero homeless está alienado de su cultura local, no por eso responde a la revulsiva figura del viajero global que todo lo conoce y todo lo confunde: más bien, mira con la cautela de quien prueba cuán fría está el agua de un mar que cree conocer; mira de cerca, hipotetiza; desconfía sobre todo de sí mismo; construye su voz no partiendo de la pertenencia asertiva sino de la incertidumbre creativa.

María Sonia Cristoff, escritora argentina, ensayista y periodista - principalmente del Diario La Nación, especializada en libros de viajes. El artículo fue escrito para la revista "Siwa", dirigida por Marcelo Gargiullo, y cuenta con su aprobación y recomendación para esta publicación en Amsterdam Sur.

Imagen: Amy Rice/Seasonal Travel

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