Monday, November 29, 2010

Entrevista a Miguel Sánchez-Ostiz


Por Martín Zelaya Sánchez

El reconocido escritor español confiesa estar encantado con Bolivia. Estuvo de viaje y paseo por varias ciudades y provincias del país en tres ocasiones en los recientes cinco años, experiencia de la que salió su libro Cuaderno boliviano

Cautivados por la Entrada del Gran Poder en La Paz, por la gastronomía paceña y la hospitalidad general del boliviano quedan muchos turistas y visitantes. Pocos, no obstante, experimentan un enamoramiento casi a primera vista de este país, y menos aún son escritores consagrados en el ámbito internacional y plasman estas vivencias en un libro.

El español Miguel Sánchez-Ostiz estuvo en el país en tres ocasiones entre 2004 y 2009. “¿Bolivia en el corazón? Sí, es cursi, pero dígalo usted de una manera más gráfica. Hay ya un Cuaderno Boliviano 2, en busca de editor, y habrá un 3, aunque tengan otros títulos más estimulantes”, señala en una especie de síntesis de lo hecho y confesión de lo planificado.

Este narrador, poeta, ensayista, crítico de arte y literatura se encandiló con la prosa de Saenz, Urzagasti y De Recacoechea; conoce y aprecia a Ramón Rocha Monroy, autor, columnista y amigo; y tuvo que casi huir de La Paz en su primera visita, en la que pilló a la ciudad en una de las tan comunes crisis sociales.

De esto y más —entre ello, su certeza de que el futuro de la literatura mundial está en las letras de los emigrantes y los hijos de los emigrantes— habla este ganador del prestigioso Premio Herralde de Novela en esta entrevista.

“El viaje lo hice desde Valparaíso. Me he cambiado de país. Me siento mejor en Bolivia que en Chile. Qué cosa más rara, qué fuerza de atracción tiene Bolivia, el día a día. Fuerza de atracción intelectual, humana. Un país más vivo que convulso. El mes que viene tengo que dar una conferencia en Bilbao en una semana oficial boliviana. En el País Vasco y Navarra hay una colonia muy importante de bolivianos. En fin, no le entretengo, que me tiene usted aquí trabajando”, escribió como adelanto, una vez contactado por correo electrónico.

—¿“Cuaderno boliviano” es un típico libro de viaje? ¿Sólo crónica? ¿Opinión, interpretación de un país? ¿Una mirada personal… una lectura sociológica…?

—Creo que es bastante cajón de sastre. He procurado opinar poco, primero porque me parece de una arrogancia sonrojante y frivolidad esa actitud de ir a un lugar desconocido a enseñarle a la gente lo que tiene que hacer o dejar de hacer. ¿Qué se yo de Bolivia? Nada.

Dejé mis prejuicios en casa, para mejor ocasión, a ver si cuando vuelvo se han hecho humo. Procuré ver las cosas, ver en lo que hay. Creo en ejercitarse en el respeto del otro, a su escucha. Además, muchas de las cosas que ves o a las que asistes como testigo se comentan solas.

—Según las reseñas escribió sobre el Gran Poder, los linchamientos, la ruptura política, la prensa, el racismo… ¿Cómo puede resumirnos su contenido temático… tiene algún esquema o división específica?

—No, ninguna, en la medida en que está escrito sobre el dechado de un diario personal, de viaje, pero diario, y ése no tiene otra estructura que el día a día y los descubrimientos que vayas haciendo con base en caminar mucho. En ese sentido, el libro tiene las limitaciones que tiene.

Hablo del día en que, por casualidad, descubrí el Gran Poder, sí, pero también de las minas de Llallagua, a donde he ido un par de veces en compañía de personas extraordinarias, de las que ya no se ven, al menos en mi tierra; de las luchas de los mineros; del auge del indigenismo boliviano; de la riqueza objetiva del mestizaje; de los prejuicios blancos y europeos…

A mí, más que los paisajes y destinos turísticos, me interesan los bolivianos. Tanto en mi viaje del año pasado como en el último conté con guías inapreciables.

—Descríbanos su experiencia en Bolivia: ¿cuánto tiempo estuvo, qué motivos le trajeron a este país, qué regiones visitó… piensa volver… habrá un “Cuaderno boliviano 2”?

—La primera vez que estuve en Bolivia fue en 2004, en un momento de gran conflictividad social, de bloqueos de carreteras y de cortejos callejeros bravos. Para mí fue impactante. Además, mi viaje acabó de muy mala manera.

Regresé un par de veces en 2008 y encontré un país diferente y gente muy valiosa, y este año he estado entre marzo y junio, el tiempo que te deja el visado. Ahora estoy preparando el viaje del próximo año en el que pienso ir a Pando, al Chaco y a la Chiquitania... al oriente además de La Paz, claro, y a Cochabamba… Mis amigos bolivianos están hartos de oírme decir que de no tener ataduras familiares, ahora mismo me iría a vivir a Bolivia.

¿Bolivia en el corazón? Sí, es cursi, pero dígalo usted de una manera más gráfica. Existe ya un Cuaderno Boliviano 2, en busca de editor, y habrá un 3, aunque tengan otros títulos más estimulantes.

—¿Cuál es la diferencia entre saber de Bolivia por los medios, intuirla por conocimientos generales desde Europa y conocerla, vivirla, sufrirla y disfrutarla en carne propia?

—Mire, la diferencia es enorme. En Europa, de Bolivia no se sabe nada o muy poco. El etnocentrismo nos puede y el descubrimiento del Otro funciona en teoría, es un adorno de lujo. En la práctica nos vamos tribalizando, encerrando en nuestra sociedad del bienestar y del otro que además está en la puerta de nuestra casa llamando, queremos saber lo menos posible.

Las conquistas sociales que han costado siglos no pueden acabar así. Nos pueden los prejuicios. No hay más que lugares comunes y visiones políticas interesadas, verdadera manipulación informativa y una falta de respeto sonrojante hacia los bolivianos, a quienes se les busca sólo en aspectos negativos relacionados con la inmigración.

De Bolivia se da la idea que gusta: el polvorín, la pugna, como si estuvieran deseando que pasara algo irreparable, pero que a la vez fuera espectáculo. Si se hablara del país real no interesaría.

Cuando la vives, ves que es muy distinta, con un potencial humano enorme. Yo he tenido suerte. He conocido gente excepcional, generosa, abierta, fraternal, con valores humanos que quizás en sociedades como las europeas se han ido perdiendo.

Desde el vendedor de periódicos de la plaza de San Francisco al diputado del MAS, pasando por todo lo que usted quiera. No voy a decir que todo sea de color de rosa, pero, caramba, tampoco es el lugar siniestro que algunos apocalípticos se empeñan en propalar.

—¿El libro se vende en Bolivia?

—Pues no, lamentablemente no hay distribución.

—¿Qué conoce de los escritores, la historia y características de la literatura boliviana?

—Conozco bien la obra de Jaime Saenz, de Víctor Hugo Viscarra, de Ramón Rocha Monroy, de Jesús Urzagasti y Juan de Recacoechea; cosas de Marcelo Quiroga Santa Cruz, de Alfonso Murillo, Giggia Talarico, Alfonso Gumucio, Antonio Terán, Ricardo García —un poeta potente—; de ensayistas e historiadores como José Roberto Arze y H.C.F. Mansilla; de Félix Patzi y Xabier Albó, y de esa gran persona que es mi querido paisano Gregorio Iriarte.

¿Saben ustedes la enorme calidad que tienen muchos de los columnistas bolivianos? A mí no me mueve interés ideológico-
partidista alguno, sino curiosidad intelectual y la calidad de la obra que tengo entre manos. Como no soy boliviano puedo permitirme el lujo de no tomar partido, aunque esto sea una patraña y, lo quieras o no, acabas siempre tomando partido aunque sea en tu corazón.

En pintura conozco la obra de Alfredo La Placa, entre otros, y en arquitectura la de ese maestro que es Juan Carlos Calderón, sobre el que he escrito algo. Una forma de conocer La Paz es ir a ver sus edificios que compiten con ventaja con la mejor arquitectura americana y europea.

El mundo cultural boliviano no se puede conocer en tres meses. Es de una riqueza extraordinaria. Y luego está el cine, y la música… No sé, ya estoy tardando en regresar.

—Además de escribir ficción, por la que tuvo numerosos reconocimientos, cultiva con frecuencia la crítica, reseña o periodismo literario… ¿Cómo conlleva ambas actividades, qué puede decirnos de cada una?

—Escribo como puedo, vivo de eso y para vivir de lo que escribes hay que escribir mucho. Ahora mismo escribo más artículos de opinión en prensa, de comentarios de actualidad. La crítica, el reseñismo literario los tengo en un segundo plano.

—¿Cómo define su estilo literario y cuáles son sus temáticas y motivaciones principales a la hora de escribir?

—Trato de escribir de lo vivido y de lo que tengo delante de las narices; un tanto o un mucho a contrapelo, con independencia ideológica, y con compromiso en los valores elementales en los que creo. Y muchas veces (en las obras de invención) con un lenguaje poco convencional, asunto este que no te trae más que problemas de convivencia.

La temática es muy variada, tanto en las novelas como en los ensayos. Ahora mismo he terminado una novela titulada Un gamberro en Bucarest, que trata de la cultura oficial española en el extranjero y de sus representantes, y tengo pendiente de terminar otra sobre la barbarie desatada al comienzo de la Guerra Civil española, El Escarmiento, y enseguida vendrá “una boliviana”…

—Del panorama literario actual en el ámbito internacional, ¿qué tendencias, autores, innovaciones, destaca?

—Me interesa mucho la obra de autores que han vivido bajo dictaduras totalitarias —repúblicas soviéticas, Rumania, etcétera…— y que apenas hemos conocido por las circunstancias políticas. Me interesa la literatura que tiene que ver con nuestra memoria histórica, cuando digo nuestra me refiero a la de la especie humana.

Y me interesa destacar una sospecha: la mejor literatura va a venir del exilio, de las migraciones, del desplazamiento, del desarraigo… Hace tiempo que vengo dándole vueltas a eso y se lo escuché explicar con más seso a un escritor boliviano (¿Claudio Ferrufino-Coqueugniot, autor de El exilio voluntario y residente en EEUU?) en la reciente Feria del Libro de Santa Cruz, en referencia a la inmigración a Estados Unidos.

Yo estoy esperando poder leer lo que escriba ese mozo o esa moza, bolivianos, que han tenido que ir con sus padres a España, a Estados Unidos, a la Argentina, por ejemplo, y que con seguridad sentirán la vocación de la escritura, y escribirán por fuerza con una mirada nueva, potente, fundadora de un mundo nuevo, el suyo… Ahí está para mí no la literatura del futuro, sino la del presente. Es un ejemplo.

—De ser su elección, ¿a quién le daría el Premio Nobel de Literatura?

—A Juan Goytisolo.

—¿Cuáles son sus autores de cabecera y los libros que no deja de releer?

—Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad, Thomas Bernhard, Joseph Roth, Montaigne, James Joyce en el Ulises… y Louis-Ferdinand Céline en toda su obra, no sólo en Viaje al final de la noche, o en Muerte a crédito, por muy maligno que pueda resultar su autor. Me fascina su manejo del verbo y su estilo imprecatorio, burlesco, satírico, irrespetuoso… Ah, sí, y la picaresca española que es lo mejor que hemos sido capaces de hacer.

Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 20/septiembre/2009

Imagen 1: Miguel Sánchez-Ostiz
Imagen 2: Entrada del Gran Poder, La Paz
Imagen 3: Cuaderno Boliviano, de Miguel Sánchez-Ostiz
Imagen 4: Cuadro de Alfredo La Placa
Imagen 5: Louis-Ferdinand Céline

Tuesday, November 16, 2010

Los antiguos hoteles de la orilla del Danubio


Mária Szijj

El Paseo del Danubio

Es algo pretencioso incluir este escrito en la sección de Escenarios literarios, ya que en realidad sólo trata de la desaparición –y renacimiento– de uno. Mirando el panorama actual de Budapest, no hay rastro de los elegantes hoteles donde se desarrolla buena parte de la novela Tentación de János Székely (publicada por Lumen-Círculo de Lectores en 2007). La mayoría de los edificios que vemos son modernos hoteles diseñados en los años sesenta y ochenta del siglo pasado.

El autor evita nombrar el hotel donde tienen lugar las excitantes aventuras del adolescente protagonista, pero describe su ubicación con bastante precisión, menciona incluso el nombre de la calle donde se encuentra (Mária Valéria, en la actualidad Apáczai Csere János). Se trata pues de uno de los hoteles que se ubicaban en Pest, en la orilla del Danubio, entre el puente de Cadenas y el puente Erzsébet, cerca de la sala de conciertos y bailes Vigadó y del puerto fluvial.

En la zona había cuatro hoteles, el Ritz, el Hungária, el Bristol y el Carlton. El más próximo al puente de Cadenas era el Ritz, algo más alejado estaba el inmenso Hungária, a su lado el Bristol, parte del cual se llamó en una época Carlton. Los hoteles en cuestión se alineaban en un punto privilegiado de Budapest, el paseo del Danubio (Duna-Korzó en húngaro), con vistas espectaculares sobre el río y la orilla opuesta, con las colinas de Buda, el Palacio Real, el monte Gellért y el Tabán, un barrio muy popular en la época, con callejuelas tortuosas y pequeños restaurantes, demolido más tarde y convertido en un extenso parque.

Junto al paseo que separaba los hoteles del río circulaba el tranvía. La línea del tranvía apareció en el paseo del Danubio en 1900. Como no quedaba espacio suficiente para tender las vías, se construyó junto a él una especie de viaducto de hierro de medio kilómetro de longitud. Hacer un recorrido en el tranvía –en la actualidad lleva el número 2– es una maravillosa experiencia turística que permite admirar numerosos puntos de interés de la ciudad y disfrutar de su privilegiada situación geográfica.

Seguramente, la acción de la novela Tentación se desarrolla en el Hotel Bristol, donde hoy se alza el Marriott. Seinauguró en el año del Milenario (1896), con la reconversión de dos edificios –el Lévay, construido hacia 1870, y el Heinrich– que se habían edificado originalmente para albergar elegantes viviendas de alquiler.

El Bristol contaba con 102 habitaciones. En 1926 se realizaron importantes cambios. El hotel tenía iluminación eléctrica, calefacción central, cuartos de baño con agua fría y caliente, radio y teléfono en todas las habitaciones, aunque el mayor atractivo seguía siendo el panorama. A partir de entonces, la parte que daba a la Plaza Petöfi funcionó con el nombre de Carlton.

En el hall del Hotel Bristol la orquesta tocaba todas las tardes y también a la hora de la cena. El hotel ofrecía a sus huéspedes una amplia oferta de periódicos y revistas procedentes de todas partes del mundo. Había peluquería, sastrería y lavandería, y también garaje, una novedad para la época. El hotel contaba con una singular flota de automóviles, a disposición de los huéspedes.

En la Segunda Guerra Mundial la orilla del Danubio –al igual que toda la ciudad– sufrió tremendos daños durante el sitio que duró 102 días. El Ritz fue destruido, sobre el Hungária cayeron bombas el 14 de enero de 1945 y ardió durante días; de todo el edificio no quedó más que la fachada. Sólo el Bristol sobrevivió a los bombardeos. En la parte norte de la plaza Vigadó también quedó dañado el viaducto del tranvía.

Tras la guerra, el Bristol abrió sus puertas en 1946 con el nombre de Hotel Duna (Danubio). Era entonces el único hotel en la orilla del Danubio. Se cerró en 1966, fue demolido y en 1969 se inauguró en su lugar el Hotel Duna Intercontinental, el Marriott de hoy. En las cercanías se alza el elegante y moderno puente Erzsébet, construido en los sesenta. En la Segunda Guerra Mundial fueron destruidos todos los puentes de la ciudad; el Erzsébet fue el último en reconstruirse y el único que no se rehizo en su forma original, de estilo modernista.La novela Tentación describe un mundo, una forma de vida que años después desaparecería para siempre. Pese a los estragos de la guerra, la zona sería reconquistada paulatinamente con nuevos hoteles y
restaurantes. Después del pionero Intercontinental, vendrían a instalarse otras grandes cadenas internacionales. Pero, paseando junto a los modernos edificios, con un poco de suerte, podemos percibir hasta hoy algo del ambiente decimonónico de aquel otro mundo.

De la página web de cultura húngara en español

Imagen: (Vista desde la puerta sur del castillo: barrio del Tabán, monte Gellért, al fondo, el Danubio y los puentes Erzsébet y Szabadság -libertad)-del blog Crónicas Húngaras.

Wednesday, November 10, 2010

AGUAS DE NOVIEMBRE/BAÚL DE MAGO


Roberto Burgos Cantor

Una de las virtudes de la nostalgia consiste en que las cosas se siguen viendo como fueron alguna vez, como se metieron en el recuerdo al momento de las despedidas. Parece que adquirieran allí una protección que las hace invariables, un toque de complicidad que permite reconocerlas aún en medio de las tormentas.
Sin embargo la nostalgia surge de la imposibilidad de volver a algo que los días dejan o cuyo paisaje modifican. O de contemplar un dibujo interior que apenas está ahí. Tal vez este equipaje, ligero o pesado, según la generosidad de la vida sea en definitiva lo único que se tiene. Se preserva allí sin aseguranza y sin riesgo de pérdida.
Me ocurre con noviembre y sus fiestas, su borde inminente de final del año escolar y la proximidad de diciembre con su esplendor de primavera en el trópico. Uno de los signos era la soledad del colegio después de la entrega de las calificaciones, sus patios apenas recorridos por la brisa, y un silencio distinto a los otros silencios.
Enseguida, como si se pegaran las fiestas de quienes se graduaban con los festejos de la independencia, la ciudad quedaba sumida en los peregrinajes libérrimos de los disfraces, las explosiones de la pólvora, las canciones nuevas y los sones viejos, y un tiempo sin minutero que derrotaba los relojes.
En ese entonces desde los barrios de Crespo, El cabrero, cuando no era mocho, hasta las ciénegas de El bosque y las arboledas de Ternera, un fluir continuo de gente iba y venía con sus capuchones de una Inquisición amansada. Todos confluían en el centro de la ciudad vieja con sus balcones de polilla escondida por los lazos y festones. Era un tiempo para vivir en la calle y bailar con quien fuera apenas reconociéndolo por la máscara. Había que hacer cola a la entrada de las garitas, los nidos de los cañones, las almenas, para buscarle refugio a un beso o algo más que un beso.
Las máquinas del cuerpo de bomberos además de apagar incendios las usaban para llevar a las candidatas a reinas del aeropuerto a los hoteles. Debe ser interesante examinar la idea de belleza femenina desde los primeros reinados hasta hoy.
Por algún motivo la experiencia más entrañable consistía en terminar las fiestas frente al mar. Así me despedí de ellas al concluir el bachillerato. Salimos con mi amigo Óscar Bertel y aprovechando los artilugios de los disfraces pudimos ayudar a escaparse a una monja que era su enamorada por entonces. Esa noche visitamos los salones de baile de los hoteles del centro antiguo y a punto de disolverse la oscuridad llevamos a la monja a la capilla del convento antes de la primera misa. Pasamos el cordón de las fortificaciones y nos quedamos contemplando el mar donde un toro se ahogaba.
Después recorrimos las calles con la huella de una fiesta irrepetible, la brisa matutina empezaba sus remolinos pequeños y aún los perniciosos imbatibles tenían fuerza para oír un bolero más.

Es probable que noviembre haya cambiado aunque uno siga escuchando a Felipe Pirela. Y el diciembre de entonces se fue con la infancia. Y a lo mejor muchos de los sueños se cumplieron y nadie se dio cuenta.

Publicado en Cartagena de Indias (Colombia), noviembre 2010

Imagen: Palanqueras de Cartagena de Indias