Wednesday, May 2, 2012

La disco rusa


Angel Ferrero


«Los caminos de los extranjeros que aterrizan en Alemania son inescrutables», escribe Wladimir Kaminer en paráfrasis bíblica. «Conozco a compatriotas –continúa– que llegaron a Alemania como buscados informáticos, otros fueron reconocidos como fugitivos políticos. Muchos llegaron como rusos alemanes (Russlanddeutsche), como parte de la consolidación de la política de sangre y suelo (Blut und Boden), y unos cuantos llegaron ufanándose de que invertirían un millón en la industria alemana y recibirían como pago el pasaporte.» Jawohl, en Alemania viven más de dos millones de ex ciudadanos de la Unión Soviética, muchos de los cuales son hijos de aquella emigración que tienen ya el alemán –que hablan sin rastro del marcado acento eslavo– como primer idioma. Son la segunda generación de la última de las sucesivas oleadas migratorias procedentes de Rusia: «la primera ola fue la guardia blanca durante la revolución y la guerra civil; la segunda ola emigró entre 1941 y 1945; la tercera se componía de disidentes expatriados a partir de los sesenta; y la cuarta comenzó con los judíos que llegaron en los setenta a través de Viena. Los judíos rusos de la quinta oleada [lo hicieron] a comienzos de los noventa», escribe Wladimir Kaminer, él mismo ruso judío. Con esta quinta oleada llegaron, como ya se dijo, muchos de los descendientes de los alemanes del Volga –campesinos y artesanos, pero también ingenieros y trabajadores cualificados que se asentaron en el país vecino a mediados del siglo XVIII a propuesta de Catalina la Grande (nacida en la ciudad alemana de Stettin, hoy Szczecin, Polonia)–, duramente represaliados por Stalin durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Se calcula que en una década, entre los años 1990 y 2000, inmigraron más de dos millones de ellos, tomando la nacionalidad alemana que les ofertaba la República Federal como "repatriados tardíos" (Spätaussiedler). Una decisión no exenta de polémica, pues la mayoría de ellos no habla alemán, conoce superficialmente la cultura e historia alemanas y en ocasiones su parentesco con Alemania se remonta dos generaciones, siendo los padres rusos o incluso kazajos.

Hoy existen comunidades rusas en prácticamente todos los barrios de Berlín, pero especialmente en Marzahn-Hellersdorf –donde La Izquierda reparte pasquines en campaña electoral tanto en alemán como en ruso– y Charlottenburg, distrito que, hoy como ayer, vuelve a ser conocido popularmente con el nombre de "Charlottengrad". Todos estos datos han vuelto a estar más o menos presentes en los medios de comunicación debido a a las recientes protestas en Rusia y, ahora, por la adaptación cinematográfica de Russendisko –hay traducción española: La disco rusa (DeBolsillo, 2003)–, que se estrenó el pasado 29 de marzo.

Rusia y Alemania: una historia de amor-odio

Las relaciones germano-rusas darían, como se dice, como para llenar un libro y, de hecho no sólo existen varios, sino que hay todo un museo dedicado a la cuestión: el Deutsch-Russisches Museum en Berlin-Karlshorst, alojado en un antiguo casino de cadetes de la Wehrmacht donde en 1945 se firmó la capitulación de la Alemania nazi y que hasta 1994 fue conocido oficialmente como "Museo de la capitulación incondicional de la Alemania fascista en la Gran guerra patriótica".

La particular posición geopolítica de la nación alemana, en el corazón de Europa como bisagra entre Occidente y Rusia, alimentó desde hace más de doscientos años la dualidad hacia el vecino en su conciencia nacional. Por una parte, como un inmenso país del que procedían invariablemente las hordas invasoras –bárbaros, cosacos o bolcheviques dispuestos a aplastar la revolución o provocarla, dependiendo del momento histórico–, por la otra, como lugar de inversión y fuente de ingentes recursos naturales con los que mantener la dinámica industria alemana en funcionamiento. El II Imperio supo agitar inteligentemente el fantasma de la invasión rusa –en las fuerzas de progreso seguía vivo el recuerdo de la Santa Alianza– y atraerse a los socialdemócratas para obtener su plácet a la Primera Guerra Mundial. En los años treinta esta dualidad se polarizaría aún más: por una parte, la Ostorientierung, que impregnaría no sólo a la izquierda comunista, sino también a una parte de la derecha y aún la extrema derecha que creía en una alianza con Rusia como forma de protección contra Occidente. Por la otra, el temor de los conservadores a la extensión, por contagio o invasión, del comunismo, del que la URSS representaba su "fortaleza". Nada de esto experimentó muchos cambios tras la Segunda Guerra Mundial con la división de Alemania: para la RDA la URSS era oficialmente el "hermano mayor" que ofrecía protección y del que había que aprender –"Aprender de la Unión Soviética significa aprender a vencer" (Von der Sowjetunion lernen, heißt siegen lernen) se decía–, mientras que para la RFA era el bastión de la ideología enemiga a derrotar –incluyendo la socialdemocracia, a la que la CDU atacó con el infame cartel "Todos los caminos del marxismo conducen a Moscú" (Alle Wege des Marxismus führen nach Moskau)–. La propaganda oficial distaba con frecuencia de ser efectiva, pero contribuyó en cualquier caso a enraizar muchos de los tópicos, por inocentes, positivos o negativos que fueran.

La misma dualidad mantienen los rusos con respecto a los alemanes: a pesar de la desconfianza hacia la proverbial laboriosidad, superioridad técnica y frialdad emocional del vecino –que, convenientemente exageradas, servían para atizar y galvanizar al nacionalismo ruso–, la admiración hacia los alemanes, no siempre por los motivos adecuados, fue constante. Sabido es que el primer ministro ruso zarista Piotr Stolypin intentó implementar el Sonderweg del II Imperio alemán –una fórmula por la cual el país se modernizó en muy pocos años sin alterar sus autoritarias estructuras sociales–, atrayendo a numerosos inversores alemanes. Incluso los propios bolcheviques estaban fascinados por la eficacia del estado e industria alemanes–«mientras en Alemania no se aviste el "nacimiento" de su revolución, es nuestra tarea aprender del capitalismo de estado de los alemanes, adoptarlo con todas sus fuerzas, no dejarnos asustar por sus métodos dictatoriales», escribió célebremente Lenin (sus palabras se materializaron en cierto modo con la colaboración entre ambos países tras el Tratado de Rapallo en 1922, que benefició a una URSS necesitada de modernización y a una Alemania necesitada de socios comerciales tras el aislamiento tras la Primera Guerra Mundial)–, y ¿no era acaso el socialismo científico un producto del proletariado alemán, el teórico del proletariado según Marx y Engels en el movimiento obrero internacional?

Esa ambivalencia, tanto en unos como en otros, se mantiene hasta el día de hoy. Kaminer comenta con punzante sarcasmo el llamado "escándalo de visados" de 2005 en Meine russischen Nachbarn  (Goldmann, 2009): «El miedo procedía de que Alemania es un país pobre, permanentemente amenazado y explotado por los receptores de las ayudas sociales, los parados, los islamistas, los predicadores del odio, los trabajadores ilegales y ahora, además, por millones de criminales y prostitutas ucranianos, que llegaban a Alemania con un inmaculado visado para cometer aquí sus fechorías. "Cada año se conceden hasta 2.000 visados al día en Kíev", informaban los diarios. "Si eso fuera cierto, los invasores habrían saqueado ya el país por completo", pensaba. Pero la mayoría se tragaba este tipo de noticias.» Y al contrario: en una encuesta que se realizó en la Federación Rusa en el 2001, el 64% de los participantes tenía una imagen positiva del país. Ahora bien, cuando se les pidió que señalasen las características que más definen a los alemanes, un 13% respondió «la meticulosidad y la disciplina», un 11% «la puntualidad y la pedantería», un 7% suscribió la afirmación «los alemanes son trabajadores» y un 2% la de que «los alemanes son limpios y ahorradores». Un 4% señaló incluso que lo que define a los alemanes es «su crueldad» y suscribió la frase de que «los alemanes son gente sádica.»

La disco rusa

Cuando, procedentes de Moscú, Wladimir Kaminer y sus amigos llegaron a Alemania pocas semanas antes a la disolución de la RDA animados por el padre del autor –«sois jóvenes y no tenéis nada que perder: Alemania es lo vuestro»–, el gobierno alemán proporcionaba a los inmigrantes rusos una renta de 180 marcos alemanes (DM), con la que Kaminer y sus compañeros de desventuras intentaron hacer negocio viajando hasta un Aldi en Wedding donde compraban latas de cerveza por 43 pfenning para luego revenderlas por 1'20 DM en la estación de Lichtenberg junto a una pareja de sajones que intentaba ganarse la vida en la Alemania reunificada vendiendo setas de su región natal. «Entonces –escribe Kaminer– el capitalismo todavía no había alcanzado este distrito, nosotros éramos prácticamente sus precursores.» Como todas las historias de emigrantes, ésta, como ven, también tiene algo de supervivencia y picaresca. Kaminer aprendió alemán de manera autodidacta con un libro de texto publicado en la Unión Soviética, Deutsches Deutsch zum Selberlernen, cuyos cómicos ejemplos remitían invariablemente a los komsomol, los koljoses y la historia del partido y que empezaba con el siguiente prólogo: «En alemán, "la joven muchacha" (das junge Mädchen) es neutro, mientras que la patata (die Kartoffel), en cambio, no lo es. "Los pechos" (Der Busen) es masculino y todos los sustantivos comienzan con mayúsculas.»

Los jóvenes se abrieron paso aquellos primeros años como pudieron, pasaron de vivir en un asilo con vietnamitas –que descubrieron rápidamente los ingentes beneficios que proporcionaba el contrabando de tabaco–, albanos y gitanos de Europa oriental en Marzahn a ocupar una vivienda abandonada en Schönhauser Allee, en el cambiante Prenzlauer Berg de comienzos de los noventa, donde Kaminer finalmente estableció su residencia junto a su mujer Olga. Además de como escritor, Wladimir Kaminer es famoso por organizar la disco rusa del título –cuyo nacimiento reproduce la película–, un encuentro musical que tiene lugar dos veces al mes en el Kaffe Burger de la Torstraße, y en el que colaboran, pinchando música rusa contemporánea, su mujer y el ucraniano Yuriy Gurzhy, miembro de la banda de música Rot Front. La primera velada tuvo lugar sin embargo en el club Zapata junto a la celebérrima casa Tacheles –hoy bajo riesgo de demolición– un 6 de noviembre. El cartel anunciaba «una noche loca de baile salvaje para conmemorar el aniversario de la gran Revolución de Octubre» y su popularidad ha ido en aumento desde entonces. La idea de fondo era mejorar la imagen de un término cargado de connotaciones negativas, pues entonces se conocía como "Russendisco" (sin "k") las discotecas y fiestas organizadas por los inmigrantes de los países de la extinta Unión Soviética –especialmente rusos alemanes– donde se pinchaba música contemporánea rusa y que, percibidas como una suerte de sociedad paralela, coparon los medios de comunicación a mediados de los noventa por los altercados, los excesos de alcohol, el consumo de drogas y la exclusión de asistentes que no tuvieran un origen ruso.

A pesar de que el reparto enteramente alemán resta algo de credibilidad a la película –que a veces bordea algunos de los lugares comunes del "carácter ruso", popularizados en Alemania por las comunidades de emigrantes de los veinte y treinta que lo explotaron en espectáculos de folklore como forma de subsistencia–, merece la pena prestar oídos, cómo no, a la banda sonora de Russendisko, donde se mezclan el klezmer, el ska y las versiones de clásicos del folklore ucraniano e incluye "B-Style" de Rotfront, "Super Good" de Leningrad, You took the piss out of me" de VV –una versión del la popular canción ucraniana Ti x mene pidmanula (Ти ж мене підманула)–, "Marusya" de Svoboda –una actualización asimismo del clásico ucraniano "Marusya" (Маруся)–, "Moldavaneska" de Dr. Bajan, "Son *Der Traum)" de Amsterdam Klezmer Band o "Odessa" de Golem.

Pero en Russendisko –y ahora me refiero al libro, no la película Kaminer también recoge, con ese sentido del humor característicamente eslavo en que se mezclan la ironía y algo de melancólico, las historias de otros rusos en esta tragicomedia llamada emigración. Historias como la de Wladimir, que montó un restaurante que fue inmediatamente castigado con el nombre de "local de la mafia rusa" (die Russenmafiapuff); el arqueólogo ruso que terminó trabajando en Berlín ante una máquina de coser recomponiendo vestidos; el asistente de teatro francés que se enamoró de una actriz rusa cuya historia terminó mal y terminó hundiéndose en una depresión severa. Y quién sabe qué otras historias se quedaron en el tintero. Historias de inmigrantes nunca faltan. Menos aún en esta ciudad, donde acaso todo se reduzca, como dice Kaminer, a verse «no como parte de la comunidad turca, rusa o etíope, sino como parte de la gran comunidad de extranjeros de Alemania.»

Àngel Ferrero es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso. 

De Revista SinPermiso

Foto: Escena del filme Russendisko

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